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Observador en Rusia

El domingo 12 de diciembre, día de las elecciones en Rusia, a las siete de la mañana corría yo por las heladas carreteras de la estepa del Don en una camioneta desvencijada. Me acompañaba una traductora y llevaba en mi bolsillo una credencial que me acreditaba como miembro de la comisión de observadores de la Asamblea del Consejo de Europa, encargada de redactar un informe sobre el desarrollo de las elecciones. Habíamos decidido no quedamos en Moscú sino dividimos en varios grupos y subgrupos para adentramos lo más posible en la Rusia profunda. Mi grupo se instaló en Rostov, ciudad mártir de la II Guerra Mundial y centro de una zona agraria, industrial y mercantil de gran importancia. Y el día de las elecciones nos distribuimos las zonas a visitar. A mí me correspondió la ciudad de Novocherkask, capital histórica de los cosacos del Don, y hacia allí me dirigía en la mañana oscura y helada.Los colegios electorales se abrían a las ocho, y a las ocho en punto se abrió el primero que yo visité. Estaba instalado en una escuela técnica y era un local agradable, pulcro, adomado con flores. Las mesas estaban presididas en un 80% por mujeres y el clima general era distendido y amable. Todo se desarrollaba de manera impecable y la gente votaba ordenadamente. Pero detrás de aquel orden y aquella tranquilidad había preocupaciones de fondo muy serias. Y así me lo resumió uno de los votantes con el que entré en conversación: "Antes también había elecciones", me dijo. "Pero eran muy diferentes. Era como un rito, como una fiesta. Aquel día no se trabajaba, nos ofrecían comida y bebida, y como sólo había un candidato previamente designado y casi todos le conocíamos, no teníamos ninguna preocupación. Ahora es distinto. Ahora tenemos que decidir nosotros, pero no sabemos muy bien qué, con quién y de qué manera. Y tenemos que votar a gentes que apenas conocemos, que no sabemos muy bien lo que proponen, y si lo sabemos no estamos seguros de que lo vayan a cumplir. O sea, que votamos por sentido de responsabilidad, por tener alguna esperanza en el futuro. Pero de fiesta, nada".

Creo que éste puede ser un buen compendio de lo que está ocurriendo en Rusia. Aquel inmenso y complicado país no ha tenido a lo largo de su historia ni un minuto de democracia parlamentaria y carece no sólo de tradición al respecto, sino también de lo que es el meollo de la cultura democrática: la cultura del pacto, de la negociación y de la concertación entre fuerzas sociales organizadas. Todos sus grandes cambios históricos se han hecho por la vía autoritaria, desde Iván el Terrible y Pedro I el Grande hasta Stalin. Y ahora se enfrenta con una tarea descomunal: pasar de una economía estatalizada y centralizada a una economía de mercado descentralizada, y pasar de un sistema político dictatorial y monolítico a un sistema de democracia parlamentaria y de pluralismo político y social.

Este inmenso conglomerado humano afronta, además, el cambio con un profundo sentimiento de frustración colectiva. Ha pasado de ser una de las grandes potencias mundiales -o una de las aparentes potencias- a ser un país dividido, con un futuro incierto, con un territorio disminuido y sin ningún punto de referencia sólido.

Una situación como ésta es un caldo de cultivo ideal para la demagogia. Esto lo entendió muy bien el ultranacionalista Zhirinovski. Pero también entraron en este terreno las demás fuerzas, aunque lo hicieran con menos agresividad o menos habilidad. No hay que. olvidar, por ejemplo, que Opción por Rusia, el grupo favorito que encabezaba el viceprimer ministro Gaidar, tenía como logotipo una imagen del zar Pedro el Grande avanzando con su caballo hacia el resplandor, el zar que centralizó Rusia a latigazos y consiguió a cañonazos su salida al mar Báltico. En Rostov asistí al mitin final de campaña, del líder del Grupo de la Unidad y la Concordia de Rusia, Chajrai, una reunión monocorde de 200 personas, y al final el único tema que encendió las pasiones fue la indignación por la pérdida del territorio de la antigua URSS.y -como dijo uno de los intervinientes- la "devolución a cambio de nada" de la Alemania del Este a una Alemania que les ha invadido dos veces a lo largo del siglo y a la que finalmente habían derrotado a costa de tremendos sufrimientos.

Nada hay más peligroso para la estabilidad de un país que la incertidumbre colectiva. Y Rusia es un país desorientado ante el presente e inseguro ante su futuro. La imagen del Ejército bombardeando el Parlamento conmocionó a muchas personas y destruyó buena parte de la confianza que podían tener todavía.

En todo caso, pareció confirmarles que los líderes de Moscú eran individuos o grupos que sólo luchaban entre ellos por el poder. La realidad era y es, desde luego, más compleja. Pero muchos recordaban que a Yeltsin lo encumbró Gorbachov y a Jasbulatov y a Ruskoi los encumbró Yeltsin.

