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Al lado de Carmen, frente al mar

Los restos de Severo Ochoa reposan desde la tarde de ayer en el cementerio de La Atalaya, en Luarca, frente al Cantábrico, en un terreno escarpado que baja abruptamente hacia el mar. El panteón familiar, en el que se encuentran la madre, tres hermanas y la esposa del científico, domina sobre la bahía, un lugar privilegiado y hermoso, de grandes contrastes cromáticos entre el verde de la tierra, el azul del mar, el blanco inmaculado de las casas y el negro de la pizarra de los tejados.Ochoa había paseado con frecuencia por esta- zona y mucho más desde que el 5 de mayo de 1986 falleciera su esposa, Carmen Cobián.. Desde entonces, pidió que siempre hubiera flores frescas sobre la tumba, que visitaba en cuanto llegaba a su localidad natal.

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El último ramo está recién puesto, del 1 de noviembre, precisamente el día en que ex piré la vida del insigne luarqués. Hijo de un abogado de clase media, Ochoa estaba muy vinculado a Luarca, aunque vivió casi siempre fuera de esta villa marinera del occidente asturiano. Sus estudios primarios y de bachillerato los completó en Gijón y Málaga, la carrera de Medicina en Madrid, y su actividad profesional en el Reino Unido, Alemania y Estados Unidos.

Pese a ello, el Nobel siempre mantuvo buenas amistades entre sus coetáneos luarqueses, de los que sólo uno, Ernesto García Paredano, dos años más joven que él, sigue vivo. Estos días no ha hecho otra cosa que atender a periodistas y recordar que Severo había sufrido mucho desde el fallecimiento repentino de su mujer.

Ochoa, que se instaló en España definitivamente al cumplir 80 años, deja otras muchas amistades en Asturias, con las que compartía comidas, conversaciones y paseos por su tierra, fundamentalmente en Oviedo, Luarca y La Granda, cerca de Avilés. Entre ellos, Teodoro López Cuesta, ex rector de la universidad, y Graciano García, director de la fundación Príncipe de Asturias.

Un 'martini' seco

En el hotel Reconquista de Oviedo, en el que siempre se hospedaba, recordaban ayer que todos los días pedía un martini seco hacia las ocho de la tarde; y que, invariablemente, lo apuraba en el salón principal, junto al piano.

Los otros recuerdos que se repiten insistentemente del científico son su pasión por los coches y la velocidad y por la buena mesa, especialmente los mariscos, la paella y los platos típicos de Asturias. Ernesto García Paredano recordaba ayer: "La última vez que estuvo aquí, en Luarca, tuvimos que reprenderle severamente porque vino desde Madrid sin chófer, conduciendo él solo".

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