"Europa no tiene prisa"
El presidente de la Fundación Bertelsmann, Reinhard Mohn, decidió, hace 30 años, montar en España un club para vender libros por correo. Ahora es propietario de un imperio que controla la editorial Plaza, & Janés, la casa discográfica BMG-Ariola, las revistas 'Muy Interesante', 'Geo', 'Marie Claire', 'Dunia' o Ser Padres', y las imprentas Eurohueco y Printer.
Soldado del führer, prisionero de guerra en Estados Unidos, impulsor de un viejo negocio familiar, Reinhard Mohn tuvo en 1950 la gran idea: aquel Club de Lectores que fundó en 1950 en la Alemania del milagro económico se ha convertido, 40 años después, en el segundo grupo de comunicación del mundo, con una facturación anual de 1,4 billones de pesetas. Impulsor de los grupos multimedia -que en su caso abarca periódicos, cadenas de televisión, casas de discos, imprentas y editoriales-, a sus 72 años se ha retirado a la presidencia de la Fundación Bertelsmann para huir del barullo de los negocios y dedicarse a lo que verdaderamente le obsesiona: el futuro de una sociedad que ha roto con el pasado y todavía no ha definido su futuro.
Pregunta. Europa parece tener un futuro espléndido pero un presente catastrófico.
Respuesta. Europa está aún muy determinada por la tradición, y el presente exige inevitablemente nuevas soluciones. En la actualidad, el mercado ha adquirido un carácter mundial, y también la cooperación política exige pensar en términos internacionales. Mientras tanto, Europa piensa todavía demasiado en términos de Estados nacionales. Si la Comunidad Europea no comprende que los tiempos requieren flexibilidad e innovación, se enfrentará a grandes dificultades.
P. ¿Qué clase de dificultades?
R. En primer lugar, en la economía, con la fuerte competencia de Norteamérica y Asia. Pero también los habrá en las estructuras internas de la sociedad: la relación del individuo con la colectividad se ha hecho mucho más débil. Debemos aprender de nuevo a ser miembros de la colectividad.
P. ¿Qué opina del papel que está desempeñando Alemania, su país, como líder de la CE, imponiendo un ritmo que otras naciones más débiles, como España, no pueden seguir?
R. Alemania está demasiado preocupada por sus problemas internos -motivados en parte por la tarea de la reunificación- como para liderar iniciativas europeas. Hemos dejado que las cosas se nos echen encima; desde los círculos políticos nos hemos esforzado por contentar a todos en lugar de marcar una dirección, con la consecuencia de que hemos gastado demasiado dinero en contribuciones sociales y subvenciones. Hemos gastado tanto dinero que el déficit ha llevado a una inflación del 41/o. Y el déficit y la inflación provocan paro.
P. No es muy optimista sobre el futuro de la Comunidad...
R. Comparto la opinión, muy extendida en el Reino Unido, de que no debemos llevar a cabo este proceso de unificación europea demasiado deprisa, movidos por objetivos de ambición política. No existen las premisas para ello; había buenas razones para que el Sistema Monetario Europeo, el SME, no aguantara más. Hay que ser claros: es muy dudoso que podamos, en un plazo previsible, introducir una moneda única europea.
P. ¿Eso significa que usted es partidario de que se revisen los acuerdos de Maastricht, las fechas marcadas para la unidad económica?
R. El problema con respecto al Tratado de Maastricht radica en que intenta dibujar una solución sin haber definido la vía de cómo llegar a la misma. Los políticos han puesto en marcha la Europa con la que soñaban, pero no han dicho cómo conseguirla. Faltan muchas cosas: por ejemplo, no está definido el mecanismo de control democrático en una Comunidad más unida; está en el aire el principio de subsidiariedad, sobre todo la forma de llevarlo a cabo en la práctica. Todos los Estados temen sufrir una cierta pérdida de su soberanía. No es que los ciudadanos europeos estén en contra de Europa; ven perfectamente las ventajas que Europa les puede ofrecer, pero temen perder parte de sus propias responsabilidades.
P. Durante muchos años, el enfrentamiento entre capitalismo y comunismo nos ha impedido reflexionar sobre nuestro propio sistema. Ahora ya hemos podido empezar a ver fisuras. ¿Cuál es, desde su perspectiva, el papel del nuevo capitalismo?
R. En realidad, me felicito de que la política se encuentre bajo esa presión, porque por fin nos vemos obligados a plantear los problemas de este sistema. Durante las pasadas décadas muy pocas veces se estudiaba la relación existente entre un modelo económico y el rendimiento y productividad de su industria. Era evidente el ejemplo negativo de la economía planificada de los países comunistas, pero el análisis nunca iba más allá.
