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Reportaje:

Colgados por las nubes

Viaje en globo por la sierra y el noroeste de la comunidad

Se ha dicho que montar en globo es volver al siglo XIX, a los días de Montgolfier y a las páginas de Verne. Siendo más prosaico, diremos que montar en globo es, antes de nada, pegarse un madrugón.El momento ideal para el despegue es media hora o un cuarto de hora antes de que amanezca, pues las probabilidades de que los vientos estén en calma son mayores. Al salir el sol, el equilibrio térmico entre la tierra y el aire se rompe, generándose corrientes que pueden resultar molestísimas.

La maniobra del aparejo apenas lleva 20 minutos. En ese tiempo, se acoplan los quemadores sobre la barquilla de mimbre a través de una armadura metálica, se despliegan los 140 kilos de vela, se les insufla aire mediante un gran ventilador -semejante a los que se utilizan para rodar las escenas ventosas de una película- y, una vez que el globo ha alcanzado la inflación deseada, se ponen en marcha los mecheros de propano hasta remontar el vuelo.

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Con gorra y al amanecer

A la hora de la verdad, en cambio, una simple brisa puede frustrar el despegue al zarandear de acá para allá el enorme velamen. No es cosa de broma cuando se pierde el control sobre más de 3.000 metros cúbicos de aire caliente. El día de nuestra experiencia arrastró varios metros la furgoneta de tres toneladas a la que el globo permanecía anclado.

La física de un globo es simple: el aire embolsado en su interior, calentado con los quemadores de gas propano, pesa menos que el frío del exterior e impulsa a aquél hacia arriba. Lo que no resulta tan simple es su conducción. Como ocurre en cualquier embarcación a vela, el piloto de un globo se halla a expensas de los vientos dominantes; pero con una diferencia: aquí no hay timón que valga y la deriva es total. Planificar un vuelo exige, por tanto, tener en cuenta las predicciones meteorológicas.

Lo primero que llama la atención de los pasajeros (antes incluso que la sensación de estar suspendidos en el aire) es el calor infernal que despiden los quemadores, activados esporádicamente por el piloto para ganar o mantener altura. Eso por no hablar de su estruendo, un rugido tal que los conejos huyen despavoridos.

Lo segundo, claro, son las vistas. A mil y pico metros de altura, el noroeste madrileño es como un gran mapa en relieve; nada cuesta reconocer el embalse de Valmayor o El Escorial, tendido a los pies del monte Abantos, los relieves inconfundibles de la Mujer Muerta y Siete Picos y, a nuestras espaldas, la silueta de la gran ciudad. A poco que se disponga de alguna cultura campestre, se advierte que el terreno de allá abajo es ganadero, que aquellos árboles son sabinas y que el arbusto que hemos peinado en vuelo rasante es un enebro, cuyas bayas, por cierto, dan sabor a la ginebra.

El vuelo rasante, en efecto, es otro de los encantos de montar en globo. La misma experiencia en helicóptero o ultraligero nada tiene que ver. La parsimonia con la que reacciona el globo a las órdenes de su conductor -pueden pasar diez o más angustiosos segundos antes de que responda al fogonazo de los quemadores- convierte esta suerte de navegación en una aventura no apta para hipertensos. Arrearle un trastazo a una encina es cosa común.

Aterrizaje informal

Y lo dicho sobre el vuelo rasante vale también para el aterrizaje. Dos horas después de la partida (las tres bombonas de propano dan para poco más), el piloto traza mentalmente una línea sobre el terreno, que corresponde a la dirección en la que empuja el viento al globo, y allá donde se cruza con un descampado se encuentra la pista de aterrizaje más que probable. Esta informalidad es otro de los alicientes de la navegación aerostática.El contacto con el suelo sobreviene tras una caída de metro o metro y medio por segundo. Si a esto añadimos la tonelada larga que pesa el globo, no es difícil calcular la brusquedad de la maniobra. Sin embargo, el peligro es mínimo; y ello gracias a la increíble resistencia de la barquilla, cuyo mimbre trenzado revela innecesario el uso de nuevos materiales y aleaciones futuristas. Otra de las ventajas, ésta, de viajar volando al siglo XIX.

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