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Adiós a las aulas

Mal remedio tiene la calle de la Farmacia, oscura y mínima travesía entre las calles de Fuencarral y de Hortaleza. Más oscura desde que dejó de transitarla, hace unos años, la alegre turbamulta de escolares, alumnos de las Escuelas Pías de San Antón, apócope familiar de san Antonio Abad, anacoreta ecológico y patrón del reino animal. Del reino vegetal en sus aspectos terapéuticos se ocupa todavía la Real Academia de Farmacia, edificada en tiempos de Fernando VII, cuyo neoclásico frontispicio ennoblece esta calle a la que da nombre.Huellas de tiza, polvo de borradores mil veces sacudidos en el marco de las ventanas, delatan que aquí hubo un colegio. Desde 1787, los padres escolapios desasnaron y despellejaron en él a generaciones y generaciones de arrapiezos madrileños o residentes. Bretón de los Herreros y el niño Victor Hugo son dos ejemplos preclaros. Joaquín Estefanía y el autor de estas líneas, dos modestos epígonos, hermanados todos bajo el capón impune y el humillante tirón de orejas, contundentes herramientas pedagógicas utilizadas a mansalva por los discípulos de san José de Calasanz para abrir occipucios a los argumentos de la ciencia y de la fe. En caso de incompatibilidad, la fé, por supuesto, ostentaba la primacía.

El colegio es un caserón enorme, destartalado y ceniciento. Sus méritos arquitectónicos se resumen en la discreta fachada de su iglesia y en la llamada, vaya usted a saber por qué, fuente de los Galápagos, obra menor de Ventura Rodríguez que presiden dos delfines sin rastro de caparazón alguno en la esquina de Hortaleza y Santa Brígida. Además de hospital y colegio, San Antón fue checa durante la guerra civil, vicisitud rememorada y glosada, amplia y recurrentemente, por los educadores escolapios. El edificio resulta funcional como presidio, patios y galerías se entrecruzan formando un intrincado laberinto donde es fácil perderse y darse de bruces con la ronda de vigilancia, seglar o de sotana.

Abandonado y expuesto a un destino incierto, el colegio de San Antón comparte su soledad con otras gloriosas ruinas de la vecindad: a sus espaldas, el fantasma decrépito del teatro Martín, vivero del género sicalíptico y de las primeras experiencias madrileñas de Lindsay Kemp, y en la esquina de Hortaleza y Farmacia, la casa de los duques de Montpensier, quirúrgicamente reducida a simple fachada en un drástico proceso de rehabilitación que desalojé también a una de las más famosas tascas de Madrid, Los Pepinillos, escuela alternativa en la que aprendimos muchos alumnos lo que nunca nos enseñaron en las aulas.

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