Memoria del verano azul
Uno va ya a pocas manifestaciones: en mi caso, dejé de frecuentarlas desde que se puso de moda corear lemas que riman en pareado ("el pueblo unido / jamás será vencido" me parece que inauguró la serie hoy inacabable). Uno casi nunca ha llevado emblemas políticos, o religiosos, o cívicos en la pechera, y ahora menos que nunca, salvo por ironía: ¡qué otro remedio queda, cuando los pins de Lenin o las calaveras tipo SS son atrezzo de discoteca, cuando hay quien se sujeta el moño con una peineta del Che Guevara! Este verano, sin embargo, he asistido puntualmente en San Sebastián a bastantes manifestaciones. Por fortuna no se han dado en ellas gritos, ni rimados ni en verso libre. Y he llevado -llevo también ahora mientras escribo- un lacito de cinta azul prendido en la camisa a la altura de la tetilla izquierda: mínimo escapulario que no funciona como detentebala, seguro, y ojalá no sirva para lo contrario. Este cambio de hábitos va acompañado, en mi caso, de cierta indudable sensación de incomodidad.Primero, el malestar de tener que manifestarse otra vez por la calle, contribuyendo así a denunciar la insuficiencia de los cauces democráticos de expresión política y reforzando indirectamente a quienes se complacen en ventilar sin tregua tal defecto, casi nunca por afán de mejorar la democracia y a veces con el propósito de sustituirla por algo más eficaz, más unánime. Malestar además porque esas manifestaciones no intentan doblegar la obstinación injusta de un interlocutor válido pero descarriado, sino persuadir a un voluntariado terrorista del cual sólo puede uno reconocer la mera existencia, no ya injusta, sino también injustificable. ¿No servirán las movilizaciones en pro de la libertad de Julio Iglesias para promocionar el decaído cartel de ETA, dando a entender que se trata de un poder como los otros y que si abusa de su jurisdicción es porque admitimos que la tiene? Hacer rogativas pidiendo bonanza al santo puede ser ingenuo, pero hacerlas pidiéndoselas al diablo resulta blasfemo. Por último, el malestar de la memoria. Nos manifestamos miles por el industrial donostiarra secuestrado, pero la concentración silenciosa que protesta por el asesinato del guardia civil, por el coche bomba en Madrid o Cataluña, por el supuesto traficante de droga ajusticiado, sólo reúne a unas pocas docenas de ciudadanos. El liberador "basta ya" a la violencia etarra... ¿nos lo dicta primero la decencia moral y la cordura política o más bien la preocupación económica ante la situación del País Vasco?
Y, sin embargo, hay que asistir a esas manifestaciones. Son buenos los escrúpulos, pero no si obligan a vivir agazapado. Los motivos a favor en el presente caso pueden con los remilgos. Para empezar, la actitud de los trabajadores de lkusi. Sus comunicados fueron ganando en lucidez semana tras semana: han tenido la gallardía insólita y humilde del sentido común. En sus contestaciones individuales a las provocaciones y censuras que se les dirigieron (réplicas a las cartas aparecidas en Egin acusándoles de apoyar a los capitalistas, o la de un miserable que predecía, fingiendo tristeza, el cierre de la empresa, ya que los trabajadores perdían el tiempo manifestándose en lugar de hacer horas extras) han logrado parecer ese intelectual colectivo que hace años los teóricos amigos del proletariado tanto echaban en falta. Por otra parte, me reconcilió con esas manifestaciones el tipo de gente que asiste a ellas. Abundan los jóvenes, desde luego, pero son mayoría las personas de cierta edad. Cierto ra. cismo cronológico, muy de la época, minusvalora las demostraciones cívicas que no están predominantemente compuestas por el mocerío. Sospechoso juvenilismo, que denuncia una mentalidad caudillista. Los jóvenes son preferibles como fuerza de choque porque tienen más capacidad de intervención física: los ejércitos se reclutan entre ellos, no entre los jubilados. Dan más miedo, luego son más útiles para quien desea. asustar, no persuadir. Pero además los jóvenes, antes o después, necesitan