Más todavía: los líderes que aparecían como reformistas hablaban un lenguaje poco inteligible y proponían medidas a menudo poco claras que, precisamente por ello, asustaban a mucha gente. Así, por ejemplo, proponer como una medida urgente la privatización de la propiedad de la tierra puede ser un auténtico trauma para muchos, algo así como nuestra desamortización de mediados del siglo XIX, y son muchos -y no sólo los llamados conservadores ni los antiguos comunistas- los que prefieren transformar los koljoses y los soy oses en cooperativas, preservando los activos y los circuitos comerciales y de aprovisionamiento que ahora tienen.

Las terapias de choque pueden producir efectos muy contradictorios en un país que todavía tiene uno de los pies, o un pie y medio, en el pasado. La mayoría de los servicios (comunicaciones, circuitos comerciales, crédito, etcétera) siguen funcionando como antes o casi. Y el otro pie todavía no está asentado en un terreno sólido. Hay desde luego nuevos empresarios, pero también muchos personajes que se enriquecen -o se hunden- en actividades de lo más diverso, especuladores, y comerciantes que hacen negocio con cualquier cosa y mafias locales o nacionales que ya empiezan a ser peligrosas. En estas circunstancias es evidente que votar no era exactamente una fiesta. Zhirinovsky hacía demagogia dura y peligrosa, pero hablaba un lenguaje comprensible y decía en voz alta y de manera brutal cosas que otros decían en voz baja. Hablaba de las inseguridades y de las angustias de mucha gente y es cierto que no les daba ninguna salida. Pero tampoco la daban los otros. Zhirinovski es, desde luego, un síntoma y puede llegar a ser, efectivamente, una amenaza. Pero no creo que la forma de conjurarla sea aplicar dosis de caballo de thatcherismo en una sociedad tan inquieta y tan desconcertada. Los diversos partidos que se presentaban a las elecciones como democráticos y refomistas eran grupos formados en tomo a unas cuantas personas, divididos interiormente en múltiples subgrupos, con otras denominaciones y otros sublíderes y sin mayores diferencias entre ellos -aparte de algunos aspectos secundarios o poco claros- que el enfrentamiento personal. Tengo además la impresión de que el propio presidente Yeltsin no parecía muy interesado en crear un partido fuerte, sino que deseaba, más bien, tener un conjunto de colaboradores incapaces de disputarle el puesto, individual o colectivamente. Y después de lo ocurrido en octubre nadie podía estar seguro de que al cabo de unos meses no se produciría otro enfrentamiento violento entre ellos.

A todo ello hay que añadir un sistema electoral muy discutible. Es posible que el doble sistema, mayoritario y proporcional, para elegir el Parlamento o Duma. acabe dando más diputados a Opción por Rusia que al grupo de Zhirinovsky, pero será en todo caso una mayoría difícil,

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con unos grupos parlamentarios carentes de disciplina y numerosos diputados que sólo dependerán de sí mismos en cada tema crucial.

En estas condiciones, ¿qué garantías de futuro se pueden vislumbrar? La aprobación, aunque muy ajustada, de la Constitución da mayor fuerza al presidente, pero no asegura un Parlamento operativo ni resuelve el gran problema de las relaciones con los diversos componentes de la Federación. El boicoteo de las elecciones en el Tatarstán y la práctica secesión de Checheiia no son, precisamente, problemas menores. Por todo visto, es seguro que habrá que revisar la Constitución muy pronto. La transición a la democracia y a la economía de mercado será, desde luego, muy larga y muy compleja. Muchos de los líderes actuales -y de los aspirantes a líderes- se quemarán pronto, y es posible que aumente el peso directo o indirecto de los militares en la dirección política del país. Por lo demás, no creo que vaya a existir ningún intento serio de cambiar las fronteras exteriores, aunque sin duda se intentará fortalecer la CEI para recomponer sobre nuevas bases un territorio que se parezca lo más posible al de la antigua URSS. Pero creo que sería un grave error por parte de todos nosotros cerrar puertas al diálogo y a la cooperación o calificar sin más de fascismo todos los populismos y las demagogias que hemos visto y que sin duda veremos en el futuro. Las actuales fuerzas políticas no son exactamente homologables con las nuestras ni responden a las mismas referencias políticas e ideológicas. Todo esto tiene que decantarse a través de un largo proceso.

Mucha prudencia, pues, por nuestra parte. Lo que debemos aportar al pueblo ruso y a sus dirigentes democráticos es seguridad, cooperación.

Debemos insistirles en la necesidad de crear un sistema de partidos sólidos y lo más homogéneos posible en todo el territorio de la Federación y también de crear organismos políticos y sociales capaces de negociar y concertar. Y explicarles una y otra vez que el rasgo fundamental de la democracia es que los que se enfrentan en el marco democráticamente fijado no son enemigos, sino adversarios.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSOE.

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