Se masca la tragedia Capítulo 2
"Poco dura la alegría en la casa del pobre", escribían, no sin razón, los folletinistas del siglo pasado: muchos de ellos socialistas, aunque de los llamados utópicos (Ayguals de Izco, Sixto Cámara). Y, como en los cuentos -otros folletines con estilo diferente-, sin duda había faltado la invitación a un hada (mala, brujil) para estos fastos de España. Sin duda, la derecha, llamada así por algunos cronistas que se disputan el honor de haberle encontrado el nombre, como ahora, un año más tarde, se regaña por el dudoso honor de haber inventado la izquierdona (no tiene sentido filológico: la izquierda será ahora escuálida, envidiosa, famélica o buscará insensatamente lo que los intelectuales socialdemócratas franceses llaman nacionalbolchevismo, en esta era de Balladur, pero no tiene ese aire de reinona, de señora de mesa camilla, de ama y señora que puede tener la gran derecha); para mí que fue Umbral, que aquí es el único que inventa palabras. Los simplemente pesimistas encontraban entonces que aquí había un despilfarro, y que la Expo del apóstrofo y los Juegos de los campos catalanes se llevaban el dinero de los pobres: el que se discutía a la Seguridad Social, a los parados y los ancianos. El que se nos sacaba en los impuestos. No faltaba razón: pero estábamos invirtiendo en Europa, que es otra cosa.Sin embargo, en pleno julio tniunfante se había producido el susto: estábamos en la ruina. "La primavera ha venido, / nadie sabe cómo ha sido", cantó, escueto y maravillado, Machado; la ruina llegó sin saber cómo ni de dónde, decía Solchaga. Para él era más bien una cuestión de error: se habían equivocado en las cuentas, y nada cuadraba. Y la derechona lanzaba ya su desafío. Uno de sus polluelos, Cuevas, presidente de la patronal, había comenzado su ofensiva.
Curioso personaje. Es tan duro y tan lineal en sus apreciaciones que cuando empezó daba un poco de risa, y cuando llegó el año siguiente comenzó a dar algo de miedo: más que los nacio nalbolcheviques. Ahora está disuelto en la derrota de la derecha; debería de saparecer, pero no lo hace. Las aprecia ciones de Cuevas son las de que la su presión de las huelgas, el despido libre y la contención de salarios, si no su reducción, son las únicas soluciones para la economía española: Nicolás Redondo y Antonio Gutiérrez aparecen, dibujados por él, como Stalin y Trotski. Son más modestos, y son otros sujetos que han perdido las elecciones. El mal arte de Cuevas es que trató de propagar esas ideas contra un Gobierno que no es ajeno a ellas y dentro de un idealismo europeo que las ha inventado, y con una dureza desusada, in crescendo durante todo el agobiante verano, pero incendiada en el verano preelectoral. No hay que negar aqui, por la veracidad de los hechos, que los infelices Redondo y Gutiérrez, y sus seguidores, apenas sabían dónde ponerse en este panorama nacional. Y qué hacer, por ejemplo, con Maastricht; una postura ecléctica, que ya tenía dividida a la izquierda nacional, a la llamada Izquierda Unida: nada de izquierdona, nada de matrona ni de buena señora. Nada, tampoco, de unida. Su hombre visible, Anguita, iba ya oprimiendo su corazón para el infarto que le esperaba en la campaña electoral. No sabía bien lo que quería: como no lo supo cuando González hizo votar (a los que se dejaron) en favor de la OTAN. Quería a Europa, pero a otra: no así sus segundones.
El soñador González ha dicho siempre, al menos en su círculo familiar, que es poco comprendido, y que el pueblo no es capaz de sentir con la fuerza que él el esfuerzo supremo de ascender España a Europa; aunque sea llamando Europa a esta pequeñez replegada desde el centro hasta el sur de este cabo del enorme continente. Pero en medio de este sueño estaba la gran pesadilla: le damos el nombre de Maastricht por abreviar, y porque fue en esa antigua encrucijada de los ejércitos imperiales españoles de Flandes donde todo se fue el cuerno; y en él, está todavía.
