Ética y políticos
Quede claro antes de nada que no se hablará aquí de las complejas y casi siempre tormentosas relaciones entre ética y política, todo un clásico del género negro (cuya naturaleza última reside, como es sabido, en la ambigüedad moral).De lo que se hablará es del comportamiento privado y no público de los hombres públicos -es decir, el que desarrollan cuando no actúan en representación de otros, decidiendo por ellos-, que empíricamente es el que interesa más a la opinión, y también el que suscita mayores controversias acerca de las pautas específicas a las que aquéllos deben someter sus actos.
Los más estrictos o hipócritas (o ambas cosas, pues son virtudes que con frecuencia van unidas) exigen al político un comportamiento privado ejemplar. Ahora bien, esto no es decir gran cosa, porque sería necesario precisar previamente cuál será el formato humano y moral del que se debe ser ejemplo, y esto nos remite otra vez a la búsqueda de un sistema razonablemente unívoco de pautas de conducta.
Hay quien dice, en cambio, que en su vida no pública el político debe ser un hombre normal, lo que es tanto como aceptar en él la moderada práctica de pequeñas transgresiones que entreveran la vida de la gente corriente o, como suele decirse, de a pie (que casi nunca van tampoco a pie, pero tienen que conducir su propio coche).
La actitud más extendida supone un término medio. Al político no se le exige una radical ejemplaridad, básicamente por ausencia de unas normas de conducta universalmente aceptadas de las que deba ser ejemplo, pero tampoco se le permite la exenta normalidad. Con motivo de distintos asuntos, en cuya casuística no deseo entrar en absoluto, se ha dicho que la conducta de tal o cual político no infringía la ley, pero sí la ética. Esa afirmación presupone que hay una ética específicamente exigible al político en activo, y sólo a él.
La opinión que aquí se sostiene es contraria a meter la ética en estas cuestiones. Como la política es un material maleable, y la ética también, el medio en que se relacionen la ética y los políticos resultará inevitablemente informe y fluido, por lo que únicamente podríamos asegurar la adherencia de las partículas recurriendo a la viscosidad, un estado físico pringoso y repugnante.
Al político debe serle exigido, en primer término, el estricto cumplimiento en su vida no pública (en la pública se da por descontado que también) del Estado de derecho, en todas sus dimensiones, derivaciones y categorías, sean penales, mercantiles, administrativas, fiscales, laborales o de cualquier naturaleza.
En la fase hipertrófica y abigarrada del Estado de derecho, que es en la que nos encontramos, y de la que ya se habló otro día, esa exigencia supone en la práctica un plus respecto del resto de los ciudadanos, a quienes de facto no se les exige tal cumplimiento con severo rigor (buena prueba de esa relativa lenidad la ofrece la frecuente impunidad de los incumplimientos).
Ahora bien, si además el político hace de ese cumplimiento estricto una práctica sistemática y rigurosa, más allá incluso de la capacidad real de control de los aparatos coactivos, aquel plus de exigencia legal práctica irá acompañado de un plus de otra naturaleza que, a falta de palabra adecuada, llamaríamos moral.
La primera excelencia de un político en su vida no estrictamente pública reside, por tanto, en respetar el Estado de derecho con la pulcritud con que la gente no lo hace, y en hacerlo así aun cuando no haya posibilidades reales de que las transgresiones llegaran a descubrirse.
Sin embargo, ya vimos que al político se le pide algo más que el respeto estricto a las leyes, puesto que en ocasiones, aun cumpliéndolas, se le reprochan sus actos por razones éticas.
En mi opinión, más allá del cumplimiento del Estado de derecho, la llamada ética exigible al hombre público no es tal ética, sino política, entendida no en la acepción de ciencia o actividad, sino en la de pauta de comportamiento. El político, en su comportamiento no público, no podrá hacer aquello que no sea político.
Y ¿qué es lo político, en esta acepción? Simplemente aquello que en cada momento la generalidad de la gente considera que está bien, o que no está mal, como comportamiento privado de un hombre público.
En realidad, la materia misma de que está hecho el hombre público es la voluntad popular. Él mismo es porque la gente ha querido que sea, será mientras la gente quiera que sea, y dejará de ser cuando la gente así lo quiera. Como político, ésa es la ley que rige su vida.
El hombre público nace de la voluntad de la gente (que se emite en las elecciones) y vive de la opinión de la gente (que se forma todos los días). Nunca se rompe el cordón umbilical que le une a la opinión pública y le hace depender de ella. No sólo no se rompe, sino que a través de él sigue recibiendo su alimento.
En todo momento debe, pues, saber (y si no lo sabe es que ha equivocado la profesión) lo que la opinión de la gente considera admisible en su comportamiento, y lo que no.
