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El Papa de la Obediencia

Tras la encíclica Veritatis splendor, la entrevista concedida a Jas Gavronski vuelve a confirmar lo que muchos se obstinan en no ver: Karol Wojtyla es el Papa de un nuevo Sílabo, el gran protagonista de un desafío abiertamente oscurantista contra el fenómeno de la secularización y, por tanto, contra algo que es inseparable de ese poco de libertades civiles que es santo y seña de las democracias modernas. Es decir, el fenómeno que libera la esfera pública de la sujeción al dogma o a toda Iglesia o verdad revelada. Y que, consecuentemente, reconoce el derecho a la libre opinión; esto es, a toda aventura herética y a todo libertinaje crítico. De hecho, sólo la secularización, al dejar la religión a la conciencia del individuo, a su fuero interno, da lugar a la premisa irrenunciable por la cual todos, creyentes de cualquier fe o incrédulos de cualquier agnosticismo o ateísmo, pueden ser ciudadanos iguales.Juan Pablo II rechaza esta senda mundana, y entiende la nueva evangelización como un combate contra ella. Juan Pablo II es el Papa de la obediencia "perinde ac cadaver", porque es el Papa de la certeza absoluta, mientras que quizá el mundo laico se había habituado apresuradamente a un Papa del diálogo y a un Papa de la duda que llevaban los mismos nombres, Pablo y Juan, escogidos por Wojtyla. Desde esta perspectiva, el Papa que viene de Polonia es también el Papa de la coherencia más rigurosa, que proclama la verdad íntegra, eterna y objetiva, indiferente a las tendencias del mundo y del siglo, cualesquiera que sean, porque la verdad es refractaria a todo compromiso y a toda componenda.

Así debe ser un Papa, se dirá. Probablemente, e incluso seguramente (aunque a quien se atreva a tanto se le acuse después, paradójicamente, de anticlericalismo de la vieja escuela). ¿Por qué escandalizarse, pues, si un Papa proclama una doctrina reaccionaria de la verdad y reafirma, cada vez que tiene ocasión, que "extra Ecclesiam nulla salus"? ¿Qué otra cosa tendría que predicar un Papa, el weberiano relativismo de los valores, el moderno desencanto que hace al hombre responsable -por creador y dueño- de las normas de la propia convivencia?

Todo esto es cierto. Wojtyla es un Papa kat´exoken, encarna todo aquello que ha dado grandeza a la institución papal. Pero es precisamente aquí donde se manifiesta lo inconsistente y perverso de la leyenda según la cual la ideología de este Papa no es sólo una reafirmación íntegra de la verdad católica, sino también, y al mismo tiempo, apología de la libertad de conciencia, celebración de los derechos civiles, defensa de los débiles y de los oprimidos. Un Papa libertario y anticapitalista, en suma.

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Partamos de esta última cuestión -el anticapitalismo-, y no ya porque sea la más importante, sino porque es el último y más clamoroso episodio del malentendido que sirve de aureola a la, figura de este Papa.

A Karol Wojtyla no se le ha pasado siquiera por la cabeza el condenar el capitalismo. Es más, en perfecta continuidad con sus predecesores, ha reafirmado que la propiedad privada de los medios de producción debe seguir siendo un derecho que la propia ley natural (y, por tanto, la voluntad de Dios) garantiza. Wojtyla se ha limitado a condenar los excesos inhumanos de la explotación capitalista.

Una condena en cierto modo totalmente genérica, que no compromete a nada y, por consiguiente, inocua (¿dónde comienza el exceso? Y sobre todo, ¿con qué medidas económicas y políticas concretas combatirlo?), que: ha permitido a Juan Pablo II continuar hablando de "capitalismo" de manera hipotética, casi como si fuera una sustancia o una persona, aun cuando las diferencias específicas entre los distintos capitalismos, en lo que respecta a la condición de los trabajadores, son bastante más relevantes quelas similitudes y que incluso la pertenencia a un único mercado mundial.

Esta generalidad permite al Papa, además, denunciar el capitalismo, ante todo, como un híbrido del consumismo en Occidente (y ahora también en los países ex comunistas) y como marginación y subdesarrollo del Tercer Mundo. Pero obsérvense las dos paradojas que de aquí se infieren.

