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'Homo faber'

Comenzaré confesando que, entre los géneros de la fotografía, el llamado fotoperiodismo no es el que más me interesa. Pese a los ejemplos notables de Cartier-Bresson y Robert Capa, que han producido obras fundamentales del arte fotográfico, debo admitir que, tal vez por un prejuicio personal, el uso documental de la cámara me parece una limitación de ese arte a una función ilustrativa, en la que comúnmente la foto misma es accesoria al valor humano o histórico de lo que muestra. Es decir, prefiero la fotografía en la que la experimentación formal o la invención artística es tan intensa que el asunto -paisaje, naturaleza muerta, desnudo, retrato, moda- se convierte casi en un pretexto. Pero es sabido que un verdadero creador, no importa el género en que trabaje, escapa de sus marcos, los contradice y, al mismo tiempo, los amplía. Ése es el caso del brasileño Sebastiao Salgado, que es hoy, para mí, el más grande fotógrafo-periodista. Es fácil comprobarlo visitando su muestra Trabajadores en la Biblioteca Nacional de Madrid.Descubrí a Salgado de modo muy casual hace unos años: leí un texto que García Márquez había escrito para una serie de fotos sobre Cuba que no llegué a ver. Pero el texto había despertado mi curiosidad y cuando me enteré, hace un par de años, de que había una muestra de Salgado sobre África en el International Center of Photography, en Nueva York, fui a echar un vistazo. Las fotos, tomadas en Malí, Etiopía y otros lugares donde la hambruna y la guerra habían devastado poblaciones enteras, me impresionaron mucho: eran un testimonio del horror de las catástrofes provocadas por la naturaleza o la mano del hombre, pero tenían, además, un soplo de belleza lírica: eran una elegía ante miles de tumbas anónimas. Las densas texturas de las imágenes y el marcado contraste entre la miseria infrahumana del ambiente -polvo, chozas, espectros vivientes y muertos- y la gravedad de los ritos funerarios -cuerpos oscuros envueltos en blancos sudarios, complicadas ceremonias, resignados sobrevivientes de la tragedia-, creaban un efecto imborrable: el del arte fotográfico como un monumento fúnebre en honor de las víctimas.

La serie Trabajadores que se exhibe en Madrid es la misma que vi a comienzos de año en el Museo de Arte de Filadelfia (aunque la forma de presentación sea muy diferente). Puedo decir que verla dos veces fue muy ilustrativo y que refrescó (con la ayuda del espléndido catálogo) el poderoso impacto que me produjo la primera visita. Hay dos o tres cosas que quiero señalar sobre la muestra de Salgado, observaciones hechas por un simple espectador, no por un experto, y que, por tanto, pueden ser compartidas por muchas otras personas.

La primera tiene que, ver con el mismo volumen material de la serie. Se trata de unas 250 fotografías de gran formato, que resumen unos ocho años de agotador trabajo y cuyo tema es único: el trabajo manual en el mundo. Es una especie de ensayo fotográfico que enfoca nuestra atención sobre algo que todos sabemos, pero en lo que apenas reparamos: todo lo que comemos, consumimos, y usamos es el fruto de la paciente extracción o transformación de productos y riquezas naturales, gracias a las manos del hombre. Humilde, sacrificada, frecuentemente mal pagada, la creación del homo faber permite que el resto consagre su vida a esfuerzos de otro orden, ajeno a las preocupaciones cotidianas de quién horneará el pan, cosechará el café, sacrificara el ganado, tenderá los rieles de los trenes. El trabajo es, lo sabemos, una condena bíblica, una dura obligación que una gran mayoría cumple en horarios, ambientes o circunstancias del todo inadecuados. Son trabajos cuyo mero fin es "ganarse la vida" no realizar a los seres humanos como tales; los que aprovechamos lo que produce ese esfuerzo físico lo damos por descontado y así ayudamos a perpetuar el ciclo de abuso y explotación habituales en muchas partes del mundo. En este sentido, Trabajadores es un vasto homenaje a la anónima nobleza del trabajo que permite que el mundo funcione cada día. Los rostros tiznados, como con una auténtica máscara de tragedia, de los mineros de carbón en la India; los cuerpos agotados y embadurnados de aceite de los trabajadores en los pozos petrolíferos de Kuwait; las dantescas escaleras y cavernas cavadas por hormigas humanas en pos del oro de Sierra Pelada, en la Amazonia brasileña, son ejemplos tremendos de un fenómeno universal. El alto mérito de Salgado es decir, con la muda elocuencia de su cámara, lo que no dicen suficientemente las cifras y los datos que leemos sobre el mundo laboral.

