Los orgasmos de su vecina
Una noche en que Leocadio andaba reconciliándose con un gazpacho escuchó como si le estuvieran pegando a una perra en la calle. Aguzó el oído y se percató de que los alaridos provenían del otro lado de la pared, y de que no se trataba de un animal, sino de su vecina de bloque, no de piso, de bloque. Otra escalera, otro portero y un metro de vigas y hormigón entre ella y él, pero la voz se filtraba aguda: ay, ay, ay, mi amor, ay, mi amor, sigue, sigue, sigue. Siguió así hasta que se fue la luna, y nadie sabe todo lo que sufrió el tipo aquella noche de gazpacho y orgasmos lejanos. La cosa se repitió más veces.Si en soledad era un incordio, acompañado se volvía violenta. Leocadio hacía el amor con alguna chica, descansaban, echaban un cigarro, y ya volvía su vecina con los ay, ay, cariño, sigue, sigue mi amor. El amor de ella sólo gemía en el momento culminante, y puede que, más que nada, para que ella barruntase que la cosa iba a terminar. Mientras Leocadio escuchaba a sus vecinos en la cama, su chica y él se excitaban, volvían a hacerlo, y cuando acababan y echaban otro cigarro, escuchaban de nuevo, como una tortura, los gemidos de la vecina. El hombre no tuvo más remedio que armarse de valor y un día subió a pedirle un destornillador, en parte por ver si estaba buena, en parte por si no lo estaba. Llamó a la puerta, y al verla se puso tan nervioso que le pidió un frigorífico.
Era mucha mujer para Leocadio, eso creía él, pero ella seguía allí colocando una sonrisa enorme en el marco de la puerta y le invitaba a tomar café con un tigretón. Hablaron de compresas, de Matanzo y de lo difícil que es cruzar un paso de cebra sin desearle la muerte a nadie. A Leocadio le pareció entonces asequible y la invitó a gazpacho.
Al día siguiente, la vecina llegó con minifalda. Tardaron media hora en acostarse y cuando ella empezó a gritar con voz chillona, sigue, mi amor, los gemidos tantas noches sufridos en soledad, él le tapó la boca porque no podía soportar tanto placer. Al acabar, Leocadio encendió un porro y puso Radio Olé. Desde el otro lado del tabique escuchó, primero muy quedo, después perceptible: sigue, sigue, mi amor. La miró sin atreverse a decir nada, pero queriendo comentarle con los ojos que nunca le gustaron las gemelas, ni las clónicas, ni siquiera sus bromas. La vecina le tendió la mano al pecho y le dijo que esa voz provenía de su vídeo, que había llegado el marido y había vuelto a poner la cinta que grabaron la noche del día en que se casaron. Ahora, Leocadio tiene ganas de conocer al vecino.
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