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Los sueños, el amor, el tiempo

Es difícil soñar horas y horas en ese tiempo cerrado de la noche oscura del alma, en un éxtasis dichoso. Tampoco es fácil soñar en un tiempo abierto y sujeto a sus vaivenes. aciagos. Los sueños pueden hacernos felices o desdichados, y dormirnos para soñar una vida rica, intensa, variada, pues la de todos los días es monótona, aburrida, mísera de aconteceres. Soñando se satisfacen los deseos ocultos de la líbido, explicó Freud en Interpretación de los sueños, que son realizaciones nocturnas de los apetitos matinales y vespertinos. Asimismo, son sueños las aspiraciones íntimas, los ideales del yo que arranca de los recuerdos infantiles y todavía reviven durante las noches con visiones prometedoras.Soñamos a plena luz del día con la mente lúcida, como el filósofo Ernst Bloch, que fraguaba utopías realistas de felicidad universal, o se sueña dibujando espacios geométricos dichosos, como Aldous Huxley, y sufre más tarde, al contemplar el fracaso de sus sueños. También soñamos el amor convencidos de encontrarlo a la vuelta de la esquina, deslumbrados por otra mirada soñadora. Y sin descubrir a nadie que nos arrebate, podemos vivirlo en la noche inconsciente y luminosa de los sueños, o entregarnos a las múltiples aventuras amorosas, tan huidizas, que se desvanecen en el mismo transcurrir.

Los sueños son la realidad material del tiempo, manifiestan su carrera precipitada, el anhelo finito, ímpetu que se marchita. Sin embargo, los sueños renacen de sus frustraciones y nos animan a vivir, son el tiempo que hacemos nuestro pretendiendo que no pase. Hay muchas formas de soñar, pero todas conducen a un solo sueño: la recreación de sí mismo por obra del yo activo, "puesto que ya hemos sido creados como criaturas" (García Bacca), lo que obliga a recorrer un largo camino para llegar a la sabia construcción de lo que hemos de llegar a ser.

En los primeros años dubitativos de nuestra vida, soñar es como especular en el vacío, navegar por las corrientes holgadas de los ensueños, amar criaturas irreales, vivir un tiempo íntimamente cristalizado. Más tarde, el sueño es pensamiento que se piensa a sí mismo, no un tiempo arrobado, sin instantes objetivos ni vivencias reales; es decir, como el amor sentimental puramente su subjetivo, espiritualizado. El sueño sólo llega a ser sueño cuando queremos ser como Dios, creadores del todo, porque al conocer la realidad puedo hacer de mí lo que quiero ser: poeta, matemático, ingeniero, músico, carpintero, físico, político. El sueño es saber riguroso que no necesita soñar, ya que se vive acumulando experiencias. Pero cuando no se logra lo que buscamos entre la multiplicidad de esferas de la realidad, es necesario volver al sueño, al pensamiento originario para unir todo lo que hemos descubierto. El sueño nos hace dioses terrestres porque "El hombre es el trasfinitador de la tierra, capaz, en principio, de transformar todo en todo" (García Bacca). El sueño es también la locura quijotesca, que impulsa a salir por los caminos del mundo para convertir en empresas los sueños más inverosímiles del alma.

