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El circo catódico

Enrique Gil Calvo

Cuando veo a Lulú, fascinada a sus 10 años por las mamachichas de Tele 5, a las que querría imitar, o por las niñas desaparecidas que husmea como un jabalí el olfato mercenario de Lobatón, me acuerdo del niño que fui en la España provinciana del nacional catolicismo franquista, cuando sólo me fascinaba el poder ir al circo con mi padre a sufrir con los payasos, admirarme de las fieras y dejarme seducir por las trapecistas semidesnudas que posaban de puntillas. Y recuerdo sobre todo la impresión física que me causó una domadora cuando, al dirigirse personalmente a mí con la generosa exhibición de su mejor sonrisa camal, me indujo a dar de comer a su impresionante jirafa de seis metros, teniendo que tocar para ello con mis propias manos su lengua inmensa, mojada y rugosa. Por eso, cuando veo los actuales efectos de la televisión, no me sorprendo demasiado (ni me dejo caer mucho menos en el celo censor de tantos intelectuales, escandalizados como curas por la obscena exhibición audiovisual de mundo, demonio y carne), pues advierto enseguida que no se trata más que del viejo circo decimonónico, hecho de fieras, de payasos y de coristas, que se traduce catódicamente cada noche a cada cuarto de estar.Es cierto que el lenguaje audiovisual de la televisión tiene también su origen en otras fuentes, además de la pista circense, entre las que cabe citar el novelesco folletín por entregas, el espectáculo escénico teatral (sobre todo el vodevil y la revista de variedades) y el propio cine (cuyo específico lenguaje le debe tanto, a su vez, al circo y al show decimonónicos, sobre todo por cuanto hace a su sintaxis de concatenación de planos y secuencias, que sucesivamente se encadenan entre sí suturados por cortinillas o maestros de ceremonias que actúan como solución de continuidad). Pero la ética de la televisión tiene algunas especificidades que la distancian del cine y la narrativa, aproximándola más al circo que a la escena. Así, mientras la esencia del lenguaje cinematográfico (descontado el découpage) es la elipsis, que acentúa el valor estético y la importancia de lo que se muestra más por omisión que por acción, la esencia del lenguaje audiovisual no es la elipsis, sino el escándalo o la obscenidad: el que no quede nada sin enseñar, acentuando la importancia de revelar hasta lo que menos se puede o se debe mostrar. En esto es la televisión heredera, como el circo mismo, de los cómicos de la Baja Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, cuya cultura popular de naturaleza transgresora, rabelaisiana o carnavelesca ha sido perfectamente analizada por Mijafl Bajún como lo,más opuesto a la cultura cortesana, nobiliaria, elitista o humanística.

Y este afán por mostrarlo todo, hasta lo que menos pueda ser visto, conduce al lenguaje audiovisual desde el escándalo hasta el más difícil todavía, que constituye la quinta esencia o el tour deforce del lenguaje específicamente circense. Hay que sorprender sistemáticamente al público soberano de espectadores, llegando a ofrecerles aquello que nadie hasta entonces se había atrevido antes. Lo cual lo aproxima, evidentemente, a los demás lenguajes que cultivan la técnica del suspense, como son la novela policiaca o los folletines por entregas. Pero como es obvio, por mucha imaginación que pongan los novelistas, la realidad siempre supera a la ficción en su capacidad de sorpresa. Por eso la televisión es hiperrealista, pues donde haya un buen reality show que se quiten los culebrones, las comedias de situación y demás ficciones de naturaleza novelesca o narrativa: al igual que el buen trapecista debe actuar sin red y el buen domador sin jaula para que su peligro, de muerte sea real, también de igual manera, en televisión, sólo mostrando la verdadera realidad se puede superar con su auténtico suspense el más difícil todavía. Y por eso son los informativos (mal que le pese a Juan Cueto) el alma misma de la televisión: y cuanto más melodramáticamente . truculentos, mejor.

