_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Fellini, la Masina y Petronio árbitro

Uno de los privilegios de mi vida en Roma fue la posibilidad de asistir al rodaje del Satyricon, a diario y durante un mes. En la primavera de 1970, aquel rodaje era el plato fuerte de la crónica cinematográfica italiana. Se trataba de un proyecto que Fellini venía acariciando desde los años cuarenta. Tan larga espera no carecía de justificación. Un empeño de tres horas, pantalla grande, color, efectos especiales y mucho decorado y figuración requería, de cara a los productores, unas garantías de rentabilidad comercial absolutas, si no drásticas. ¿Qué productor, en 1955, se hubiese atrevido a confiar las riendas de una película tan costosa al entonces director de Il bidone? Eran otros tiempos para el cine italiano. La crisis posterior al neorrealismo aún exigía la elaboración de filmes de coste reducido; las innovaciones tenían que ser de autor, no de presupuesto. En esa época, Fellini arrojaba a las calles húmedas de la Roma nocturna a una Giulietta Masina de atuendo muy pobre para que fuese, en pantalla pequeña y blanco y negro, la inolvidable Cabiria de nuestra adolescencia.Fellini no ignoraba que tuvieron que suceder muchas cosas para que él pudiese rodar su Satyricon a pleno antojo. Tuvo que llegar el éxito internacional, imprescindible para garantizar la distribución. "De todas formas", me decía, "siempre he hecho lo que he querido con mis películas. He mandado yo, no los productores. No te olvides de decirlo, porque interesa mucho que se sepa".

Fellini rodaba con el sombrero cowboy que lucía Marcello Mastroianni en Ocho y medio. El atuendo del realizador en la vida real y del propio realizador trasplantado a los rasgos de Marcello en aquella bella orgía de confesiones egocéntricas me libró de la obligación de preguntar quién era realmente el personaje reconstruido en el filme. Se dijo que era el más "secreto" de Fellini, pues se prohibió el acceso de periodistas al rodaje. Una obra superhermosa, una obra de crisis, que cerró una etapa en su filmografía. Giulietta de los espíritus, tan manierista, no consiguió abrir una nueva, pese a las delicias decorativas del figurinista Pietro Gherardi. ¿Conseguiría abrirla el Satyricon? nos preguntábamos todos. Fellini se encogía de hombros: "Me conformo con dejar una obra personal. ¿Qué importa las puertas que abra o cierre? Esto es sólo cuestión de porteros".

El guión era un mamotreto enorme. Se dice que Petronio había escrito 20 libros que componían la totalidad de su novela, conservada muy parcialmente para nosotros. Es posible que la imaginación de Fellini hubiera reconstruido a destajo los 19 libros extraviados. Me dijo en ocasiones que no pretendía hacer un filme arqueológico. Desde luego, no necesitaba aclararlo. Aquella Roma hundida, sueño entre psicodélico y apocalíptico, saltaría a caballo de la propia concepción felliniana del mundo. "¿Erotismo? Naturalmente, pero angustiado. En épocas de decadencia, el ser humano se vuelve desesperadamente erótico". Era más que posible que la viciosa Trifena (interpretada por Capucine) quedase como el preanuncio en el tiempo de aquella Maddalena de La dolce vita, obligada a la ninfomanía por la crisis amatoria de los tiempos modernos.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Intenté explicar a Fellini mi idea de que La dolce vita ya fue un Satyricon. Pero, en pleno rodaje, Federico no quería sacar a colación ninguna de sus obras anteriores. Sin embargo, tuvo que aceptar que la concepción narrativa de La dolce vita (un personaje-eje a través del cual nos es presentado todo un mundo en crisis) pudo haber inspirado a todos los cronistas de la antigüedad. Se rió bastante cuando le dije que, para mí, la deformación última del Satyricon es el Paris-Match. Con lo cual intentaba decirle que La dolve vita era un Paris-Match redimido por el genio.

No se cansaba de repetir que iba poco al cine. Ni siquiera sus propios filmes podía verlos más de dos veces. "Los cambiaría a cada año que pasa", me aseguró. Y se quedó muy extrañado cuando le comuniqué que I vitelloni, que rodó en 1953, estaba a punto de ser estrenado en España. Aquel año 1970, las películas consideradas fuertes sólo eran permitidas para salas de arte y ensayo. Él se indignó. Ni por asomo había imaginado I vitelloni para arte y ensayo. Le dije que a la fuerza ahorcan. Y que algo es algo. Pero me aconsejó que, si me era posible, intentase ver I vitelloni en un cine de barrio romano, rodeado por un público popular: "Son los que entienden este tipo de películas, porque están en ellas. ¡Ah, sí! En aquellos tiempos hacíamos las películas dirigiéndolas al espectador, no contra él".

El último día que asistí al rodaje de exteriores, en una playa vecina a Fiumicino, comimos en la roulotte con Leopoldo Trieste, que en I vitelloni interpretaba al dramaturgo provinciano deslumbrado por el viejo actor de variedades que, después, le sale rana. Trieste recordaba la película con mucho cariño. Fellini, íntimo amigo suyo, le recomendó que fuese actor. Después, fue escritor y realizador. A finales de los años cincuenta, realizó una obra notable: Cittá di notte. Resultó que teníamos amigos comunes en Madrid. Hablamos de ellos, mientras me apresuraba a desengañar a Giulietta Masina, que estaba convencida de que Giulietta de los espíritus estaba prohibida en España.

