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Perplejidades informáticas

El ciudadano Miles se enfrenta valerosamente a un ordenador personal que acaba de adquirir. Éste, tras ser convenientemente enchufado y dispuesto con arreglo a las instrucciones que lo acompañan, le pide que introduzca su nombre, cosa que el bueno de Miles hace., con tan mala fortuna que se equivoca y teclea Moles. Lo que ocurre a continuación es cosa habitual para todo usuario inexperto que comete algún error de ese tipo, es decir, para todo usuario inexperto sin más; no hay procedimiento ni fuerza humana, al menos a su alcance, que le permita deshacer el entuerto.El pérfido ordenador, que no es tan pérfido, sino sólo un poco bromista y bastante sentimental, almacena para siempre jamás en su memoria el nombre de Moles sin que le quede a Miles otro remedio que aceptar la obcecación del artilugio. Así comienza una película cuyos protagonistas, el ordenador y Miles / Moles, mantienen una relación tan disparatada como familiar para las personas que no dominan el arte de la informática.

La primera sensación que tiene el ciudadano perplejo ante la presencia universal de los ordenadores y su irrupción en todos los ámbitos de su vida, incluidos los más personales y hogareños, es de impotencia. No se sabe cómo dominar los imprevisibles caprichos, y hasta las manías, de los ordenadores, que se empeñan en hacer cosas distintas de las que se supone se les han ordenado. Resulta, pues, casi imposible evitar que, en sus iniciativas o en su indiferencia ante nuestros deseos, se nos muestren con virtudes y, sobre todo, con vicios humanos; insensibles, tercos y atrabiliarios.

Los intentos para resolver las diferencias de criterio por las buenas, es decir, estudiando los manuales y tratando de introducir las instrucciones adecuadas, suelen saldarse con un fracaso, por lo que la solución más socorrida es la claudicación y la resignación vergonzante. Como en los viejos matrimonios que llegan a una especie de situación en el que cada cual se acomoda a las peculiaridades del otro, sin intentar modificar lo que se da ya por inmodificable, el usuario perplejo pergeña increíbles trucos para cortocircuitar o convivir con las pautas de conducta, caprichosas y aparentemente inmodificables, de los ordenadores. Lo cual no deja de producir un cierto malestar, ya que lo plausible es que la cosa haya sido pensada, por fuerza, de modo que sea el usuario quien ordene y programe al ordenador y no al contrario. Y que, naturalmente, habrá procedimientos, eso sí, fuera de nuestro alcance y de nosotros mismos, para meterlo en cintura y obligarlo a que haga lo que se le pide y no otra cosa.

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Esa misma sensación de impotencia y resignación ante fuerzas superiores llega a resultar patética cuando el ordenador es una entidad lejana y la relación con él se establece a través de mediadores, normalmente funcionarios o empleados, atacados de impotencia ellos mismos. ¿A quién no le ha ocurrido ser sujeto pasivo de errores, al parecer incorregibles, en cobros o ingresos o gestiones de toda índole que, al parecer, no admiten una sencilla rectificación, concebible hasta para el más simple de los cerebros humanos, porque, al decir del empleado de turno, "todo esto se ha informatizado"? Uno diría, por el contrario, que, si todo esto se ha informatizado, sería posible hacer las mismas cosas que se hacían antes a mano y algunas otras más, y más deprisa.

Así, lo que antes podía resolverse con facilidad ahora resulta inabordable e incluso peligroso, tal y como nos dan a entender con una mezcla de solemnidad y estolidez, por no hablar de esas catástrofes que paralizan sin remedio lo que quiera que se esté haciendo y que responden a razones tan esotéricas como que "se ha caído el sistema" u otras por el estilo. Abstrusas razones que, por lo demás, no consiguen disipar el barrunto de que las causas de los desastres no pueden estar en una improbable locura o incompetencia del ordenador, sino en otras más mundanas.

Como le ocurre al ciudadano Miles / Moles, no podemos evitar que los ordenadores se nos aparezcan desde una perspectiva antropomórfica, dotados de voluntad, inteligencia, bondad o maldad y hasta rencores y debilidades muy propios de la especie humana. Más allá de la impotencia, y el consiguiente enojo, y más allá de la admiración que a veces suscitan en nosotros, pueden llegar a latir sentimientos de temor ante la supuesta omnipotencia de los ordenadores y la eventualidad de que empiecen a pensar y a actuar por su cuenta, muy en la línea del inolvidable HAL 6000 en 2001, una odisea del espacio.

Contrapunto simétrico a esa especie de temor a las capacidades destructivas o al potencial caótico de los ordenadores es otra reacción frecuente, a saber: la confianza ilimitada en que todo podrá ser resuelto con su ayuda. Por más calamitoso que sea el estado de una organización o de una administración, por más incompetentes o perezosos que sean sus empleados, parece que la informatización del asunto resolverá las deficiencias. Aún más, la causa del desorden preexistente no parece ser otra que la falta de informatización o su insuficiencia. Así, poseer más o mejores ordenadores es receta infalible para mejorar las prestaciones de cualquier clase.

