Más allá de las coartadas
Con la turbadora sinceridad que le caracteriza, Mario Vargas Llosa acaba de demoler ante los lectores españoles (ver EL PMS del 5 de septiembre de 1993) uno de los mayores mitos intelectuales de nuestro tiempo: Martin Heidegger. Lo sabíamos desde la obra de Víctor Farías, pese a la insidiosa campaña que suscitó su libro, en la que desplegaron armas y bagajes los custodios del pensamiento occidental que, rigurosamente pertrechados, equipados y armados, dieron la batalla contra Farías y sus seguidores. Lo sabíamos, pero ahora, a la luz de las nuevas investigaciones, los hechos son definitivos: el más grande, para algunos (o para muchos), de los filósofos de este siglo fue un nazi convicto y confeso. Conviene recordar que fue en Les Temps Modernes, la revista de Sartre, donde después de la guerra se publicaron los primeros y muy comprometedores testimonios contra Heidegger. Un gran crítico orteguiano, Guillermo de Torre, recogió el escándalo hace ya muchos años en uno de aquellos libros que publicaba en Argentina y que aquí llegaban con cuentagotas.. El asunto es tremendo cuando se repara en el vasto influjo de Heidegger sobre el pensamiento europeo, incluido el existencialismo sartriano. Ni la crítica literaria se ha visto libre de él: todo el relativismo hoy en boga (no hay nada que decir sobre el texto, el texto es inaprensible) es de cuño heideggeriano. Y el asunto es aún más grave si, como señala: Vargas Llosa, se procede a disociar filosofía y realidad, literatura y vida diaria. La filosofia pasa entonces, en efecto, a ser una suerte de diversión y la literatura un mero entretenimiento. Pero ninguna de ellas podrá resistir los embates de la seudocultura audiovisual y plana. Diversión por diversión, los filosóficos coloquios televisivos y los literarios culebrones (se especula, se cuentan historias) son infinitamente superiores a la gran cultura escrita. Saludemos, pues, alborozados todos los reality shows habidos y por haber, bendigamos el gratuito placer de ser conscientemente idiotas.
Divertirse, no divertirse: henos de nuevo ante la tan temida (últimamente) responsabilidad de los intelectuales. La mala literatura, cuando y donde la hubo, y la expansión de los mass media sentenciaron la figura del escritor comprometido. La ruina de los regímenes comunistas parece haber convertido en figura de museo de cera al escritor que crea en algún tipo de moral para la literatura. Pero si se llevan estos planteamientos hasta el final, la suerte se halla, efectivamente, echada: en un plazo más o menos largo, la cultura escrita, la cultura creadora, estará condenada sin remedio.
Es difícil encontrar recambios a la actual situación. Pero hay que buscarlos. Las exigencias estéticas de la obra de arte puro formalismo. El arte nació como fruto de la necesidad humana de trascendencia. No hay que recurrir a instancias ultrarreales, colmo hace brillantemente Georges Steiner, para explicar lo que es una evidencia en toda la gran literatura de Occidente: la búsqueda de la real divinización del hombre rescatado de las aflicciones de la historia, lo que Marx, otra cerúlea figura de museo, llamaba alienación. Porque la amistad es sagrada, la cólera de Aquiles ante la muerte de Patroclo puso el mundo del revés y surgió La Mada; porque hay, o debe haber, una lealtad que aguarda al navegante cuando vuelve de mares arriesgados y arteros encuentros, brotaron los cantos de La Odisea; en fin, porque el 1 pecado de los poderosos era para él el mayor de todos los
pecados, trazó Dante los círculos helados de su infierno en la Comedia. No es posible reducir a juego la gran literatura europea. El juego ha sido sólo una faceta menor, aunque en ocasiones brillante.
Hay en Roma una plaza melancólica y bella, geométrica y florida, en cuyo centro se alza una estatua. Es la de Giordano Bruno, que fue allí quemado por la Inquisición, a comienzos del siglo XVII, como una inscripción recuerda. Había rosas frescas al pie de ella el día que yo la visité, una tarde violácea de la primavera romana. Otras estatuas y otros monumentos de este signo se alzan en otras ciudades de Europa. Son el reverso de los Martin Heidegger, la estela dura y hermosa de una lucha larga, paciente y difícil por la dignidad de los hombres. Los mártires están escritos en el ayer en nuestra civilizada Europa occidental, y está bien que así sea porque eso significa que el pensamiento libre ha impuesto sus poderes. Pero el ayer salpica, ilumina, como Giordan -0 Bruno, o abrasa y hiede, como Martin Heidegger. Y ha sonado la hora en que todos los Heidegger de turno han de ser impugnados, desvelados, sacados a los claros aires de la discusión y el juicio. Todos: los nazis y los estalinistas. El nazismo no puede ser una coartada moral que diluya las atrocidades del otro campo. Del estalinismo hay que hablar tanto como del nazismo, sin que eso signifique convertirse en agente de una renovada CIA ni en abanderado de las derechas que aclaman a Wojtyla.
La literatura nacida en la órbita de Stalin presenta abundante terreno por desbrozar. Valga un solo ejemplo en castellano: "Tú construías / el sol que iba naciendo, / tu bandera, / el paso de tu pueblo / en las estepas, / las herramientas puras / de la liberación...". Estos versos los escribió Pablo Neruda, pertenecen al poema La miel de Hungría, a quien se dedican (el escritor había visitado el país por primera vez en 1949), y están en el libro Las uvas y el viento. El autor comenzó a escribir el poemario en 1952 y lo publicó en 1954. Dos años después estallaba la revolución húngara y Budapest era ocupada a sangre y fuego por las tropas soviéticas, sin que el cantor de Stalingrado derramara lírica lágrima alguna. ¿Cómo hablar inocentemente de Neruda y de este libro, no del poeta del furioso amor adolescente, no del gran ensimismado de Residencia en la tierra, entre otras expresiones perdurables, por más que años después su autor recusara el estalinismo? A esta recusación nunca siguió su denuncia de la burocratización del régimen, él, que había execrado en Residencia en la tierra "el olor de ministerios y tumbas y oficinas", ni del secuestro del proyecto revolucionario a cargo de una oligarquía que, entre otros privilegios, concedía también los premios Lenin y Stalin. Hungría, eso sí, mereció otro libro, Comiendo en Hungría, de 1969, escrito en colaboración con Miguel Ángel Asturias, de exaltación de la buena mesa del país.
Hay que poner a cada cual en el sitio que le corresponde y no tragarnos de ese ayer textos y figuras cubiertos de cieno aunque algunos los presenten a veces coronados de aureolas. "Iguala con la vida el pensamiento", escribió uno de los mayores poetas castellanos del siglo XVII. Esa coherencia forma parte de un necesario código de valores que no se puede eliminar en nombre de la estética, porque la consecuencia inmediata es la reducción de la obra de arte a una función meramente ornamental. En modo alguno se trata de subir al caballo totalitario del moralismo dogmático, capaz de desempeñar a cualquier jinete. Pero sí de situar al arte en la lucha por el dominio de los cinco sentidos en que, según Marx (y lo cito sin pedir perdón), la historia universal consiste. Las antitrascendencias de la posmodernidad esconden -quizá ni esoun discurso ultrajantemente reaccionario. Las estatuas agrietadas del ayer y los maniquíes dulzones del presente ofrecen amplia materia a una crítica que descrea de lo light, lo débil y lo superfluo. Comprometida, ¿por qué no?
Miguel García-Posada es crítico literario.
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