El factor López
Este hombre menudo y de cráneo perfecto, humilde de apariencia, risueño pero al tiempo firme, empeñado en ser él mismo desde que era un niño, ha introducido un nuevo factor en la vida española. Llamémoslo el factor López, pues él es Antonio López, un pintor de Tomelloso.Le descubrieron en Bruselas, cuando Europalia, pero antes le vislumbraron. en el Museo de Albacete. Como es así, condescendiente en apariencia, lejano y elusivo, se le había tomado siempre como un realista humilde al que las fronteras se le tornarían mares. Pero su consideración fue subiendo sin que su tono moral, pausado, sentimental y profundo variara un ápice. Siguió vistiendo con la elegancia interior de los castellanos, con esas ropas libres de tonos claros que han terminado entonando con su propia piel, se siguió preocupando de los de su alrededor y respondió él mismo al teléfono el millón y pico de llamadas con las que la fama despista la intimidad de los hombres.
El último día de su multitudinaria exposición madrileña, en el Reina Sofía, dos campesinos de Toledo -o de Soria: dos personas que habían hecho la cola interminable para no ser menos que otros de su pueblo que también la habían visto- se explicaban entre ellos los cuadros de Antonio López. Pacientes y sensatos, se quitaban la voz la una al otro hasta completar entre los dos el panorama peculiar de la obra; por fin, uno de ellos pareció Azorín al zanjar así la reflexión:
-Pues eso que te parece que es copiado de la vida es la vida por dentro, no es otra cosa.
La vida por dentro. Otros españoles más resabiados ha habido que han echado sobre la superficie realista de la obra de Antonio López algunos denuestos a los que el pintor ha respondido con su ya legendario silencio franciscano. Dijeron que sus cuadros servían para cubrir de obviedad las paredes de los ricos, como si hubiera servido para cosas distintas el arte de otros muchos entre los últimos contemporáneos.
Lo que querían decir, parece es que ésta es un obra que se comprende enseguida, que no está convenientemente oscurecida, como quería Eugenio d'Ors que estuviera la creación artística. Si han querido decir eso, es probable que no estuvieran diciendo nada de toda la verdad, pues justamente en las zonas oscuras de los cuadros de López -allí donde el artista ha tachado o ha sugerido algunas de las honduras más inasibles del mundo que ha visto- es donde vibra más la vida y donde se conmueve más el ojo.
Así que como no es oscuro hay que desdeñarlo. Esta simplificación, esta ligereza, responde a una vieja torpeza nacional, que en el caso de Antonio López trata con reticencia aquello que resulta sospechoso -porque tiene un éxito excesivo. E inesperado. Si le gusta a todo' el mundo, si la gente lo aprecia hasta el extremo de que genera colas innumerables del público más heterogéneo, es que algo malo debe tener.
El éxito es una de las partes interiores del fracaso, y se ha usado tanto en España -y fuera de ella- esta palabra de equis que ya casi no sirve para nada: si acaso, sirve para sospechar de sus atributos, para interrogamos sobre su origen. Hay triunfadores -pintores, escritores, arquitectos, profesionales diversos- que basan la consideración pública de lo que hacen en espectáculos personales, en la fabricación de un carácter y en su capacidad para ser extemporáneos. Antonio López, como otros colegas suyos de la generación pictórica del 50 -Cristino de. Vera, Enrique Gran, el que canta con él en El sol del membrillo, Grandío, tantos otros-, no tuvo detrás de su obra otra cosa que el magisterio propio-, la enseñanza adquirida, aderezada con la soledad más absoluta, en tiempos en los que, además, sólo existía ante él lo que él mismo hacía y el silencio.
Fue, pues, una obra hecha, si acaso, para su pared y para su libertad, porque el porvenir inmediato y público de su trabajo no eran ni el éxito ni el fracaso: era esa manía que tiene la gente de expresarse de acuerdo con su real gana. Que haya tenido esta conexión con el público es una virtud del público y de Antonio López. La conjunción entre ambos placeres es lo que da de sí lo que llamamos el factor López, en virtud del cual mucha gente se quita de los ojos las vendas que les pusieron y se dispone a mirar con libertad aquello que está cerca de lo que íntimamente más se ama, sin otra interferencia que la inteligencia propia. Que esta marabunta de complacencia no haya afectado al propio pintor hasta el extremo de haberle despojado de su sencillez genuina es también consecuencia de ese mismo factor: se trata de un artista de veras, que nació así para ser tal cual es, y resulta tan ajeno a lo que genera en público porque, en efecto, sigue pintando para sus paredes y para su libertad. Otros hubieran creado una factoría con su genio. La apariencia actual es que incluso él lo ha hecho así, porque están los quioscos llenos de sus imágenes, como si una fábrica de hacer billetes se hubiera puesto en marcha con su firma. Pero si se indaga -que en este país se denuncia mucho, pero no se indaga nada- se sabrá que son otros los que de su nombre han hecho la mercancía, mientras que él sigue esperando que maduren las frutas que va a pintar, sentado en un banco de madera, en busca de esa misteriosa realidad con la que medio mundo ha podido ver con él la profundidad real del interior de las cosas. Los que viven en la calle y le han visto subido como un artista callejero a una caja de cervezas creen que es uno de los suyos. Los que analizan el arte -como nosotros, los periodistas- crean códigos en virtud de los cuales parece que se reservan -la única interpretación posible de lo que pasa y de lo que se ve. Algunos artistas tienen, para sí, y en su defensa, códigos similares. Nosotros, los periodistas, hemos convertido la verdad y la libertad de expresión, por ejemplo, en armas arrojadizas de cuyo control solemos parecer garantes, origen y final de sus conceptos. La desconfianza con que se empieza a ver esa apropiación indebida de lo ajeno -o de lo público- es similar a la que hay extendida acerca de la sabiduría omnímoda de los que califican o descalifican la obra de arte en virtud de códigos estrictos, creados para beneficio de unos y en contra de los otros.
Antonio López ha contribuido a resucitar la confianza de la gente en su propia mirada, a confundir el espectáculo tremendo de los que creen que la apreciación general va contra la calidad intrínseca de las cosas, y de esa batalla ha salido beneficiado el arte.
En noches de verano, Antonio López sale a la puerta de su casa a tomar el fresco en medio de las primeras hojarascas de la estación siguiente. No parece que la fama de plomo que hay ahora flotando sobre él vaya a envanecerle nunca las costumbres sencillas de las que su personalidad se ha enriquecido. Y ése también es un factor nuevo en la vida, tantas veces insolente, de algunos de los que alcanzan la notoriedad.
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