Excursión
Al llegar a Madrid un incierto día me perdí por una salida de la M-40 y fui a dar a un descampado. de chabolas. En medio del erial entre alambradas había unas 50 tazas de retrete dentro de un corral hecho con cascotes de uralita y sentado en una de ellas, bajo un sol fulminante, estaba un sujeto hablando por un teléfono inalámbrico. Las tazas eran nuevas, a estrenar, y aquel hombre con patillas de hacha, llevaba en la camiseta el anagrama de la Universidad de Wisconsin. Había a su alrededor unos niños desnudos y varios canes. Por los gritos que daba parecía hablar con alguien que estaba por lo menos en Colombia. Detrás del cerro pelado, donde había sólo un árbol, se veía el paredón de la ciudad cuyo enjambre hervía envuelto en gas. Por la senda que dividía el cerro venían hacia las chabolas de uno en uno algunos jóvenes pálidos y a la sombra del único árbol había otros en cuclillas mirándose el brazo. En el punto de la carretera donde me había perdido paró entonces el autobús de un colegio y de él se apearon unas niñas vestidas con un uniforme exquisito: llevaban también un sombrerito de paja blanca con una cinta azul. Pertenecían a un colegio muy exclusivo que tiene en la orla algunas princesas y muchos retoños de las altas finanzas. Estaban realizando una excursión pedagógica. Habían llegado a este poblado de chabolas para ver de cerca cómo vivían algunas familias gitanas y, al mando de una monitora, el grupo de niñas doradas se adentró en aquel laberinto de bidones en compañía de algunos perros sarnosos y mientras éstos ladraban unos patriarcas ofrecían caramelos a las colegialas y a cierta distancia una barra de jovenzuelos colgados contemplaba la ceremonia. De pronto todas las niñas rodearon la alambrada. En medio estaba aquel hombre sentado en una de las 50 tazas de retrete, bajo el sol, hablando por un teléfono inalámbrico. Y una de aquellas gacelas, de belleza casi anfibia, decía: mira, mira, este señor ha estudiado en la Universidad de Wisconsin.
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