La razón fundamental de Felipe González, de su hombre en Europa, Carlos Westendorp, y no sé si del desfalleciente ya, y heroico, inteligente y buen ministro Fernández Ordóñez era la de que todos los esfuerzos por llegar a esta pequeña y rica (a nuestros ojos) Europa serían compensados por su beneficio. En realidad, todo parecía decidido en enero de 1992, todo estaba aplazado para el verano de nuestra felicidad, y todo comenzó a naufragar en él. Quizá eran González y sus compañeros demasiado jóvenes y podían creer que Europa podría crearse por sí misma sin la aprobación de Estados Unidos y sin su conveniencia; quizá también eran -o son- demasiado sofiadores para pensar que los ricos estaban en este mundo para ayudar a los pobres. Y nosotros somos, relativamente, pobres.
En esta cuestión de Estados Unidos, la demostración de la inmensidad de su fuerza y de su capacidad es tal en este folletín de entre dos veranos que sólo veo razones válidas para aceptarla, como hace nuestro Gobierno, con el menor desgaste posible. En realidad importa poco la cuestión de nombres -como el del nuevo orden- y de razones, o de buscas de lógica: es una operación posterior a la del desencadenamiento de ese inmenso poder. El único dique con el que se ha encontrado en la historia, después de barrido el de Hitler, fue el de la Unión Soviética: aniquilada a su vez, perdida su guerra, rota como ha ido estando en este tiempo, en mano de titubeantes títeres coing Gorbachov o Yeltsin, de She vardnadze o de cualquiera de los pig meos de las republiquitas, hambrienta y fragmentada, Estados Unidos pudo desencadenar su furia sin ningún temor, y en 1991 había realizado la impensable guerra tecnológica sobre Irak, y con Clinton electo, y con Clinton pre sidente, repetir los ataques a Irak. Son mensajes, dice el nuevo presidente: van dirigidos a quienes puedan sentir la tentación de desafiar el orden. Ahora dispara en Somalia, y, situado en la mismísima frontera de Corea, advierte a la del Norte que puede destruirla, borrarla del mapa como nación -y sólo es media nación-, si sigue construyendo bombas nucleares. No hará falta que las construya: basta con la sospecha, como en Irak.
Pero no me parece que sea para ellos el mensaje, sino para nosotros: para que no intentemos salimos del or den ni siquiera por buenas maneras. Es una filosofía antigua que ya se manifestó en Vietnam, y con respecto a la URSS y China, por quienes tenían una filosofía de una simpleza que sólo puede encerrar la verdad: "¿Por qué hemos de llevar la concurrencia, el enfrentamiento, a terrenos en que no tenemos la fuerza?". Ahora, cuando se trata otra vez de Corea, vieja pesadilla de una primera guerra perdida -en la filosofía de Estados Unidos, no haber podido ganar equivale a perder-, puede verse que la razón amparaba a los militares de vanguardia en Estados Unidos frente al de retaguardia, Eisenhower, militar de despacho en la II Guerra Mundial y en la Casa Blanca: tenían que haber lanzado la bomba atómica sobre China. Si entonces hubiese estado la fuerza tan declarada, tan patente y tan demostrable como ahora, hubiese sido la gran solución. Pero no lo estaba, y los primitivos or denadores de Massachusetts indicaban que tras de aquella Corea, y luego tras aquel Vietnam, había una China que creía que la bomba era "un tigre de papel", en el sentido perfectamente racional de que, por la masa y la extensión, no era posible aniquilarla; y una Unión Soviética que podía colocar sus bombas de réplica en Manhattan.
Ahora no existen. Como no existen las Naciones Unidas como enemigo, y ya sólo son un heterónimo de las Naciones Unidas: la última conquista incruenta de Estados Unidos, después de medió siglo de querellas en las que parecía unas veces sometida a la URSS Por su veto, otras al Tercer Mundo por su abundancia en la Asamblea General. Con esa poderosa conquista, con esa capacidad de que la máquina ética y de doctrina pueda ser alimentada por la misma ética y la misma doctrina que la fuerza militar absoluta, de forma que todo tenga el brillo justiciero del sol de la legalidad, y sin la posibilidad de resistencia o de oposición de nadie -después de la muerte de la URSS-, nos ha contado a todos que no tenermos por qué mantener pequeños juegos, pequeñas oposiciones, o capillitas o ensueños. Haremos lo que podamos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.