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Tribuna
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La vuelta de la esquina

¡Qué curioso! Acabo de descubrir la causa -una de ellas- que me intranquiliza estos últimos tiempos. Ha repiqueteado el teléfono en medio del grato y taciturno sigilo en que vivo, como militante de esta legión de viejos solitarios, el 14% de los madrileños. Sé que no estoy demasiado sordo porque me llega el arrítmico ronquido de la sirena que abre paso a los bomberos y pintan de rojo latido las calles; o la desalada urgencia de las ambulancias. Lo distingo desde el alto piso donde habito.Al teléfono una voz infantil pregunta por Teresa. Entretuve unos segundos -¡no cuelgues, no cuelgues!- en explicar que no había ninguna Teresa. "Qué número marcas, por favor? Quizás lo has apuntado mal". Tras un titubeo de incomprensión volvió la mudez.

Por este nimio percance caigo en la cuenta de que hace tiempo que nadie llama desde hace días. Pas de nouvelles, bonnes nouvelles. No es del todo cierto; necesitamos noticias, confidencias, chismes, rumores malos, engañosos, halagüeños, mentirosos. La sal de la vida.

Flaquean la piernas. "Patrón, las bielas", solía decir mi viejo y querido amigo Ramón Urbano. "Las bielas que funcionan mal; eso es la vejez". En aquellos tiempos yo me saltaba un tablao flamenco. El sol invernal nos lleva a pasear despacito, evitando las zonas de sombra. Un hábito residual, un vistazo al buzón. Sólo se acuerdan los distribuidores de propaganda de pizza, que no me sienta bien; las ofertas de muebles juveniles y de camas nido. También la recurrente proposición de seguros vitalicios de los que la edad me excluyen.

Mi calle es céntrica y de paso. Tiene horas febriles, días congestionados y jornadas de calma, sosiego estival y la frecuente catalepsia de los reiterados puentes laborales. Se ausentan casi todos los vecinos, a quienes apenas conozco, y la soledad se hace más tupida. Desde aquí arriba, desde estos dos balcones, escucho el rumor marino de la circulación rodada. Los semáforos sincronizados detienen el tráfico en las dos vecinas glorietas y el silencio deslumbra como la cola de un cometa. Adivino el momento en que pasan al verde y los pocos automóviles avanzan como la ola fuerte y rompiente que empapa rumorosa mis pies. Así, golpe tras golpe de mar motorizado.

Los viernes, milagro; algarabía nocturna. Además de las bielas tengo fundida la curiosidad por qué aledaños se meten los miles de personas que dejan una cenefa de automóviles sobre el diurno carril bus. Algún remoto grito de beodos y, con sincronía de rebaño, el éxodo casi al apuntar el alba, con la incomprensible urgencia de los claxones tras haber despilfarrado la noche. Es otra ciudad de recambio, que se despereza al filo de la media noche y pasa desapercibida con la luz del día.

Me siento unido y padezco los casi irrevocables vínculos canónicos con la televisión, de la que me aparto disgustado para volver al precario armisticio, hasta que la muerte nos separe. Quizás miro viejas fotos que van derivando al sepia o releo algún yerto mensaje de amor que nunca llegó a su destino, el borrador de aquel ambicioso proyecto, tampoco nacido. A veces se echa de menos una vieja compañera que sea memoria, testigo, reproche de otras épocas.

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Solo en casa. Como ese 14% de los viejos que proclaman las indecentes estadísticas y propaga la televisión, mi actual compañera sentimental.

es periodista.

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