Los políticos todavía no acaban de comprender hasta qué punto han cambiado las condiciones de trabajo en la industria. El mundo del trabajo se ha vuelto tan complejo que por regla general un empresario sólo está en condiciones de dar respuestas a unos pocos aspectos. Las empresas tienen que ser innovadoras. Y no me refiero sólo a innovaciones en el ámbito técnico, sino precisamente en el de las relaciones sociales, porque también han cambiado los empleados, los colaboradores de la empresa. Antes estaban dispuestos a aceptar una orden, a obedecer a una autoridad sin cuestionarla. A esos ciudadanos ya no se les puede mandar sin más.
Hoy en día, en todos los niveles jerárquicos de una empresa hay que dejar un margen de libertad; delegar responsabilidades. Sólo así el empleado puede aportar su propia creación.
Quiero dar dos ejemplos de lo que no se debe hacer. Uno es el de la Administración del Estado, con su burocracia, con su negativa a cambiar nunca nada, por mucho que eso tenga como consecuencia la desesperación de los ciudadanos. Otro, también muy elocuente, es IBM. Yo he sido testigo personal del ascenso de IBM como empresa, con unos rendimientos increíbles, y sin embargo actualmente está en números rojos y con necesidad urgente de reestructuración. ¿Por qué ha ocurrido esto en el seno de IBM? Precisamente por este empeño en mantener una fuerte jerarquización dentro de la empresa, obligando a sus empleados a trabajar de un modo que hoy en día ya no es posible hacerlo. La conclusión es que las grandes organizaciones, las grandes empresas, deben ser flexibles e innovadoras. Esto sólo puede lograrse si los directivos de estas organizaciones se pueden identificar con los objetivos de las mismas, y esto a su vez sólo se consigue si sus condiciones de trabajo son las adecuadas y les permiten actuar con libertad y motivación.
P. Este esquema de nuevos empresarios y de nuevas empresas no afecta sólo a los directivos, sino también a los trabajadores.
R. Los principios de delegación de responsabilidades no pueden funcionar si los empleados no están convencidos de los objetivos de la empresa ni si la delegación de responsabilidades no se refleja en el estilo de liderazgo de los directivos. Los objetivos perseguidos por una empresa quizá sean lo más fácil de transmitir, incluso verbalmente. Pero la actitud de los superiores se vive día a día en su relación con sus subordinados, y si estas relaciones siguen marcadas básicamente por un sistema jerárquico, los empleados -en todos los niveles- no pueden desplegar todo su potencial de creatividad. Así que Lo importante es transmitir a los empleados de todos los niveles la sensación de que ellos participan realmente en la política de la empresa.
P. En España se está negociando actualmente un llamado pacto social, y cuando se abordan cuestiones como el coste de los despidos, las pensiones o incluso las subidas salariales, se puede oír con frecuencia a los sindicatos hablar de "derechos irrenunciables de los trabajadores". ¿Son compatibles estas actitudes con el nuevo modelo de economía del que usted habla?
R. Ésta no es sólo una preocupación para los sindicatos españoles, sino una preocupación consustancial al propio papel de los sindicatos. Por su propia naturaleza, ellos son los abogados defensores de los derechos de los trabajadores, aunque sea discutible si siempre realizan bien ese papel.
Así que surge un verdadero dilema, porque, como consecuencia de esta lucha de los sindicatos, el Gobierno practica una política social que, aparentemente, tiende a adoptar medidas humanas, sociales, que todo el mundo debería defender, pero que, sin embargo, son muy difíciles de llevar a la práctica por las empresas. De este modo, el intento de cubrir todos los posibles riesgos de un trabajador incide muy negativamente en los costes salariales y hace que se cree menos empleo. Lo mismo puede decirse del encarecimiento del despido hasta hacerlo casi imposible, lo que tiene como consecuencia que muchas veces, en lugar de crear empleos, se prefiera emplear el capital, que resulta mucho menos complicado.
No conozco los sindicatos españoles, pero parto de la base de que, al igual que todos los demás sindicatos, también actúan de muy buena fe. Pero, en mi opinión, la lucha de clases y la lucha por la redistribución del capital deberían pertenecer ya al pasado. En la actualidad, lo que interesa es lograr la cooperación de los empleados, su motivación, y esto es algo que todos los interlocutores sociales deberían tener en cuenta. Hay que poner en marcha un diálogo para buscar conjuntamente la manera de producir más y mejor, porque ello, en último término, beneficia también a la mano de obra.
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