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Destinos cruzados

JEAN DANIELLa amistad entre un secretario de Sartre y un discípulo de Camus

"Ha muerto Jean Cau". Una chica que está cerca de mí pregunta: "¿Quién es Jean Cau?". Tiene todos los diplomas que corresponden a su edad. Le interesan las letras. Ha leído a Sartre. Y, sin embargo, no sabe quién es Cau. ¿Por qué no? ¿Quién sabrá dentro de unos años quién es quién? ¿Quiénes somos? Bosquejo un retrato rápido. Responde con una observación: "¿Cómo pudieron ser amigos?". Es cierto. He cometido el error de subrayar el hecho de que Jean Cau, antiguo secretario de Sartre, acabó convirtiéndose en un cascarrabias amargado, lleno de soberbia y de talento; que estaba a favor de la pena de muerte; contra la seguridad social; contra la publicidad de los preservativos; a favor de la protección de esa Francia llamada cristiana, y sobre todo, contra todo lo que, de cerca o de lejos, pudiera recordarle a la izquierda. Y no sólo la izquierda del poder, la de los palacios nacionales y las prebendas, sino también la izquierda de las ilusiones, de la utopía, de los sueños, e incluso la izquierda del ideal. En suma, en este antiguo sartriano había un rechazo apasionado de la izquierda, aunque fuera la más antitotalitaria, un antihumanismo aún más fuerte que el furor vindicativo de los antiguos comunistas. Desde este único ángulo, Jean Cau, tras haberse creído maldito, se volvió, a su pesar, representativo.¿Cómo pudimos ser amigos? ¿Cómo pudo escribirme hace nada que me quería mucho más que muchos de mis amigos? El comienzo de la historia fue soberbio. Un dúo eufórico. Un tándem embriagado. Ebrios de los talentos polimorfos que nos atribuían. Eufóricos de ejercerlos jugando. Ni el menor asomo de angustia ante la página en blanco. Ni la más mínima timidez ante tema alguno, por muy ajeno que nos fuera. Nos recuerdo, orgullosos, rivales y cómplices, en aquel semanario de los tiempos heroicos. Al margen de lo trágico y los compromisos, hacíamos todo y cualquier cosa. Cada uno reconocía la proeza del otro y se prometía superarla. Él no era aún escritor. Yo sabía que llegaría a serlo. Era de costumbres austeras y pluma ligera. Yo era libre en la vida, preso en la escritura.

Esta atención recíproca duró tres largos años. A pesar de los desacuerdos, las impaciencias, las distancias -las huidas- El día en que dejó el periodismo para escribir vino a visitarme para suplicarme que hiciera otro tanto. Que tuviera el valor de romper, de imitarle. Había leído mi primera novela, apadrinada por Camus y René Char. "Halagador y apremiante" fue su comentario. "Pero apresúrate a dejar a Camus. Te seca". Yo le pregunté si él había dejado, a su vez, a Sartre. En aquella época, él estaba convencido de que sí. Se equivocaba. Le dije que yo no abandonaría el periodismo antes de que terminara la guerra de Argelia. No había nada de virtuoso en esta obstinación. Yo estaba drogado. Acabó su novela, La pitié de Dieu (La piedad de Dios). Consiguió el Premio Goncourt. Entretanto, yo había sido herido en Bizerta. Vino a festejar su premio a mi habitación en el hospital. Rodeado de Jean-Jacques Servan-Schreiber, Françoise (Giroud), Philippe Grumbach, Serge Lafaurio y K. S. Karol. Cuando entró en la habitación, le recité el principio, maravilloso, de uno de los capítulos de su libro incierto. Él cantaba las palabras, las palabras, las palabras, como si estuviera de juerga con ellas. Estaba radiante, a pesar de su desconfianza campesina, o provinciana, o pirenaica, como él decía. Nada de nuevo rico. Me dijo: "Es en los retratos donde te quiero ver: es lo que mejor se te da". Pero era él quien debía escribir los Croquis de mémoire (Croquis de memoria), y es lo mejor que hizo. Concretamente, el generoso, el brillante retrato de Sartre, que desarmaría a todos sus nuevos enemigos.

El tándem no estaba desmembrado en la mente de los demás. Mauriac nos asociaba a veces en su Bloc-notes (Cuaderno de notas). Gilles Martinet, entonces director de France Observateur, quería apartarnos de L'Express y meternos juntos en su revista. Recibimos los dos al mismo tiempo propuestas de Pierre Brisson para el Figaro Littéraire, de François Verny, para el Nouveau Candide. Más aún, cuando yo dejé a Jean-Jacques Servan-Schreiber y a L'Express, a Beuve-Méry y a Jacques Fauvet se les metió en la cabeza formar un trío bajo sus órdenes directas: Jean Cau, Jean Lacouture y yo.