Todo esto es lo que parece haber intuido aproximadamente Lazarov (a pesar de su daltonismo estético, que hace a sus productos infumables) al vestir sus programaciones como carnavelescos circos audiovisuales, deliberadamente diseñados para encandilar la credulidad de las audiencias más pueriles y sólo poblados por magos, monstruos, payasos y señoritas desvestidas con mallas, lentejuelas y baratijas multicolores. Y también es en este mismo sentido por donde parecen caminar las más recientes innovaciones que, en la línea del más difícil todavía, apuestan por los espectáculos defieras humanas, cuya estrella son los machos violadores y los asesinos en cadena. Pero aquí nos alejamos del circo decimonónico y nos acercamos al auténtico circo romano: ese espectáculo escénico de masas, celebrado en un anfiteatro, donde los mercenarios gladiadores se juegan la vida sólo por la pasta mientras las fieras carniceras descuartizan con avidez a las jóvenes cristianas vírgenes y mártires, como manda (y demanda) el respetable.El mercado capitalista es li-, bre, y su único soberano es el consumidor insaciable que demanda camaza. Pero ¿es legítimo que también la televisión pública compita por la camaza más demandada? Yo suelo sostener . que los Lobatones (los domadores catódicos de fieras humanas) sólo son legítimos como gladiadores mercenarios vendidos a las privadas, pero nunca en las públicas, que debieran ofrecer no circo sino servicio público. Pero puede que el concepto mismo de televisión pública sea una contradicción en sus mismos términos, pues la televisión, una de dos, o es circo o se desnaturaliza; y el circo implica de facto la privatización de la oferta (al tener que buscar necesariamente el sorprender a la demanda privada con el más difícil todavía), aunque sea bajo titularidad pública. Pese a la BBC, el circo no es un servicio público. Ahora bien, al mismo tiempo, todo circo (incluido el audiovisual), por privado y mercenario que sea, tiene efectos políticos, afectando por tanto al interés público. ¿Qué clase de paradoja es ésta?

Todo esto lo sabían perfec-, tamente los romanos, cuyos espectáculos circenses no estaban organizados ni financiados por el Estado, sino por empresarios o mecenas privados, siendo el emperador (quien los pagaba de su propio bolsillo y no con cargo al Tesoro público) el primero de entre ellos. Pero, al mismo tiempo (como ha demostrado Paul Veyne en Le paín et le cirque, la mejor fuente a quien sigo en esto), eran perfectamente conscientes de que el circo era una institución política (de interés público, por tanto, por mucho que su oferta y su demanda estuviesen privatizadas). Y ello no tanto por el maquiavelismo socialdemócrata del panem et circenses como, según Veyne, porque sólo mediante el circo se lograba expresar la naturaleza del poder. En efecto, en el circo el soberano se entregaba en manos de la plebe, pues, simbólicamente, se invertía la relación de poder (como sucede también en los carnavales): por un momento (tan sólo durante la celebración del espectáculo), los espectadores eran los soberanos y el emperador quien tenía que halagarlos humillándose a sus pies, poniéndose a su servicio y entregándose efimera iniente a su poder. Y esásí como, para Veyne, el circo reproduce la autoridad moral del poder.

Pues bien, algo análogo hemos visto durante la reciente campaña electoral: el poder se midió con la oposición en un combate singular que los enfrentaba de tú a tú como a gladíadores en el circo audiovisual. Y al hacerlo aceptó someterse al veredicto de los espectadores, que actuaron de juez soberano de la contienda. Y, en efecto, a la luz de las más solventes encuestas, la actitud de los electores indecisos, en un comienzo algo más inclinados hacia Aznar, comenzó a invertirse en un sentido favorable a González justo entre los dos debates: es decir, tras haber contemplado en el circo audiovisual la más pública humillación del poder. ¿Y qué mejor contrastación que ésta de la hipótesis de Veyne?

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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