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Zurcido democrático

La banalización de la voz democracia en el discurso oficial y en el ordinario corre paralela a la creciente traición práctica perpetrada contra su significado. Incluso reducida a su matriz liberal, que sigue vigente, si algo puede definir esta forma de gobierno es ser el régimen de los políticamente iguales. Que de hecho seamos tan diferentes como la inteligencia, posición social y recursos propios nos lo permitan, eso es otro cantar. La democracia hace abstracción de toda nuestra diversidad en la tierra de la sociedad civil y supone nuestra común igualdad de ciudadanos en el cielo del Estado. Pues bien, conviene apuntar que es justamente esa democracia formal -para qué hablar ya de la verdadera democracia- la que hoy permanece aún en el reino de la utopía.De esa democracia se dice que ha incumplido sus promesas. Los que con ella dejaron de ser súbditos habrían confiado en que ateniéndose a la forma democrática obtendrían mejoras sustantivas; que su ideal igualdad de ciudadanos desembocaría, tarde o temprano, en su acercamiento real (social) como individuos. Si tal esperanza se ha visto defraudada, será -así reza la explicación más conspicua- que las expectativas que despertó resultaban desmesuradas, del todo inasequibles para la condición humana... Pero también podría ser que nunca haya habido poder que albergara el propósito de alcanzarlas. Pues, ¿y si, a fin de cuentas, el principio democrático de gobierno fuera para el régimen social que lo soporta demasiado peligroso como para ser de hecho instaurado? ¿Y si ya la mera regla democrática fuera subversiva, no por prometer lo que no puede cumplir (y arriesgarse así a devolvernos al ingobernable estado natural), sino precisamente porque tal vez podría cumplir lo que promete? En tal caso, habría que neutralizarla por cualquier medio.

Y los medios para sofocar esta forma democrática no faltan, tal como una simple campaña electoral -por ejemplo- manifiesta hasta la hartura. Los instrumentos estrictamente políticos se plasman en el abuso de los aparatos del Estado por parte del partido gobernante o en las múltiples trampas que las leyes tienden a la -representación. Los sociales pueden condensarse en la imparable sumisión de la regla democrática a la regla mercantil. Por una y otra vía, pero más aún por la segunda, se quiebra el dogma sacrosanto de la igualdad del ciudadano ante la ley; desde luego, ante esa precisa ley que regula un momento clave del Estado representativo: el de la renovación de sus cargos públicos. Basta, en efecto, que en el procedimiento electoral se introduzca cualquier distorsión proveniente de las relaciones sociales dadas (o sea, del mercado) para poner en entredicho aquella idílica igualdad de electores y de elegibles. Y es entonces cuando nuestro régimen desvela sin tapujos su último secreto: que lo que es el método por excelencia de organización de lo público venga determinado por la lógica de lo privado; que en el mismísimo instante en que la democracia celebra la ceremonia suprema de la equivalencia de los sujetos políticos se declare sometida a la ley que funda su disparidad como sujetos sociales. 0, lo que es igual, que el dinero no sólo sea el único agente social, sino también el primer agente civil. Es lo que ocurre, ni más ni menos, con la financiación privada de los partidos políticos.

Hasta ahora (Filesa e tutti quantí, ¿recuerdan?), de la copiosa financiación irregular de los partidos se subraya su carácter delictivo y, sin que la sangre llegue al juzgado, se deplora el enfángamiento moral de los políticos corruptos. Ahí se acaba todo. Lo que se oculta a los ojos de la mayoría, incluso de los más avisados, es que ese sucio trasiego de fondos no entraña tan sólo la corrupción de algunos próceres o de sus partidos, sino de la misma política; que no es una corrupción más en la democracia, sino la corrupción de la democracia como tal. De poco valen aquí los códigos deontológicos de las formaciones políticas o la solemne declaración de bienes de sus prohombres. Pero tampoco vale de mucho más una reforma legal que amplíe -con las cautelas que se quiera- la financiación privada de los partidos, porque no escosa de combatir la corrupción de los partidos arraigando la corrupción de la democracia. De manera que no importa tanto denunciar aquella financiación irregular (por ilegal) como comprender que toda financiación privada de los partidos (aun legal) es en principio democráticamente irregular. En este terreno, el audaz impulso democrático que se pregona no pasaría de ser un mal zurcido de la partitocracia.

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Todo arranca, claro está, de la doble y contradictoria natura leza del partido político. Como asociación privada, su particular negocio es la conquista del poder político, y sus beneficios (Weber dixit), los que proceden de la explotación de aquel botín. Por ser el cauce en que se forma y manifiesta la voluntad popular, en cambio, resulta, también sin duda, una asociación de carácter público. En suma, los partidos son grupos que se proponen fines privados con ocasión de cumplir funciones públicas. El problema de esta unidad indisoluble de contrarios es cómo seguir siendo un órgano de la sociedad y, por tanto, libre de la intervención es tatal, a la vez que un órgano del Estado, y por ello subordinado a la lógica de lo común. Doctores tiene la Constitución que lo sabrán explicar, aunque uno se atreve a sugerir que, sin llegar a convertirse en órganos del Esta do, los partidos habrán de ser re gulados por un órgano específico del Estado. Tampoco sé cómo se ata esa extraña mosca por el rabo de su financiación. Pero, a fin de que encaje en el molde de mocrático, sólo aventuro que, al menos en su actividad directamen te electoral, los partidos políticos deben servirse de una financia ción -limitada y controlada exclusivamente pública.