La impotencia, el enojo o la fascinación, el temor o la confianza en esas máquinas que inevitablemente nos acompañan y han de acompañarnos aún más en el futuro tienen, a mi juicio, un origen común. Se trata de la ausencia de conocimientos adquiridos en la edad adecuada y convenientemente interiorizados, es decir, una forma de ignorancia dificil de superar a base de cursillos y manuales. En la época en que muchos de los usuarios actuales habíamos ya abandonado la adolescencia, los ordenadores eran unas extrañas máquinas que servían para que científicos e ingenieros hicieran cálculos imposibles. Máquinas desconocidas del gran público, ausentes de nuestra vida cotidiana y de nuestra educación, en contraste con la situación actual, en que, con frecuencia, son tan habituales como era antaño un bolígrafo. Con la diferencia de que uno está razonablemente seguro de saber utilizar correctamente e incluso agotar todas las posibilidades de un bolígrafo, mientras que eso resulta más que dudoso con el ordenador que manejamos cada día.

Todavía, aunque por poco tiempo, la mayoría de los usuarios actuales no hemos convivido en nuestra infancia y primera educación con los ordenadores. Hemos sido testigos, casi sin notarlo, de la irresistible irrupción de los ordenadores en todos los ámbitos de la vida, y se nos han hecho familiares o imprescindibles en un proceso demasiado rápido como para poder asimilarlo. Debemos, pues, disponernos a coexistir con los ordenadores aun sabiendo que no vamos a dominarlos, sintiéndonos extraños y vulnerables ante ellos.

Todo es diferente para las generaciones más jóvenes, que están madurando y educándose en un mundo organizado sobre la informática, de modo que su relación con ella es natural, exenta de la desconfianza y la torpeza de los adultos. El dominio y la íntima relación que muchos niños tienen con su ordenador se nos aparece tan asombroso y al mismo tiempo tan admirable como el hecho de que los niños franceses hablen bien francés, tal y como le ocurría al talludo hispanohablante del cuento. Con frecuencia, los sentimientos van algo más allá del simple asombro y se convierten en incomodidad o preocupación ante la compenetración, incluso la complejidad, entre jóvenes y ordenadores.

Es hoy un lugar común manifestarse inquieto por el futuro de las jóvenes generaciones, por su sensibilidad e inteligencia, amenazadas por la adicción a ordenadores y videojuegos, y el abandono de instrumentos de educación y diversión más tradicionales. Tradicionales, naturalmente, para quienes se manifiestan de ese modo, pero que fueron, a su vez, novedosos en su momento. Por mi parte, soy bastante escéptico ante tanta campanuda llamada de atención y tanto tópico sobre el

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asunto que nos ocupa; y lo soy porque nuestras percepciones, estando como están inevitablemente ligadas a lo que ha sido nuestra experiencia vital y nuestra educación, no pueden servir de referencia absoluta, sino que deben ponerse en perspectiva.

Las adherencias sexistas, bélicas, racistas o complacientes con la violencia, presentes en muchos de esos juegos, son deleznables, desde luego, y nada bueno cabe esperar de ellas. Pero no son propias de los nuevos juegos, sino que estaban presentes, ¡y de qué modo!, en los tradicionales, aunque éstos nos resulten más simpáticos, sencillamente porque estamos más familiarizados con ellos. Ahora bien, muchos juegos de ordenador son el equivalente actual del mecano de nuestros mejores días. Pueden estimular la curiosidad infantil, sus reflejos o una mejor comprensión del mundo en que viven, no a través de una versión simplificada de la industria manufacturera y mecanicista propia del pasado, sino utilizando programas de ordenador, destripándolos y asimilando su funcionamiento más en relación con el tiempo en que vivimos.

El progreso tecnológico ha ido creando ordenadores cada vez más potentes, flexibles, pequeños y baratos, a un ritmo tan acelerado que ha dejado perplejas a varias generaciones. Necesitan y valoran la informática en el trabajo y en la casa, pero no han tenido tiempo de interiorizar su uso y su lógica, muy al contrario de lo que les está sucediendo a los más jóvenes. No nos queda a los componentes de esas generaciones otro remedio que amoldarnos buenamente a una situación que no puede sino empeorar, en el sentido de hacer más ubicuos a los ordenadores, y procurar establecer un estado de coexistencia pacífica con artilugios frente a los que llevamos todas las de perder.

No me parece posible, a estas alturas, reeducar nuestras neuronas, firmemente adiestradas en la cultura del antiguo régimen, lo que implica que conviene acostumbrarse a no entender del todo los desvaríos del ordenador; y resignarse a desenchufarlo cuando la tarascada sea demasiado violenta. Por lo demás, es perfectamente posible, incluso imprescindible en nuestro tiempo, diría yo, sacarles provecho y explotar sus muchas posibilidades, siempre que no se tengan demasiadas ambiciones. Y dado que ya están aquí y aquí van a seguir, más vale tener paciencia, relajarse e, incluso, disfrutar de ese extraordinario invento que han puesto a nuestra disposición.

Cayetano López es rector de la Un¡ versidad Autónoma de Madrid.

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