De la renovación socialista
Decían los antiguos que la virtud está en el centro. Y replicaban los modernos que ahí suele estar... enterrada. Al socialismo español le están saliendo tantos virtuosos mediadores, equidistantes de los extremos, que, de ser verdad el dicho de los modernos, estaríamos asistiendo a unas sonadas exequias. Resulta, en efecto, que se multiplican las iniciativas de síntesis, al tiempo que se niegan las tesis y antítesis, se buscan conciliaciones mientras se disfrazan los conflictos.Hasta hace unas semanas sabíamos -al menos, eso oíamos- que dentro del PSOE había renovadores y guerristas. Ahora ya no hay renovadores. Unos se desapuntan porque, dicen, el término discrimina, y otros, porque ya lo es todo el mundo. Si discrimina será porque no se puede seguir así; y si todos fueran renovadores, buena gana de cambiar nada. Los guerristas, por su parte, se niegan a ser, con toda razón, el concepto antinómico de renovador. En efecto, si la corriente renovadora nace, como dicen, contra el burocratismo, y éste es un mal al que en absoluto escapan los llamados renovadores, resulta que la renovación es la asignatura pendiente de todos. A la vista de semejante galimatías hacen su aparición los mediadores dispuestos a objetivar los debates y elevar el tono. He aquí cómo lo explicaba recientemente un destacado mediador: "Pues que unos prefieren un modelo de partido a la americana [se refiere al partido demócrata] y otros optan por el modelo socialdemócrata europeo. Que unos confían más en el juego del mercado y en su capacidad de crear y repartir riquezas, y otros, por el contrario, desconfían del mercado e invocan el papel moderador del Estado".
Es más que probable que el debate futuro discurra por estos dignos derroteros que marcan los mediadores. Hay que discutir el modelo de partido, y algo se puede aprender del partido demócrata americano, y algo habrá que olvidar de los partidos socialdemócratas. O al revés. Y algo habrá que decir sobre las posibilidades y límites del capitalismo, que se decía antes (ahora se habla de "economía de mercado"). Imposible subestimar estos debates tan propios de un partido socialista.
El asunto es saber si ése es el debate que ha reclamado la opinión pública española y que espera como promesa electoral. La dignificación del debate que algunos propician más parece ser un astuto cambio de tercio. Nada más execrable, por supuesto, que la práctica cainita o la caza de chivo espiatorio. Lo que se impone es hablar y discutir de esa realidad, de esos problemas detectados por la opinión pública y que pusieron en tan recio aprieto al PSOE en las últimas elecciones. En ese contexto y en aquellos momentos, el término renovación sí que tenía sentido y contenido. Se pedía a gritos un cambio que afectara, al menos, a las siguientes rúbricas: al funcionamiento del partido, a las personas y a los talantes políticos.
El PSOE se ha manifestado en el momento más delicado de su historia reciente como un partido sin pulso y patrimonialista; cuando Felipe González quiso echar mano de él se encontró con los huesos del aparato y con una suicida predisposición a identificar lo que es bueno para el país, con lo que a aquel convenía. Se ha producido una auténtica despolitización del partido político. Las causas de esa atrofia son múltiples, aunque sobresalen dos: a) el trasvase de lo político al Gobierno, exigiéndole el partido el apoyo incondicional o la obediencia ciega; y b) el trauma del 28º congreso, en 1978, cuando el juego de las bases dio al traste con el diseño político de sus dirigentes. Se despolitizan los lugares democráticos básicos (agrupaciones, comités regionales y federales, grupo parlamentario) y se refuerzan los aparatos. Las complejas relaciones entre el presidente del Gobierno y el vicesecretario del PSOE tienen ahí una fuente de conflictos al representar cada uno de ellos un momento diferente, aunque de la misma estrategia de conjunto. La demandada democratización del partido es de hecho una repolitización del mismo.
La renovación personal tiene que ver con un innegable desgaste generacional. El "cambio del cambio" obliga a hablar de personas. Nos encontramos ante una extraña situación, ya que la generación desgastada por muchos años de poder es relativamente joven. Se impone el relevo y, dada la juventud relativa de la generación desgastada, una prudente reglamentación del tiempo del ejercicio del poder.
El cambio en el talante es el que la opinión pública con mayor fuerza reclama, porque es ahí donde el prometido cambio de 1982 ha derivado lentamente en descambio. El talante tiene que ver con el modo de hacer política, y también con su espíritu. Es el encuentro de la ética con la estética en política. La inevitable usura del tiempo ha mordido en la sensibilidad política. No es un problema de honradez de la clase política (más saludable en su conjunto que la de cualquier otro estamento social) cuanto de sensibilidad: el poder acaba borrando las experiencias de necesidad, de injusticia o de miseria que originariamente y biográficamente desencadenaron la opción por el socialismo. Las moquetas y el coche oficial se cobran su precio.
