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Hablar de si mismo

Las memorias, los diarios, las autobiografías, las confesiones -y sus hermanos menores, los recuerdos, confidencias, revelaciones y epistolarios- son formas diversas de preguntarse sus autores por ellos mismos, desde puntos de vista diferentes según la especie literaria elegida, y con muy distintas intenciones. Se podrá decir que todo escritor habla forzosamente de sí mismo, embozado en la novela, la blografía o incluso en el ensayo, y de ahí la incesante labor de los eruditos subrayando la similitud de la figura o el carácter de tal o cual personaje con su propio creador. Pero en la autobiografía, el escritor, a la vez autor y protagonista, debe realizar el malabarismo de exponer a sus lectores quién es él al tiempo que se pregunta ¿quién soy yo? y va descubriendo el gran enigma que es para él su propia vida.Existe en la palabra escrita, al igual que en la pintura, el autorretrato, un género diferente de la autobiografía, donde el escritor anda más seguro por su propio pasado, se explica con una cierta lógica y da una imagen más definida de su persona. Posiblemente con menor veracidad que en la autoblografia, la cual sigue las vicisitudes, azares y dudas de quien la escribe, que a veces, al tropezarse con una persona o un recuerdo olvidados, se le ilumina súbitamente su pasado y la razón ignorada de muchas de sus actuaciones. "El tiempo adquiere", decía Victoria Ocampo en su Autobiografia, "en manos de la memoria certificado de simultaneidad para todas las épocas de una vida y no le importa la cronología". La gran escritora argentina vio con claridad que "quien recuerda a la niña no es una niña, pero los hechos recordados son independientes de la voluntad del adulto y responden a una elección para la que no ha sido consultado". El autobiógrafo habla siempre desde el tiempo en que está escribiendo y sus recuerdos pertenecen a un tiempo recobrado y no al tiempo perdido. A Proust, cuyas novelas van en busca del recuerdo mismo, se le dispara éste al saborear su famosa magdalena o al oír la frase musical de Vinteuil -el andante de la Sonata para piano y violín que tanto le conmovía a través de su personaje Swann. Pues para Proust "la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en un soplo lluvioso, en el olor a cerrado de una habitación..., allí donde encontramos de nosotros mismos lo que nuestra inteligencia, no habiéndolo empleado, había despreciado, la última reserva del pasado, la mejor, aquello que cuando parecen agotadas nuestras lágrimas sabe hacemos llorar aún".

Las memorias auténticas, para ser sinceras, han de ser siempre de ultratumba, publicadas póstumamente, y nunca sonaron mejor que tras su muerte las que dejó Chateaubriand. Las había vendido a un consorcio editorial con el compromiso arriesgado de no publicarse hasta 50 años después de su muerte; pero fueron cedidas por aquel consorcio al diario La Presse, dirigido por el periodista Érnile de Girardin, tan turbio como inteligente, que las empezó a publicar en folletón a los pocos meses de la desaparición de su autor. Memorias famosas que empiezan con una cita del Libro de Job. "Como una nube... como un navío... como una sombra", epígrafe que expresa la añoranza de la'vida y su fugacidad, y terminan con esta despedida: "No tengo ya nada que aprender. He andado más deprisa que otros y he dado la vuelta a la vida". Pero hay memorias igualmente sinceras que, con responsable honestidad, evitan ciertos recuerdos, como esas Memorias y olvidos de Francisco Ayala, una de sus obras maestras. Existen además las memorias que yo llamaría provisionales, escritas a cierta altura de la vida, cuando ésta tiene ya historia a su espalda pero aún guarda fundadas esperanzas. Son principalmente las memorias políticas, como las interesantísimas que acaba de publicar Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón -ese gran temperamentopolítico que parece no querer ejercerlo- con el título significativo de Memorias de estío, una estación aún en el mediodía de la vida.