¿Había olvidado la Masina que estuvo en Madrid en 1966, precisamente para la presentación de este filme en la gala anual del Círculo de Escritores Cinematográficos? La conocí en esta oportunidad. Celebró una conferencia de prensa -creo que en el hotel Plaza- y se dio el caso que de los numerosos preguntantes yo era el único que hablaba italiano y no me interesaba "el estado actual de sus relaciones amorosas con Fellini". Son cosas que siempre se agradecen. La Masina aprovechaba su estancia en España para ir a visitar a su hermano, que, al menos entonces, residía en Bilbao. La acompañé a esta ciudad con un fotógrafo. Era una mujer muy simpática y un poco despistada.

En la roulotte de Federico, la Masina servía a todo el mundo con complacencia de ama de casa. Se pasaba el rato insistiendo en que comiéramos tomates, para aprovechar no recuerdo qué valores calóricos. No paraba de repetir: "Mangia i pomodori, Federico, mangia i pomodori". En días de rodaje de exteriores, la comida tenía algo de anómalo, pero los italianos no descuidaban en modo alguno de insertar la providencial pasta asciutta. Con Federico hablamos mucho de los tebeos. Él pertenecía al comité directivo del más importante centro de estudios del fenómeno. Y para nadie es un secreto que, en el tratamiento del color de Giulietta de los espíritus, jugó un importante papel la estética de Antonio Rubino, gran precursor del fumetto italiano. Un amigo común hizo llegar a Fellini mi libro sobre los comics, de manera que era inevitable hablar de la materia. Amante, además, de la ciencia-ficción, me describió su visión del Satyricon desde este ángulo. La escenografía tenía que ser fantástica, luego era muy costosa. A última hora tuvo que prescindir del gigantesco reparto pensado en un principio. Habría sido algo genial. Terence Stamp como Encolpio, Pierre Clementi como Ascilto y, en diversos papeles, Mae West, Danny Kaye, el general De Gaulle, los Beatles, Jimmy Durante, el ex presidente Johnson, e cosi via...

Parece ser que falló una parte del capital que debía aportar cierta compañía americana, con lo cual la operación "reparto a gran escala" no fue posible. Fellini prefirió invertir el dinero en horas de rodaje y renunciar a las grandes estrellas. Para hacer de Trimalción había elegido a Mario Romagnoli, un desconocido con impresionante rostro de campesino; un patán catapultado de golpe a las nuevas riquezas de una Roma de parvenus.

En la insólita Roma que me anunciaba, entraría en juego el mundo mágico, el elemento sobrenatural, aliciente último del ser humano en una época de caída. Es aquella búsqueda del "elemento absoluto" que Guido Aristarco le reprochaba en 1960 como desviación de los principios básicos del neorrealismo. "Como cristiano", me decía Fellini, "uno de los aspectos que más me han interesado en la época que trato de recrear en el Satyricon es la crisis de valores de la sociedad pagana y el advenimiento de valores nuevos implicado en el cristianismo".

Si bien Fellini enumeraba cuidadosamente las obras, pinturas y elementos arquitectónicos que le habían servido de exhaustiva documentación, todos sabíamos de antemano que los amantes del rigor histórico quedarían decepcionados. Aparte una estética que recreaba la belleza de los frescos pompeyanos, lo demás se lo sacó Fellini de la manga, a expresivas. A él no parecía preocuparle mucho. Tampoco les importó demasiado a Tiziano o al Veronés, pongo por ejemplo. Los verdugos de san Sebastián de este último pudieron haber sido perfectamente gentilhombres venecianos. Y las descripciones que Fellini hace de su visión de la Roma pagana parecen ajustarse más a Veronés que a Mommsen. No hay necesidad de asustarse antes de tiempo.

Si en las películas de Cecil B. de Mille, Hedy Lamarr o Charlton Heston pudieron ser cualquier cosa antes que Dalila y Moisés, es probable que Mario Romagnoli, partiendo de su aspecto de campesino de la Romagna, pudiera ser perfectamente el Trimalción que todos hemos imaginado. O intuido. En alguna parte de su estética, la verdad última del cine de Fellini es, siempre, la intransferible verdad del autor.

En aquel rodaje de exteriores, el poeta Eumolpo, envuelto en mortaja blanca, iba a ser devorado en la playa, bajo un sol casi primaveral. Recordamos perfectamente aquel final atroz: para que sus parientes puedan heredarle, el anciano ha puesto como condición que se coman su cadáver cuando todavía esté caliente.

Martin Potter, el Encolpio, paseaba entre los extras, luciendo un batín rojo sobre su escaso atuendo de joven libertino del Imperio. Los extras exhibían túnicas muy gastadas, de un pasado ajeno al esplendor de las litografías. Fuera de campo, se estaba construyendo la nave de Licas.

Giulietta Masina, envuelta en una gruesa chaqueta de ante, recogía ramas silvestres, mientras comentábamos algunos incidentes de su historial cinematográfico. En el recuerdo, que todo lo mezcla, aquel mar del Satyricon es acaso el mismo que vio a Zampanó llorar por primera vez la muerte de Gelsomina. El mar de los vitelloni. El mar de entre cuyas olas surge el pez monstruo, metáfora de los personajes acabados de La dolce vita, después de una orgía de plumas y el strip-tease supremo de Nadia Gray. Sin embargo, no era cuestión de dejarse llevar por la nostalgia. En cine, lo que fue ya pasó. Lo contrario sería bastante penoso para su propia dinámica. El cine se forja a cada paso nuevo, pero, en el recuerdo, donde se almacenan las obras maestras, aquel mar también será para siempre el que recibe las cenizas de Amelia Tetúa, la sublime sombra que se cierne sobre los múltiples personajes de ... Y la nave va. No esperaría otra cosa Federico el Magnífico, Fellini, sí, que consiguio con aquella navegación una de las obras más sublimes del arte universal.

Terenci Moix es escritor

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_