De todo eso hay que hablar. Y también de alguna cosa más. Porque resulta paradójico que se pueda plantear la renovación en los campos de las instituciones, de las personas y de los talantes, marginando el contenido de lo político. Y eso es lo que parece darse cuando se dijo y se prometió que la propuesta política del PSOE pivotearía en torno al concepto de progreso, un concepto harto ambiguo, y que levanta suspicacias. Ese concepto funcionó electoralmente por su fuerza dialéctica. Frente a una política conservadora y antiprogresista de los populares, levantar la bandera del progreso significaba expresar la voluntad de proseguir en las conquistas sociales y en hábitos de tolerancia que podían verse amenazados.
Dicho esto conviene detenerse en ese símbolo para desentrañar sus ambigüedades. Cuando decimos progreso estamos tocando tres niveles. En primer lugar, nos referimos a las conquistas sociales en educación, sanidad, derechos laborales, así como en formas de tolerancia. El segundo afecta a un tipo de cultura política, en virtud de la cual identificamos enriquecimiento con bienestar; se supone entonces que un Gobierno socialista tiene por tarea la de universalizar el bienestar desde una progresista intervención en el reparto de la riqueza. El último escalón de este entramado del progreso remite a una filosofía de la historia convencida, no sólo de que "el mundo adelanta que es una barbaridad", sino además que el adelanto nos va haciendo a todos mejores y más felices.
A estas alturas de los tiempos parece difícilmente defendible una filosofía de la historia de corte progresista. Hay, sí, desarrollo científico y tecnológico, pero eso no se ha traducido necesariamente por progreso político ni social ni moral. El sonoro fenómeno de la posmodernidad es la protesta generalizada contra esas convicciones progresistas. Pero tan verdad como este descrédito del progreso es su vigencia en el primer nivel, en el de las conquistas sociales, en los hábitos de la tolerancia. Para la izquierda política esa tradición es la suya. A ella se debe para conservarla y proseguirla, mientras se pueda.
El problema político donde se encuentra es en el segundo nivel, en el convencimiento de que existe una relación entre enriquecimiento y bienestar. Tal convencimiento forma parte de la cultura política socialdemócrata, al menos desde la II Guerra Mundial. Tiene dos lecturas sucesivas, una de las cuales es profundamente perversa. Lectura buena: no hay existencia digna sin unos mínimos condicionantes materiales; de este convencimiento nacieron las políticas de igualdad de oportunidades en educación, o el imperativo moral de que un Estado moderno no puede permitir que alguien de su colectivo muera de hambre o de enfermedad porque sus ingresos no le alcancen para comprar pan o ir al médico. Es la manera socialdemócrata de relacionar la riqueza de una sociedad con el bienestar general. La lectura perversa: el bienestar consiste en enriquecerse más y más. Aunque tal formulación resulte repelente, es una convicción que de hecho nadie discute. Cuando en foros socialistas o liberales, sindicales o patronales, se dice el objetivo de España es ser "tan ricos como los más ricos de Europa", ¿qué estamos planteando sino al enriquecimiento como objetivo de la política? Naturalmente que un socialdemócrata convencido dirá que todo es para poder luego repartir más y mejor. Es decir, tratamos de corregir el sacrosanto principio del enriquecimiento con solidaridad a posteriori. Cada vez, empero, se hace más evidente que esa solidaridad llega demasiado tarde: cuando el daño a la naturaleza es irreparable, cuando los peligros de autodestrucción son incontrolables, cuando hemos fabricado unos adolescentes que no reconocemos como nuestros herederos.
El desafilo político es poder imaginar un tipo de progreso en el que la solidaridad intervenga antes del proceso productivo, y no sólo a la hora de repartir parte de la riqueza producida. Estamos imaginando un tipo de cultura política que a la hora de producir riquezas fuera solidaria con la naturaleza, con la razón y con la moral. La solidaridad con la naturaleza pone un límite al crecimiento. La solidaridad con la razón obliga a conformar los modelos de sociedad a los reales intereses de sus ciudadanos. Finalmente, una moral solidaria, como es desde el origen la socialista, no puede por menos de hacerse la siguiente reflexión: si en la cultura socialista el trabajo es no sólo el medio de comprar cosas sino, además, la condición para realizarse como hombre, ¿qué significa el paro? Por mi tierra de un parado se decía "que estaba de más...".
No se trata de renunciar a la política del bienestar, pero sí pensarla desde un enriquecimiento relativo o, si se prefiere, desde un empobrecimiento relativo. Se trata de reflexionar sobre una vieja tradición europea, que va desde san Agustín de Hipona hasta Karl Marx: "No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita". Esto dicho en contexto progresista sonaba a broma. Ahora que sabemos que el capitalismo es un bien escaso, que no hay manera de financiar el diseño clásico del Estado de bienestar, no parece tan descabellado pensar de nuevo el concepto de progreso o el modelo del Estado de bienestar. La relación entre riqueza y bienestar es la misma que entre progreso y humanidad: hasta ahora la humanidad ha estado en función del progreso. Ahora estamos obligados a pensar el progreso en función de la humanidad. Con esto no se ganan elecciones. El asunto es ver si ganamos el futuro.
es director del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
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