Las memorias adoptan el nombre de confesiones, muchas veces para defenderse de ataques virulentos. Ése fue el caso de Jean-Jacques Rousseau, que se decidió a escribirlas una vez que apareció un libelo, atribuido a Voltaire, donde se descubría su secreto mejor guardado: el abandono de sus cuatro hijos dejándolos a la merced de la caridad pública. Los 13 libros de las Confesiones de san Agustín, que nos suenan tan modernas, relatan su camino de perfección hacia la fe cristiana. Quizá éstas confirmen la mayor cosecha de memorias en tiempos de crisis, en que las tribulaciones y desorientación, personales y colectivas, son más terribles, porque el mundo se mueve de arriba abajo, como sucede ahora. San Agustín, en efecto, vive al fin del Imperio Romano, y Rousseau el fin del Antiguo Régimen, cuando la aristocracia, después de la edad de los privilegios, se iba extinguiendo en la edad de las vanidades.

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Por ese lado seriamente humorístico que tiene la vida, de ser a la vez finita pero sin principio ni fin "mi nacimiento es un cuento, un mito que otros me cuentan..., mientras mi muerte es un cuento que ni siquiera pueden contarme" (Ortega, no es extraño que Ramón Gómez de la Sema llamase a su maravillosa autobiografla Automoribundia, porque un libro de esta clase es más que nada la historia de cómo ha ido muriendo un hombre, y más si se trata de un escritor al que se le va la vida más suicidamente al estar escribiendo sobre el mundo y sus aventuras". Es justamente en Stendhal, que mezcló abundantemente todos los géneros literarios, donde se destacan mejor las diferencias entre la autobiografía y el diario. Ambos practicó el autor de Rojo y negro. Su autobiografía la presenta como la historia de otro -la, Vie de Henri Brulard-, en la que, una vez más, cambia su nombre verdadero -Henri Bey le- tanto en el autor -Stend hal- como en el protagonista: Henri Brulard. Béatrice Didier, una stendhaliana de pro, que de dicó un libro a las diversas for mas que empleó Stendhal para hablar de sí mismo -en realidad no hizo otra cosa en toda su obra-, señala que, al iniciar su autobiografía, se pregunta:¿quién va a salir de la prisión interior?, receloso de que va a descubrir no sabe qué ni a quién. Pero Stendhal también llevó un Diario, ligado al tiempo por la fecha de cada página y no dirigido a nadie. El futuro lector de un diario es siempre un intruso, mientras el autobiógrafo cuenta con él, aunque, presumiblemente, pueda estar muerto el autor cuando lo lea.Stendhal relee a veces su Diario y pone al margen de sus páginas observaciones, hechas por tanto en fechas posteriores. Por ejemplo: "Estoy contento de este cuademo, leído en dos horas, a las doce de la noche, el 25 de julio de -1815, al volver del Fígaro en la Scala". El lector actual vería ahí tres Stendhal: el yo que escribe su diario un día de 1805, el yo que vivió la víspera y el yo relector de 1815. Y hasta en ciertos momentos Stendhal mantiene su diario al alimón con su amigo Crouzet. El máximo diarista es, sin duda, Tolstói, porque no solamente fue fiel a esa costumbre durante la mayor parte de su vida, sino que, además, llevaba tres diarios, puestos al día diariamente: uno para dejarlo sobre la mesa; otro, guardado en sitio más recóndito pero al que sabía que llegaba, en su permanente espionaje, su temida esposa Sofia Alejandrova, y un tercero, el más sincero de todos, el que no podía encontrar aquélla porque le hubiera sacado los ojos" y que escondía bajo tierra. Como es sabido, ella, 16 años más joven que él, aún se veía hermosa y lo perseguía con un amor despótico.Géneros literarios distintos, la autobiografia y el diario, ambos permiten a sus autores hablar de sí mismos. Cada uno tiene sus ventajas: datos, impresiones y el panorama de las ilusiones y esperanzas son propias del diario; domínio del tiempo, la perspectiva y las ilusiones perdidas y un mayor reposo de las opiniones pertenecen más bien a la autobiografia.

Convendría hablar asimismo de la correspondencia, pero no me queda espacio para ello. Remito al lector al libro de Pedro Salinas El defensor, que yo retorné en Alianza a los lectores españoles, donde se defiende la lectura, la misiva y la correspondencia epistolar, medios personales de comunicación, tan íntimos y entrañables, en trance de ser hoy aniquilados por los medios electrónicos, los cuales no permiten nunca hablar sinceramente de uno mismo.

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