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La tierra quemada

En este Año Segundo de la nueva Rusia, no son dos sino cuatro y cinco los días en que el cadáver del mismo perro yace abandonado en una de las escalinatas exteriores de la Universidad Lomonósov de Moscú. Se trata de un animal de complexión recia y hocico delicado, congelado ahora en una mueca de vacío que aprovechan golosamente las moscas. Otros perros, de esos innumerables perros que vagan hoy por la ciudad, suelen acompañarle cada día, apostados a distancia como a la espera de su resurrección. Los empleados del servicio -toscos porteros de bata azul e irrisorio brazalete rojo- los ignoran a todos, vivos y muertos; y los estudiantes y residentes desvían la vista al tropezárselos a diario. El edificio de la Universidad, coloso estalinista fruto de mano de obra esclava y prisionera, puede resistir, con ratas, cucarachas y basura, una podredumbre más entre techos desconchados y cristales rotos, tablas de los suelos arrancadas y acaso vendidas, y el anonimato caótico de un magma de habitantes cuya función es difícil esclarecer. Aquí nacen y crecen niños de variopinto color, hijos de padres asentados en esta colmena en tiempos de becas y estipendios, individuos que alguna vez arreglaron las hoy inexistentes lámparas de mesa y cambiaron desaparecidas bombillas, arracimados ahora en los comedores subterráneos con el rostro desabrigado y huidizo, mecánicos de ascensores y vendedores de cepillos de dientes, periódicos o cuadernos por los pasillos, bomberos o reparadores de cañerías, gentes de la estafeta de telégrafos y telegramas, o mendigos que aún lucen la chapa anotadora de algún olvidado quehacer. En un alarde de liberalidad y confianza, la nueva Rusia ha desplazado a los milicianos que antes custodiaban cada entrada y salida de la Universidad -los aborrecidos faraones-, gentes desatentas y broncas, siempre requeridoras de documentos y permisos. Hace poco fue asesinado aquí un estudiante que la mafia local había cooptado, y esta franquía de entradas y salidas, denostada otrora, no presagia nada bueno, aunque esos sucesos ya fueran conocidos antes. Lo que sí ha multiplicado es el casposo vaivén de personas inidentificables y el peligro de un colapso humano general de ese monstruosos edificio que Stalin ordenó levantar para recordarle así al hombre que él no es nada y que el Estado -pasillos, ascensores, torretas, luces, cuadrículas, matones- lo es todo y más que todo. El insufrible turista aún visita el exterior de esta vertical favela granítica en una panorámica más del Moscú que fue. Ayer estaban aquí las Colinas de Lenin y ahora el lugar vuelve a llamarse Colinas de los Gorriones, como en las memorias de Herzen y de tantos residentes decimonónicos.Las fauces aleladas del magnético perro persiguen aún al caminante que se dirije por el boscaje de manzanos silvestres y abedules hasta la estación de metro más cercana. No es recomendable tentar el albur de un renqueante autobús para el traslado, pues la experiencia nos enseña que el carburante puede agotarse a medio camino, y, a un gesto del conductor, no queda sino bajar y seguir a Pie con la sobreañadida impresión de desamparo y burla. La estación de metro Universitiet aparece al fin entre un musgo de tenderetes y quioscos, como islotes emergentes en charcos de agua negruzca que socorre a otros perros acostumbrados a esa ágora bulliciosa. Para algún paseante imaginario, éste puede ser el primer encuentro moscovita con el chillón estallido del zoco occidental. ¿Qué había antes aquí? Dos o tres cobertizos en donde se vendía aquella prensa soviética ya muerta antes de nacer y algunas baratijas informes. Más recientemente, en las postrimerías de la era Gorbachov, las vendedoras de flores podían congregarse y ofrecer su mercancía previo pago a la autoridad correspondiente. Hoy quedan algunas vendedoras de entre aquellas obesas floristas de varicosas piernas; mas su forma se diluye en la polícroma explosión de acristalados bunkers que despachan todo tipo de bebidas, alcoholes y refrescos, medias de mujer, ropa occidental, coreana o india, zapatos, medicinas, productos de higiene íntima o refinamiento colectivo, como las versiones rusas de algún álbum de modas con patrones de vestidos y faldas para la confección casera. A la sombra de los tenduchos, casi siempre ocupados por emprendedores jóvenes que han pagado en oro su tranquilidad diurna y nocturna, algunas mujeres venden frituras y repollos, frutas o chucherías sin uso y sin nombre. Parece como si un instintivo pudor hubiera arrojado a los alcoholizados bebedores de cerveza a un último tendejón, en donde una apariencia de mesas altas los reúne para sus canciones y monólogos y para la consunción de los licores fuertes que misteriosamente se han podido procurar en otros quioscos: es falta imperdonable en la etiqueta del bebedor ruso el inquirir de dónde ha sacado el dinero para costearse su nada barato deleite.

La ley seca que Gorbachov intentó imponer en 1986 es ya sólo un recuerdo: naufragó frente al tenaz rechazo de la población, que no dudó en soportar las más feroces colas soviéticas para procurarse el mínimo de alcohol permitido, y, hoy por hoy, frente a la invasión etílica de Occidente. Las autoridades cierran púdicamente los ojos ante el alcoholismo desbordado y sus estragos de todo orden; ni siquiera recuerdan que, hasta hace poco, eran sus propias estadísticas las que atribuían a tal causa dos divorcios de cada tres y la, pavorosa siniestralidad de trabajos y comunicaciones. Como Yeltsin contestó a quienes le recordaban el frecuente espectáculo de los ancianos rebuscando en esa basura que hoy nadie recoge: "Nosotros tratamos problemas globales". Por eso, la "globalidad" de la estación de metro Universitiet, con sus dos rotondas verdosas sobre entrambas aceras, es la cristalización de una situación falazmente espontánea con la muda de régimen: la paz urbana conseguida mediante el tributo pagado a la banda armada del lugar (uno de los ocho sectores en que las diversas mafias han dividido a Moscú, como la vox populi nos recuerda) y el trapicheo constante de mercadería. Añádase a eso la imparable dolarización y su hermana mortífera, la inflación desbordada, y se entenderá al punto que todo género de acaparamiento y reventa fraudulenta, toda trampa y picaresca doméstica y cotidiana ha de enrolarse en el batallón de las técnicas imprescindibles para la mera supervivencia en el mundo que setenta años de camisa de fuerza económica y social nos han legado.

El siguiente caso es digno de ponderación: no lejos de aquí, una farmacia presenta sus dos secciones, la mejor surtida en moneda extranjera y la casi destituta en rublos. Sin embargo, una turba de mujeres ofrecen afuera los medicamentos que madrugaron para comprar en la segunda sección: el margen de ganancia exigible al ya curtido cliente les asegura un com-

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es doctor en filosofía por la Universidad de Cambridge. Ha estudiado Filología Eslava en Cambridge y Moscú.

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