El armario
"Tiran un armario con un niño dentro". (De los periódicos).
La historia ejemplar que resume esta noticia sólo puede desentrañarse si uno evita el cruel deslumbramiento que produce la muerte de un niño de tres años, que gustaba de jugar con fuego y que intentó refugiarse de las llamas introduciéndose en un viejo armario de la habitación encendida. Si uno evita, también, la evocación muy amarga de su bracito con escayola y del trabajoso ardid fracasado que seguramente le supuso intentar huir de la muerte. Todo eso resulta ser un foco demasiado potente, una luz arrasadora de lo esencial. Y es la luz que parece guiar el paso de las primeras investigaciones, tendentes a averiguar si el pequeño murió del impacto contra el suelo o ya estaba muerto, quemado o asfixiado; si el armario era su refugio o ya su féretro cuando viajó al vacío.
No. La cuestión ejemplar del caso no es el niño. Es el armario. Obviamente, los bomberos desconocían que el pequeño estuviera allí dentro. Un accidente, una fatalidad. Pero el armario... Era una presencia ostensible, inequívoca. Y voló por la ventana. La ventana de una precaria casa de una precaria familia en un precario barrio de Pamplona. En Windsor o en Liria un armario no abdica jamás de su naturaleza. ¿Ha visto alguien volar alguno por la ventana de palacio, incluso en los últimamente muy frecuentes casos de real e incendiaria desavenencia conyugal? ¡Agua va!, gritaban antes las ventanas de las casas de los pobres. Aquí, un armario es un excremento. César González-Ruano, un antisentimental que escribía artículos muy sentimentales, autor de uno célebre que llamó Señora, ¿ha perdido usted un niño?, debería intervenir en esto: "Señora, ¿ha perdido usted un armario?".
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