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La cama, tumba del sueño, obra dramática de José Bergamín, simboliza el reposo del cuerpo que yace inmóvil sin padecer, como un muerto viviente. Inspirada en el poema La chambre double, de Baudelaire, su argumento es sencillo y escueto: dos jóvenes de 20 años se encuentran en una habitación cerrada en la que hay una gran cama. No se conocen ni saben cómo han llegado hasta allí, y comienzan el diálogo. "¿Qué eres tú?". "¿Y tú?". "¿Qué haces aquí?". "No sé, aquí estoy". "Lo mismo que yo". "Entonces, ¿cómo estamos aquí?". "Tal vez soñando". "¿Cual de los dos sueña?". "Los dos, quizá, al mismo tiempo y juntos". Son criaturas que se sueñan a sí mismas, porque no saben todavía lo que quieren ser de verdad. Al soñarse están creando un amor que los encierra tan en ellos mismos que no pueden conocerse ni saber uno del otro. Para que se vele la esencia dramática de nuestro ser es necesario que el yo se desdoble sin hipocresías. Esa identidad cartesiana y quijotesca "Yo sé quien soy" es tan sólo una apariencia de la unidad humana porque, en realidad, somos yo y el otro, una dualidad en la identidad. Los filósofos Deleuze y Guattari, en una obra reciente, explican que el yo es una corriente fluida de vivencias, que nos hace siempre diferentes del que somos. Pero cuando "estamos encerrados no podemos hacer otra cosa que esperar". "¿Esperar qué?". "Que pase el tiempo". Este es uno de los conceptos básicos de la obra de Bergamín, porque vivimos en el tiempo y amamos sintiéndolo pasar. Sin embargo, deseamos que el amor sea definitivo, eterno, absoluto. Así, cada vez que amamos creemos escabullirnos del tiempo para adentrarnos en una eternidad imaginativa. Los amantes se resisten a aceptar lo temporal, pues viven dormidos en la cama del sueño, el primer éxtasis del tiempo. Para estos amantes el tiempo parece que no pasa, "aunque pasa todo" (Bergamín), porque olvidan su presencia fugitiva.

El tiempo transcurre inmediatamente, diluyéndose en su misma aparición. Aunque está presente en todo momento, sólo se nos hace visible al ausentarse. Ahora bien, los filósofos idealistas modernos intentan demostrar su pureza originaria, su idealidad extramundana, negando la certidumbre de su presencia objetiva: "Naturalmente, lo que es el tiempo lo sabemos todos, pero, desde el momento en que queremos adquirir conciencia de él, nos perdemos en dificultades, contradicciones y laberintos" (Edmund Husserl). El tiempo así se pulveriza en un tejido de instantes, hay que buscarlo, pues, dentro del yo. Igualmente, para el Sartre de la primera época existencialista, el tiempo no es y la temporalidad debe tener la estructura de la yoidad.

Sin duda, hay distintos tiempos: el recogido del invierno, el del verano exaltado, el apagado y melancólico del otoño, el floreciente y gozoso de la primavera. Y también, el tiempo del amor, pues al despertar de su sueño los amantes se ven por primera vez las caras, se reconocen. Entonces comienzan a prestar atención uno al otro, y a la inmovilidad de la fusión oscura sucede la activa separación cuidadosa, se ven como son, diferentes, aunque sigan unidos. Es la experiencia del amor como tiempo que transcurre. Un pequeño río los separa, "pero no nos atrevemos ni a cruzarlo ni a seguir su curso perecedero" (José Bergamín, Cristal del tiempo). No lo osamos porque nos descubrimos distintos. Y aunque tu sombra con la mía se junta y en una sola va alargándose, también esta imagen nos confunde, porque pensábamos haber creado una imperecedera fusión amorosa. Así, aquel instante que semejaba eterno era un sueño vano, y la cama, donde los cuerpos se abrazan para desaparecer uno en el otro, es la tumba del amor. La pasión carnal brezaba sus cuerpos, ensoñándoles, y los amantes disfrutaban esa engañosa morosidad del tiempo: "No hay minutos, no hay segundos, el tiempo ha desaparecido, y es la eternidad que aquí impera una eternidad de delicias", dice el personaje enmascarado de La cama, tumba del sueño. Amar sin tiempo es el sueño de todos los hombres y mujeres de esta tierra. También amándose retirados cada uno en su morada interior podemos esperar tranquilamente, sin afanes, verlo pasar, prisioneros dichosos del amor. Sin embargo, este sueño no se realiza nunca totalmente, ya que en todo amor presente se reencarna el pasado y asoma el futuro lleno de ilusiones esperanzadoras, porque no podemos olvidar las experiencias amargas del pasado sentimental, y tampoco renunciar a la dicha que promete toda nueva aventura amorosa, esperando de ella las promesas incumplidas de una armonía completa. Por ello el tiempo, con su pasado, presente y futuro, nos convierte en fantasmas encarnados que buscan rescatar el amor perdido o no logrado. Sin embargo, esta insatisfacción que crea el tiempo amoroso nos impulsa a seguir viviendo con entusiasmo radiante y una alegría que no se apaga nunca.

es ensayista y autor de El tiempo y la dialéctica.

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