¿A cuándo se remonta el primer roce? Retroceso. Habían enviado a Cau a Argelia para que hiciera un reportaje sobre los paracaidistas. Regresó estremecido. Aquellos legionarios no eran ni monstruos ni locos. Para él tenían incluso más carisma que muchos de los inteletuales que nos rodeaban. Antes de escribir vino a confiarse conmigo.

"¿Sabes de dónde vengo?"

"De Blida, tu ciudad natal".

"¡Anda ... !".

"¿Sabes a quién he conocido?".

"A un blidense peculiar: Pierre Lagaillarde". (Para la chica que habla al principio de este artículo puntualizo que fue el instigador de la conspiración llamada de las Barricadas, de 1960).

"Lagaillarde, pero ¡si es un gilipollas! Si tienes ganas de conocer a paracaidistas interesantes, yo conozco a algunos" (¡pensaba en Denoix de Saint-Marc!).

Pero Jean Cau se empeñaba en Lagaillarde. Pensaba que el antisemitismo de ese paracaidista me impedía discernir sus talentos, su audacia-iluminada-de-virilidad-y-de-ternura, etcétera. Añadía que Lagaillarde le hacía salir de las insulsas tisanas del humanismo, que estaba harto de los conformistas del anticolonialismo. Lo que decía era ridículo, pero, además, el hecho de que el pretexto de esa ridiculez pudiera ser Lagaillarde me consternaba. Me callé. No nos hablamos durante días. En los pasillos nos evitábamos.

No éramos amigos en todos los aspectos. Las correrías nocturnas las hacíamos cada uno por nuestra cuenta, con otros. A ninguno de los dos se nos hubiera ocurrido elegir al otro como compañero de viaje. Entre nosotros, las conversaciones literarias (Montherlant, Hemingway, etcétera) eran interminables, pero las confidencias sobre nuestra intimidad eran inconcebibles. De cuando en cuando teníamos conversaciones subidas de tono. Como el día en que se empeñó en demostrarme que yo no era -en su opinión, afortunadamente- verdaderamente un hombre de izquierdas. Me atribuía el sentido de la tribu, de la casa familiar, de la continuidad, del honor. Decía que ambos estábamos siempre dispuestos a responder a un desafío real o supuesto, que en otra época habríamos estado siempre batiéndonos en duelo.

Él se consideraba más castellano

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Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

Destinos cruzados

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y a mí me consideraba más andaluz, pero me gratificaba con un certificado de hispanidad. Entonces yo le hacía ver trivialmente que todos esos valores, como ahora se dice, pueden ser también de izquierdas. Pero lo que en el fondo él quería decir era que yo no era sartriano. Cosa que yo ya sabía. Y que Camus habría sido su hombre si no hubiera sido un sermoneador, predicador, scout; en una palabra, catequista.

Un día me dijo: "Han sido los hombres de izquierdas los que me han hecho huir hacia las ideas de derechas". Sí, al principio por lo menos. Después, poco a poco, y porque había renegado con agresivo placer de su familia, porque estaba descubriendo las amargas delicias de la soledad ("el aire está allí más vivo"), quiso echar raíces en una tribu mítica y más grande, una idea muy épica y muy reconstruida de Francia. Se volvió patriotero por odio a la izquierda. Un heredero de Montherlant que, por aversión a Michelet, hubiera idolatrado a Joseph de Maistre. Yo seguía de lejos ese itinerario, salpicado de suntuosas explosiones literarias. Le soportaba cada vez menos.

