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Reportaje:

Tapados a brochazos

Un cartelista recuerda las censuras franquistas en los murales de cine

ALEX NIÑO "Toda mujer guapa siempre incita al pecado salvo que esté vestida de monja". Así de claras tenían las ideas los censores madrileños que le tocaron en suerte, durante el franquismo, al gremio de pintores de fachadas cinematográficas. Era un eslabón más de la absurda censura que se ejercía sobre el cine. Se prohibían películas, se modificaban títulos y diálogos, se cortaban fotogramas. Y por si todo esto fuera poco, 50 censores remataban el trabajo escudriñando los grandes cartelones que exhibían los cines de la capital.

Éste fue el panorama con que se encontró Alberto Álvarez, dibujante de carteles, cuando en 1955, hace 38 años, se trasladó a trabajar desde Mérida a Madrid. Álvarez no acierta a explicarse todavía el contenido indecente que los censores franquistas veían en los carteles. De lo que no le cabe duda es de que "aquellos señores tenían un gravísimo problema de carnes". Un ligero escote, unas simples rodillas o una textura de piel demasiado real bastaba para que en la oficina de censura, situada en la calle del Cristo de Medinaceli, junto al hotel Palace, se tachara de escandaloso el cartel.

"En aquel entonces", recuerda Álvarez, "existían en Madrid ocho talleres de pintura que se repartían el trabajo de las más de 400 salas de cine que funcionaban en la capital. La oficina de censura, de aspecto lúgubre, dependía del Ministerio de Información y Turismo y allí teníamos que ir, sin falta, todos los viernes. con los distintos bocetos que se iban a colocar. El boceto recorría tres niveles hasta que llegaba a un censor, de muy mal carácter que ponía siempre pegas relacionadas con las carnes femeninas. Éste tachaba con bolígrafo rojo las zonas que a su juicio no podían quedar al descubierto. Después sellaba el boceto y unos días más tarde, otro censor, al que llamaban visitante, recorría los cines para ver si habíamos acatado la orden, que era sagrada. Pedía la censura al jefe de sala y comprobaba la fidelidad del cartel con el original".

Marilyn Monroe, Ava Gardner, Rita Hayworth, Silvana Mangano, Claudia Cardinale y la propia Sara Montiel tenían serias dificultades para superar la censura, ya que era prácticamente imposible dismular sus pronunciadas curvas, y la sola belleza de sus rostros les parecía a los censores la encarnación del mismísimo demonio. "Con Marilyn tenían verdadera obsesión. Ese pelo tan rubio, esa piel de melocotón, esa boca... No querían que se le viera carne ninguna, salvo la de la cara. Y aun así nos obligaban a utilizar una tonalidad azulada para que su piel resultara completamente artificial", cuenta el veterano cartelista.

Tarzán, con camiseta

"Por el contrario, si el dibujo era de un actor no solían advertir nada", añade Álvarez. "Aunque recuerdo, a mediados de los años sesenta, una película de Tarzán, que se proyectaba en el cine Becerra, protagonizada por Johnny Weismüller. El censor dijo que ese torso, en un cartel tan grande, iba a quedar demasiado llamativo y había que taparlo como fuera. ¿Pero cómo vestir a Tarzán? Al final optamos por ponerle una camiseta de tirantes y, claro, la fachada fue el hazmerreír de todo Madrid".

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En otra ocasión, Alberto Álvarez tuvo la ocurrencia de dibujar una chica boca abajo y con la boca ligeramente entreabierta. "Aquello provocó tal escándalo que intervino hasta el ministro de Información, Sánchez Bella. Me ordenaron llevar la tela a la oficina. Retocamos el dibujo y le pusimos a la modelo unos dientes más grandes para que no se le viera la lengua". Los únicos días en el que este gremio se libraba de la censura eran los de Semana Santa. Los censores se tomaban vacaciones y, además, no había prácticamente riesgo. Desde el miércoles de Pasión hasta el sábado de Gloria era obligatorio exhibir películas de temas religiosos. "Para esos filmes, los carteles estaban ya institucionalizados.: una cruz sobre fondo violeta y un sudario, o bien esos paisajes bíblicos con muchas nubes y cielos apocalípticos".

Los colores tampoco pasaban inadvertidos. "En esta profesión se refugiaron excelentes pintores represaliados por el régimen. Por eso, el más mínimo detalle levantaba sospechas. Había que tener cuidado con los morados, darles un toque blanquecino, que no recordaran al morado de la bandera republicana".

A Alberto Álvarez que hoy sigue trabajando en su taller de Vallecas para los cines de Gran Vía y Fuencarral, teatros y salas de fiesta, le parece irreal esta historia que sufrió durante más de 20 años y, que sin mediar ningún tipo de explicación, desapareció en 1975, la misma semana que murió Franco.

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