Karol Wojtyla estigmatiza la pobreza y el hambre de las masas en el Tercer Mundo como una de las intolerables injusticias de nuestro tiempo que claman venganza ante Dios. Pero, de todos modos, no pierde ocasión para lanzar un anatema sobre todas las parejas africanas, asiáticas y latinoamericanas que utilizan los sistemas anticonceptivos que la Iglesia considera no naturales (píldora, preservativo, diafragma, por no hablar de la píldora francesa RU), los únicos eficaces, sobre todo si hablamos de masas. Pero una reducción drástica de las tasas de natalidad constituye, para el Tercer Mundo, una condición previa absolutamente indispensable, sin la cual ninguna política imaginable, quizá ni siquiera la menos mercantil de este mundo, podrá nunca sacar a esos países del subdesarrollo. El Papa se rasga las vestiduras por el egoísmo de los países ricos; pero, con su doctrina en materia de anticoncepción, añade un eslabón decisivo a la cadena que ata al Tercer Mundo a la pobreza.

La segunda paradoja es incluso más significativa. En lo que respecta a los trabajadores occidentales, Juan Pablo II no censura tanto la pobreza material a la que el capitalismo los condenaría como el consumismo; es decir, el bienestar de masa (aunque con formas distorsionadas) o, lo que es lo mismo, la liberación de la pobreza que este capitalismo ha llevado a cabo (y que, en realidad, es bastante relativo y desigual): en resumen, todo lo que a los ojos del Papa es causa de miseria espiritual y, por tanto, condenable.

Karol Wojtyla también es, pues, el Papa del malentendido, pero no tiene ninguna culpa de los muchos equívocos que acompañan a la difusión de su clarísima ideología. Son, más bien, los observadores (los laicos en primer lugar) quienes han preferido dar interpretaciones cómodas y desviadas. De hecho, Juan Pablo II dejó claro, desde los primeros días de su pontificado, que el genocidio y el aborto eran delitos de la misma gravedad. Lo que significa que, desde el punto de vista moral, para el Papa son iguales una mujer que quiere elegir si tener o no un hijo y un miembro de las SS que arroja a un niño judío a un horno crematorio.

Es sorprendente que los numerosos adoradores del Papa no quieran darse cuenta de esto. Y, sin embargo, la encíclica Veritatis splendor, como conclusión de 15 años de un magisterio totalmente coherente, vuelve a proponer, en términos perentorios y como ultimátum, la diferenciación entre pecados veniales y mortales, como se decía (y quizá todavía se diga) en el catecismo escolar. Y un pecado mortal no puede ser más mortal que otro (ni menos). Y entre los pecadores, el Papa hace una lista, puntillosamente y valiéndose de las palabras de san Pablo, de "idólatras, adúlteros, afeminados, sodomitas".

En el discurso de Karol Wojtyla no hay, por tanto, lugar para el equívoco. De hecho, la moral sexual (y sexofóbica) en la que obstinada y dramáticamente se empeña es parte integrante e irrenunciable de todas sus enseñanzas; su última encíclica así lo confirma. La Veritatis splendor está estructurada como una secuencia de "silogismos" y de equivalencias: existe una moral humana natural, que es natural precisamente por ser racional y, por tanto, objetiva, y que es una y la misma cosa que la voluntad de Dios. Esta voluntad, revelada en el antiguo testamento y en los evangelios, está confiada a la tradición apostólica; es decir, a los papas de Roma, como únicos intérpretes autorizados de esta verdad. Por tanto, desobedecer la doctrina moral del Papa no sólo es algo pecaminoso, herético y cismático, sino también irracional y, sobre todo, inhumano; en fin, contra natura.

Ésta es la pretensión del Papa, una pretensión irrenunciable y con fundamentos lógicos. De hecho, Karol Wojtyla es dramáticamente consciente de que la renuncia a esta doctrina llevaría a la Iglesia católica al terreno protestante de la libre interpretación. Pero entonces la verdad que Juan Pablo II reafirma en su integridad vuelve a proponer, inevitablemente, un elemento de nostalgia antimoderna temporalista y constantiniana. El evangélico "al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" lo entiende el Papa exactamente como el cardenal de París Lustinger en su entrevista / libro a Missika y Wolton; es decir, que a Dios (como lo ve el Papa de Roma, obviamente) se le debe todo.

En conclusión, el Papa está convencido de que la duda, el racionalismo, la secularización y toda tendencia que haga autónomo al hombre respecto de la fe (católica romana) llevan inevitablemente al nihilismo. En su coherencia con este razonamiento reside su atractivo y, si se quiere, su grandeza. Pero el carácter oscurantista consiste precisamente en eso: en considerar el racionalismo, el espíritu crítico, la duda del desencanto, una especie de incunables de los que proceden las opresiones totalitarias y las intolerables injusticias que recorren el mundo actual.

Paolo Flores d'Arcais es filósofo y director de la revista Micromega.

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