No aguantaba oírle transformar, por deliciosamente que lo hiciera, sus arranques temperamentales en ética universal y sus caprichos en sabiduría popular. Él también se vanagloriaba ya de decir muy alto lo que todo el mundo pensaba por lo bajo. Como si la verdad se encontrara alguna vez en lo no dicho o en lo reprimido. De cuando en cuando, entre nosotros, lejos de oídos enemigos, cansados de nuestros compromisos en un universo demasiado cerrado, de repente sentíamos la necesidad de desahogarnos con un humor autocrítico. Quemábamos en sólo unos minutos vespertinos lo que habíamos estado adorando todo el día. Colmábamos a la izquierda, a los árabes, a los nuestros, de sarcasmos devastadores. Él apelaba entonces a ese deseo de equilibrio para dirigir contra nosotros esas contradicciones supuestas. Pero como nada es simple, nada ni nadie, y menos Jean Cau, a veces llegaba a machacarnos, gracias a la truculenta perspicacia de un diagnóstico y gracias también a esa manera, no carente de brillantez, de dar donde más duele. Pero ¿qué reprochamos en definitiva a esos hombres, que tanto abundan hoy, que pretenden haber visto claro? Se lo escribí a Jean Cau, ya que se consideraba amigo mío: acabar aceptando la injusticia, con el pretexto de que los jueces son indignos y los justicieros tienen las manos manchadas de sangre. Al final de todo, uno se sorprende respondiendo: "¡Fíjense en Pol Pot!" cada vez que hay motines en un suburbio.

Después de cada libro intercambiábamos cartas. Las suyas eran admirables por su inspiración, rabia, arrebato, aciertos. Pero estaban también llenas de advertencias. Quería a toda costa separarme de mi periódico. Su última carta, escrita en San Petersburgo, tiene fecha del 18 de febrero de 1992. "Cuando corría, desaforado, me encontraba solo, completamente desnudo, harapiento, barbudo, mascando saltamontes en el desierto. Alrededor de mí, profeta de las desilusiones venideras de la izquierda intelectual y de los puñados de cenizas que ella contemplaba en el hueco de sus manos, el desierto. Su soledad, pero también su espacio. Desde entonces lo han poblado. Vi llegar, por detrás de las dunas, tantos peregrinos que azotaban su culpa golpeándose en el pecho, suavemente, sin hacerse demasiado daño, con los libros que habían escrito y en los que defendían sus desvaríos". Son frases como ésta, aunque pretendieran justificar increíbles extravíos, las que han me han imposibilitado a renunciar del todo a su amistad. Sorpresa: al final de esa carta larguísima improvisa una posible reconversión, porque un libro de Jean-Pierre Chevénément le incita a ello. "No hace falta que te diga que su antiamericanismo gaullista, político, cultural y todo lo demás, su actitud anti-Bush y anti-ONU, trasto y pelele manipulado por Washington, me llenaron. En cuanto a su análisis de la guerra del Golfo, lo aplaudo. En resumen, que la cosa se mueve". Jean Cau quería decir: la cosa se mueve en mi sentido. Pero nunca había dado muestras hasta entonces de esta coherencia, después de todo, izquierdista. Resulta evidente que era representativo de esa transversalidad que se anuncia y avanza detrás, si se quiere, de las oriflamas de Philippe Séguin.

No obstante, conservo de Cau una imagen de extraña debilidad. El último recuerdo que tengo de él es lejano. Me llamó una noche para preguntarme si conocía a Jean-Pierre Melville, el cineasta. Había visto sus películas y me gustaban. "Melville", decía, "se ha encaprichado contigo y quiere proponerte una cosa". ¿Por qué no me pasaba por el primer piso de Max¡m's, donde se reunía con algunos amigos? Allá fui. Alrededor de Melville -ataviado con su gran sombrero, con enormes bolsas bajo los ojos, una cara ovalada, pesada, aceitunada, que terminaba en un cuello adiposo- encontré a Jacques Durtonc, perdido en ensoñaciones junto a su copa y sin prestar atención a nadie, a un Alain Delon de encanto malicioso y dominante y a mi Jean Cau todo vivaracho. Este último me presentó a los demás. Se empeñó en ser su portavoz y me pareció, por primera vez, intimidado. A Melville se le había ocurrido instituir un premio de novela policiaca. Quería que lo dirigiera un intelectual. "Y ya está", añadió Jean Cau con una seguridad fingida, de una manera que quería decir: "No sé por qué ha pensado en ti". Me sentía desconcertado. ¿Por qué yo? ¿Qué competencia tenía yo en ese ámbito? Hice notar que yo era ajeno a ese universo. Tuve que dar muestras de suficiencia. Melville se aferraba a su idea. Para complacerle, Cau insistió. Yo me mostraba reticente. Cau se puso aún más apremiante. Alain Delon le dijo entonces: "Está claro que no le interesa. No sé por qué te obstinas en insistir". "¿Te obstinas?". Eso no iba con Cau. Temblaba. Era la primera vez que lo veía en situación de inferioridad. Estaba visiblemente bajo el poder de Alain Delon. Y se sentía desgraciado por estarlo delante de los demás, delante de mí. Él amaba. La fraternidad viril no está exenta de caprichos pasionales. Eso lo escribió él.

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