Esa opinión no está codificada (si lo estuviera no sería ya doxa, un intermedio entre la ciencia y la ignorancia, según Platón) y, en consecuencia, es eventual y sometida permanentemente al cambio (los cambios de opinión de la opinión pública). Pero, siendo como es variable, no es tampoco caprichosa, aunque si lo fuera daría igual, y la única consecuencia sería que la vida del político sería también más eventual: un trabajo precario, en jerga sindical.
En general, la opinión pública es bastante estable, y en España más que en muchas partes, por una suerte (en doble acepción) de instinto intuitivo de la gente hacia las instituciones democráticas, que ha hecho siempre pararse a la sociedad española cuando percibe la proximidad del precipicio.
Estado de derecho y estado de opinión son, por tanto, las dos referencias de comportamiento del político en su vida o actuación no pública. Sí infringe significativamente el primero (también en esto hay pecados veniales y mortales o, si se prefiere, tarjetas amarillas y rojas), o se sitúa al margen de lo que en un momento dado la gente considera que está bien (hace, por tanto, algo que no está bien), el político habrá de extraer las consecuencias oportunas, y si tiene un sentido congruo de la dignidad no se quejará de lo que ocurra o le ocurra. Ya ha quedado claro que lo que está bien y lo que no está bien es, sencillamente, lo que la gente cree que está bien o no está bien en el comportamiento de un político.
Como las categorías bien y mal nos aproximan demasiado a una idea clásica de la ética, y habíamos convenido dejarla fuera de este asunto, quizá sea mejor hablar de lo que está bonito o no está bonito, una categoría verdaderamente ambigua, pero que tampoco es equiparable a lo bello, con lo que nos libramos de la ética sin llegar a caer en la estética.
A su vez, lo que es o no bonito no es predicable por igual para todos los políticos, porque estará inevitablemente condicionado por lo que cada cual representa, defiende o predica. A unos se les mide por un rasero que para otros no cuenta, pero eso es normal porque tampoco son iguales los argumentos morales o ideológicos con los que han llegado a ser lo que son, ni las clientelas que los han elegido.
La vida del político es así de difícil, mucho más que la del exento ciudadano, a quien basta, para conservar su estatuto cívico, con respetar razonablemente el Estado de derecho, o con infringirlo con moderación. Pero a nadie obligan a ser político o a seguir siéndolo, y en general hay más peleas por entrar en las listas que por salirse de ellas.
A lo que se viene diciendo suele objetarse que la opinión pública no existe como tal, sino que está condicionada por el poder evidente de los grandes medios de creación de opinión. Esto es muy cierto, pero lo es también que esa opinión creada por los medios contribuye, en medida no pequeña, a que los
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Ética y políticos
Viene de la página anteriorpolíticos accedan al poder, o lo conserven. Quien acepta las reglas del juego para entrar en él queda sometido a aquéllas. El doctor Fausto, que se libró de milagro de su diabólica transacción, es un caso excepcional.
Aunque parezca que todo esto resulta un tanto cínico (y no lo es, porque el cinismo es también una ética, y habíamos convenido en dejar ésta ex machina), la vida de un político que asuma con todas las consecuencias el sometimiento de su conducta (insistamos: la no pública, es decir, la que no trasciende a decisiones investidas de imperio) al estado de opinión puede llegar a convertirse en un verdadero camino de perfección.
La práctica de adecuar el propio comportamiento a lo que la gente espera que éste sea puede llegar a transformar a la persona. Como resultado de esta dialéctica permanente entre el político y la opinión pública, y de la conformación de aquél por ésta, va apareciendo el iter de su comportamiento, primero una línea de puntos, luego una morfología, después un volumen, hasta que, al final, aparece creado un personaje, es decir, una perfecta impostura de la persona, a modo de cristalización extracorpórea de la idea que la gente tiene del buen político.
Y si la práctica de adecuarse a lo que la gente considera que es la bondad del actuar político o, una vez construido el personaje, la práctica de representarlo terminan alcanzando a todas las acciones del político, hasta el punto de que éste llegue a vivir dentro de su personaje -fuera ya, por tanto, de su posible maldad intrínseca- y se acaba transformando en él, ¿no llamaríamos a ese proceso en virtud del cual el actor termina identificado con su papel un camino de perfección? A fin de cuentas, conceptos como personaje y representación están en la médula misma de la política, y la persona de la que ha salido era también, etimológicamente, máscara.
Sin duda, por debajo, por encima o al margen de todas estas cosas, la conducta pública o no pública del político puede estar también influida, e incluso reinada, por un sentido íntimo de la coherencia, la decencia y el estilo. Pero ése es ya un asunto personal de cada uno, y por tanto ético, sobre el que no se deben redactar códigos, ofrecer ejemplos, ni construir sermones. La ética es aquello que nadie tiene derecho a exigir a nadie, ni a reprochar que se desobedezca. Si es exigible, ya no es ética. Si se alardea de ella, se evapora.
Corolario (podría haberse planteado igualmente como proposición): ya que es conveniente poder exigir un comportamiento a los políticos, hablemos de leyes y de política, no de ética.
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