jefes maduros: hay quien se entusiasma al verlos desfilar porque sabe que ya puede aspirar a un puesto de mando. La gente mayor, en cambio, es más coriácea a la movilización total y suele tener esa experiencia que desanima a los sargentos. Por ello me resultó estimulante ver muchas canas darse cita cada jueves en las calles de San Sebastián, así como el sábado 11 de agosto.El debate que compara la manifestación de ese sábado con la que tuvo lugar una semana después me parece mal planteado. La clave del asunto no está en cuál de las dos fue más numerosa: como sabe cualquier testigo presencial, la primera desbordó ampliamente a la segunda, y no por 4.000 o 5.000 asistentes, según se ha dicho bobamente. Pero la segunda no fue un fracaso, como también se dijo: fue un espanto. Y eso porque la primera manifestación no transcurrió entre vivas a la tortura, ni a la pena de muerte, ni a ningún ejército; la segunda, en cambio, no cesó de vitorear a ETA horas después de su último crimen. No falta quien la vea como un signo de que en Euskadi no padecemos la tan remachada crisis de valores. ¿No suele decirse que los jóvenes ya no piensan más que en el consumo y el dinero, que no creen en utopías, que se pliegan sin rechistar al orden mundial del capitalismo liberal? Pues los vascos, nueva reserva espiritual de Occidente, tenemos guerrilleros desprendidos, insobornables, combativos, anticapitalistas y solidarios hasta la extremaunción. Un documento de KAS habla con arrobo milenarista del hilo rojo que une todas las utopías desde tiempos de Espartaco y no oculta su proyecto a largo plazo de lograr, no ya una Euskadi independiente, sino 11 una nueva especie humana". Como dicen que queda poca gente así, quizá pudiéramos exportarla. Sería una alternativa a nuestra decadencia industrial que podría interesar a otro López de Arriortúa...El verano acabó con las sospechosas muertes de dos detenidos en Madrid y Bilbao. No, ciertamente: no todo es lícito para acabar con el terrorismo. No está permitido comerse a los antropófagos, ni mucho menos a simpatizantes del canibalismo. Quienes hemos escrito a lo largo de los años bastante más contra la tortura que contra ETA volvemos a repetir lo de siempre: que los cinco días de incomunicación de la ley antiterrorista son un disparate, que cada detenido debe estar sometido a control judicial directo desde el primer minuto de su detención, que los culpables de torturas o malos tratos deben ser castigados de modo ejemplar y no ascendidos. Es obvio que hay en esas dos muertes signos inquietantes, cuando menos, de negligencias: si no se encuentra ningún responsable de lo ocurrido y por mucho que se encrespen Corcuera y el Abc, mal asunto. Pero reclamar escrupuloso respeto para los derechos de cualquier preso no significa, claro está, justificar sus acciones o sus ideas. La tortura envilece a quien la practica y a quien la consiente, pero no beatifica a quien la sufre. Lejos de quedar deslegitimado el lazo azul por esas muertes, se revela como más necesario que nunca: contra la lógica perversa de la violencia que puede llegar a convertir la libertad y el orden en motivo de brutalidad ciega; y contra los rentistas de la tortura, siempre dispuestos a sacar provecho ideológico de ello. Por eso resultó tan doloroso leer el exabrupto de Haro Tecglen contra los %nvitados de lazo azul" del programa de Mercedes Milá: "Están manipulando el encierro y la tortura de un inocente, retrasando su libertad". ¿Cómo puede Haro decir semejante infamia de Xabier Gereño, de José Mar¡ Calleja, de los militantes de Gesto por la Paz, de cualesquiera de los allí presentes? ¿Qué consejo genial guarda para los ciudadanos vascos ante los secuestros y los crímenes? Por lo visto, el culto a las zozobras del ego rebelde, su tema habitual, obliga a veces a inmolar alguna realidad o algún esfuerzo en el altar de la propia rectitud para verificarla. Qué estafa. Y ya hemos dejado otro verano atrás, cara al largo otoño y al temible invierno.
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