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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Prueba de fuerza

UNA EXPLICACIÓN cínica pero correcta de la disolución del Parlamento de Moscú anunciada anteanoche por el presidente Yeltsin sería que, al fin y al cabo, el líder ruso ha utilizado métodos no democráticos para disolver una Cámara que tampoco lo es y cuyo funcionamiento y competencias se rigen por una Constitución anterior a la caída del régimen comunista. Yeltsin ha propinado al Sóviet Supremo la misma medicina que éste lleva meses pretendiendo administrarle. ¿Ha hecho mal tratando a los golpistas con un goIpismo más o menos disfrazado?La historia reciente de Rusia está llena de estos confusos enfrentamientos personales, de disoluciones y destituciones, de tomas de poder y recuperaciones del perdido, de referendos. y otros vaivenes con los que no se consigue establecer de una vez por todas un clima democrático serio que acompañe a la reforma económica. Y en esta suma de altibajos se olvida con frecuencia que Borís Yeltsin -por muy rudo, instintivo y autoritario que sea- representa la opción más democrática posible y el futuro. Rusia sigue siendo una superpotencia nuclear, y su paz y estabilidad son vitales para la paz mundial. De ahí la prudencia de las primeras reacciones, que, en todo caso, siempre fueron de apoyo a Yeltsin. En ningún momento perdió éste, con su ataque a la antigua legalidad, el respaldo de Occidente, con Estados Unidos a la cabeza.

En el pasado mes de abril, el presidente ruso obtuvo dos triunfos importantes: de un lado, ganó el referéndum convocado por él para que los rusos endosaran su mandato y sus reformas. Por otro, se entrevistó en Vancouver con el presidente Clinton y obtuvo un apoyo moral impagable: la garantía de que Occidente cree que el único camino de la reforma pasa precisamente por Borís Yeltsin. La reacción de apoyo del mundo occidental nada más estallar la crisis de anteanoche es buena prueba de que necesita confiar en Yeltsin. Es cierto, sin embargo, que los sentimientos occidentales sufrirían bastante menos si sus acciones llevaran indefectiblemente el sello democrático.

Desde que en agosto de 1991 consiguió imponerse al golpe de Estado que pretendían dar los militares y políticos nostálgicos, el presidente está empeñado en una batalla contra el Parlamento para acelerar el ritmo de las reformas económicas capitalistas y para conseguir enmendar la Constitución brezneviana de 1977.

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Este punto constitucional es sin duda el problema más significativo de los planteados y fue el desencadenante de la crisis del pasado martes. El texto de 1977 no autoriza al presidente a disolver el Parlamento y aún menos a lanzar una reforma constitucional; por el contrario, el legislativo tiene derecho de veto sobre los decretos del presidente. Pero Yeltsin, seguro del apoyo recibido del pueblo ruso en el pasado mes de abril, quiere que se promulgue una Constitución nueva para acabar de una vez con la antigua estructura comunista.

Y así, en julio, una conferencia constitucional redactó un proyecto de ley fundamental en el que se prevé el establecimiento de una asamblea federal bicameral elegida democráticamente. (No es baladí el argumento utilizado por Yeltsin de que él es el único que ha sido elegido por sufragio popular, mientras que a los actuales diputados no los ha elegido nadie democráticamente).

Ateniéndose al nuevo proyecto constitucional, Yeltsin disolvió el martes el Sóviet Supremo y convocó elecciones legislativas para los días 11 y 12 de diciembre. Y ateniéndose al texto de 1977, el Sóviet Supremo anuló el decreto presidencial, destituyó a Yeltsin y en su lugar colocó a su archienemigo el vicepresidente Alexandr Rutskói. Punto muerto.

Sólo quedaba un árbitro al que acudir: el Ejército. Sólo que el presidente Yeltsin ya lo había hecho la semana pasada, asegurándose de antemano de lo que eufemísticamente se llama "su neutralidad", es decir, su apoyo. El Ejército no se va a mover para ayudar a Rutskói.

Como la justificación de la acción de Yeltsin (no la disolución de la Cámara, sino el rechazo por él de la anulación de su decreto y de su destitución) se encuentra en un texto constitucional democrático que es sólo de próxima promulgación, la situación debe ser descrita, probablemente, como golpe de Estado. ¿Lo es verdaderamente, cuando lo que busca es conseguir a final de año la elección de un Parlamento democrático? La trayectoria del Parlamento en los últimos meses no ha sido una exhibición de respeto democrático, por grandes que hayan sido en el otro platillo de la balanza las tentaciones populistas de Yeltsin. Frente a dos textos constitucionales es lógico que Occidente tienda a apoyar el que rompe definitivamente con él pasado totalitario.

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