De lo contrario, o entretanto, ya se ve que también aquí el precio de la partitocracia es la degeneración de la democracia. Al conceder a los ciudadanos -de hecho, sólo a muy pocos- la facultad de hacer aportaciones económicas partidarias al proceso de elección, se fomenta la desigualdad entre los candidatos.Unos serán más elegibles que otros en virtud de la desproporción patrimonial de sus partidos respectivos. Puesto que -con las bendiciones teóricas de Schumpeter y tantos discípulos de aluvión- estamos en un mercado político de líderes en liza, confesemos que se trata de un mercado bajo régimen de oligopolio o de competencia desleal... Pero esto arrastra también, por más que se mantenga su equiparación formal, la distinción real entre los votantes. Unos serán más electores que otros: los menos, gracias a su poder económico, habrán menoscabado el poder electoral de los más aumentando el suyo propio. Y ello tanto si los banqueros se hacen anarquistas o, lo que parece más probable, como si no. ¿Cómo denominar entonces un sistema político en que el sufragio de algunos cuenta en realidad como el de muchos? Mal está el decirlo, pero como un sistema de compraventa de votos o una nueva modalidad del voto censitario. En todo caso, un régimen que instaura dos clases de ciudadanía, activa y pasiva, de acuerdo con su diversa capacidad para ofrecer respaldo financiero a sus opciones políticas.

Añádase que la ampliación de los donativos privados a los partidos se anuncia, para más inri, acompañada de la desgravación fiscal de los desinteresados (?) donantes. Es decir, al revés que el lema clásico, el vicio público -ahora elevado a virtud- produce beneficios privados. Pues por esta supuesta virtud pública -que da al traste con el principio básico de igualdad-, el donante obtiene a cambio una doble recompensa: junto a la satisfacción de procurar el éxito de su partido en las urnas (y probablemente merecer alguna contrapartida honorífica o pecuniaria), la de ser descargado en parte de sus deberes con Hacienda. Eso que puede como individuo socialmente privilegiado le reporta también réditos especiales como ciudadano. Lo cual, por cierto, ya había sido previsto por el Maestro: "Porque a quien tenga, a ése se le dará y aún le sobrará" (Mateo, 13, 12)...

He aquí, por lo demás, aplicada al punto en litigio, una bonita manera de que el Estado social democrático lleve a cabo su misión redistributiva. En lugar de recaudar desigualmente según las rentas y sufragar por igual la participación política, se persigue exactamente el efecto inverso. Nada más justo que las subvenciones estatales a un partido cuando éstas se corresponden con el grado de su real presencia pública. Pero si, al contrario (y como sería el caso), esa presencia o implantación popular del partido derivase en una buena medida de su capacidad de allegar fondos privados, aquella consiguiente subvención pública vendría a apuntalar ventajas ilegítimas de antemano y a reproducir el círculo vicioso. Sería tanto como reconocer que las rentas particulares tienen algún derecho, en relación directa a su fortuna, a apoderarse de los poderes del Estado. En pocas palabras, se confesaría sin reserva que el patrimonio privado -por vía de su aportación a la caja de un partidopuede adquirir también cierta parte del patrimonio del Estado. 0, en fin, se revelaría que la primera y mas crucial privatización de lo público es la privatización de los partidos políticos.

¿Se ganaría, al menos, en transparencia, según opinan los mayoritarios defensores de una financiación privada con nombres y apellidos? La cuestión es más bien si lo que se ganase en transparencia no se perdería en democracia. Hay ya motivos para dudar de que semejante visibilidad se alcance, siquiera sea porque hace tiempo que el dinero sabe buscar un nombre propio para esconder tras él un anónimo grupo de presión. Pero, lo que es más, poco se gana con desvelar la identidad del agresor (esto es, de quien atenta contra la forma democrática) mientras no se le impida cometer la agresión. Como la maldad del mal no estriba en hacerlo a oscuras, permitirlo a la luz del día sería consagrar el mal como un bien. La transparencia en la financiación privada de los partidos significa, en definitiva, el transparente reconocimiento de que la democracia ha renunciado a su piedra angular. Y no es paradoja concluir que esa misma transparencia engendraría una completa opacidad de la perversión democrática resultante. Ahora tal perversión no sería denunciada porque, junto a no haber ya lugar a su denuncia judicial, ni siquiera sería socialmente detectable.

Y es que a uno le parece que no hay mejor impulso democrático que el procurar que la democracia formal, sencillamente, guarde sus formas.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofia Política de la Universidad del País Vasco.

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