La segunda observación es que el grupo social que la retórica comunista del pasado llamaba "proletarios" (obreros, campesinos, artesanos, trabajadores migrantes) es una realidad que ha sobrevivido a la catástrofe del marxismo-leninismo. No sé si los obreros constituyen una clase unida por ideales y necesidades comunes, pero son ciertamente el permanente sustrato de nuestra civilización desde la revolución industrial: el mundo moderno no puede entenderse, no podría existir, sin ellos. No comparten una filosofía política, ni menos una estrategia internacional como predicaba el dogma comunista, pero sí una experiencia de la vida, una cultura que atraviesa costumbres, religiones, lenguas y formas sociales particulares. Esos dos elementos -la profunda semejanza y la infinita variedad de los trabajadores están presentes en las fotos de Salgado. Su visión es la de un artista que no ha perdido la fe en un auténtico humanismo. Todo -el paisaje en estado salvaje, la tierra cultivada, el mundo urbano, los grandes centros de procesamiento industrial está en función del homo faber, que aparece aquí como el ver dadero héroe -aunque sin nombre y sin memoria que registre su contribución- de la hazaña moderna. Ese heroísmo olvidado es el que viene a rescatar el fotógrafo con una cabal comprensión de lo que ha visto en sus andanzas por los cinco continentes y que expresa sin demagogia, pero también sin pedir excusas. Pozas veces la fotografía ha sido un instrumento tan cabal para manifestar la solidaridad con los otros, una adhesión a la energía creadora de ese ejército mundial de humildes.

Por último, hay que decir que esta muestra nos propone una importante reflexión histórica: nuestro siglo, que ya se asoma al siguiente, es un resumen de todos los tiempos anteriores, un mosaico de contradicciones en las que perviven formas, técnicas y hábitos nacidos hace centenares de años. En nuestra época de grandes avances tecnológicos, de asombrosos sistemas de comunicación y producción, de fuerzas transformadoras del pensamiento social y económico, no han desaparecido el arado de mano, el milenario método de cultivo del té en Ruanda. Las remendadas redes de los pescadores sicilianos o las mujeres árabes que ponen con sus manos los ladrillos de una gigantesca represa. La idea del progreso impulsa a los hombres a seguir adelante, pero el avance nunca es parejo y genera las enormes desigualdades y fases discontinuas que caracterizan nuestro tiempo. Nunca se ha producido más riqueza que ahora, nunca ha habido más bienes y más consumo en nuestro planeta. Y, sin embargo, nada alcanza para todos y, de hecho, la masa de desposeídos crece cada día más. El hambre es un flagelo inexplicable en un mundo repleto como el nuestro. El siglo XXI nos aguarda sin que hayamos resuelto esa y otras plagas que no son muy diferentes a las de la época medieval. Lo que las fotos de Salgado parecen decirnos es que los hombres perderemos para siempre la condición de tales si ignoramos la dignidad especial del trabajo, del hombre que entrega el vigor de su cuerpo y sus manos en beneficio de otros que ni siquiera conoce. Estas imágenes son admirables, porque traducen el gran drama del esfuerzo físico cotidiano al riguroso lenguaje del arte, donde cada cuerpo sudoroso y cada rostro marcado por la fatiga se convierte en un momento clave de la especie. Trabajadores es un friso que recorre incontables escenarios y situaciones, pero con una preocupación constante: la de retratar a los hombres como una raza de constructores cuya tarea es realizar, cada día, lo que parece imposible.

José Miguel Oviedo es crítico literario, ensayista y profesor de Literatura de la Universidad de Pensilvania, Estados Unidos.

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