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La razón, fanatizada

La razón no admite excesos. Cuando se producen es que la razón, por los motivos que sean, sufre un empuje adulterador, un cierto grado de deterioro. Entonces deja de ser razón para convertirse en otra cosa, y lo menos que de ella puede decirse es que se ha transformado en argucia. Así proceden, desde siempre, los gratuitos razonadores, esos seres capaces de darle la vuelta a la realidad para tornarla opaca, esto es, impermeable a la luz.El fenómeno se percibe muy bien en el renacer de los fanatismos y las sectas, una epidemia del espíritu occidental que, en tiempos, estuvo a punto de echar a pique la nave de la cultura. Todos anduvimos en un tris de asistir a la defunción, a la triste defunción, de los máximos valores que el hombre ha ido edificando poco a poco, con heroica insistencia, a lo largo de la historia. Pero lo curioso de este fenómeno es que de modo constante se recurría a la razón, a esa enérgica y, al tiempo, delicada realidad, para justificar y legitimar las mayores atrocidades, es decir, las mayores irracionalidades. Recuérdense, si no, las sedientes doctrinas totalitarias, tanto de un signo como de otro. ¿Cuál fue la consecuencia de estas artificiales desmesuras? Por un lado, la violencia indiscriminada. Por otro, la marginación del verdadero conocimiento racional. Asistíamos, por aquellas fechas, y en nombre de la inteligencia, al lamentable espectáculo de los sustitutos del raciocinio, a saber, la vociferación, el grito por el grito y los gestos grandilocuentes que, en su exageración, hacían las veces del razonar mesurado, firme y riguroso.

Fueron los años del silencio dentro del alboroto colectivo. Fueron los años -conviene recordarlo- de la algarabía cultivada, mimada, ensordecedora y estéril. ¿Se ha pensado en lo propensos que son los regímenes dictatoriales al alboroto, al embriagador guirigay? Así se daba el caso de que entre el vocerío masificado y el sosiego mental no existía capa intermedia alguna. 0, lo que es lo mismo, no había, en verdad, público, si por público se entiende el conjunto de personas que, justo por eso, por ser personas, no participaban. Simplemente, sufrían. Y esto era todo lo que podían hacer. La razón se albergaba en los remotos rincones de la intimidad. Todo lo demás era intemperie.

Los delirios del tirano -el que fuese- cobraban, merced a esa adulteración de la libertad conceptual, razón de ser. Se escuchaban, con morbosa complacencia, los aplausos -otra forma de lo estentóreo-, y bajo su estruendo no se acusaba recibo, ni mucho menos, del silencio, del trágico silencio de! las voces ahogadas en el fragor del falso, multitudinario clamor. Todo esto es bien sabido, archisabido, y por muchos, dolorosamente experimentado. Por supuesto, las jóvenes generaciones no tienen ya idea del tácito espíritu maltratado, de todo este infierno. Por eso me interesaba recordarlo. Y algo más. Ese algo más consiste en otra tergiversación del raciocinio a favor de la cual se pretendía que toda la caricaturesca deformación no era tal, sino, por el contrario, una manifestación más, y sin duda la más radical, del ejercicio de la inteligencia. Dicho de otra manera: se tenía la pretensión de que todo aquel rebumbio consistía, ni más ni menos, que en el disfrute de la cultura, en el limpio ejercicio del logos puro.

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El fanático ni piensa ni cree. Sencillamente, opina con las vísceras, haciendo pie en la agitación, el desorden y la bullanga. Y a eso, a esa enorme mixtificación, le llama pensamiento, elucubración mental. Con todo, la zaragata de las ideas, al ser exhibida en grado máximo, da lugar a un dramático trastrueque. ¿En qué consiste? En el deslizamiento existencial por el que el cultivador del estrépito concluye por ser poseído por ese mismo estrépito. Y aquí asoma, sin duda, un doble peligro, a saber, por de pronto, el de la violencia, y quizá lo que es aún peor, el de la justificación, el del intento de justificación de las demasías cerriles en nombre de la sacrosanta razón. El fanático se permite todo porque él estima que todo -gracias a la razón- está legitimado. Para ello aduce nada menos que una noción decisiva: la de la libertad interior. Pues resulta, siempre según el fanatizado, que si lo esencial, lo intocable, es la libertad interior, puede así llevarse a cabo cualquier cosa, cualquier cosa que se le antoje, sin necesidad de que ningún código moral lo impida.

Recordemos, por vía de ejemplo, el primer manifiesto surrealista de André Breton. Allí, en ese texto, tan curioso y tan difuso, se dibuja el perfil antropológico del hombre surrealista, una meta que, por los cuatro costados, rezuma falsa lógica. ¿Cuál es ahora el problema? Éste: si el individuo surrealista ha de dejar bullir -debe dejar bullir- autónomamente sus deseos y, en consecuencia, darles suelta, puede, siguiendo la ruta de sus pasiones, cometer actos punibles, actos que la sociedad condena. ¿Y qué culpa tiene él? Salir armado a la calle y disparar indiscriminadamente sobre la multitud puede constituir una actividad perfectamente surrealista, pero, al mismo tiempo, y sin duda alguna, constituye un crimen. Y lo mismo ocurre con la difamación, la injuria, la calumnia, etcétera.

Veamos, sin embargo, un caso más real, un caso que está dándose, infelizmente, todos los días: el del libro encanallado, tendencioso, oblicuo. E imaginemos que la obra es perseguida por la justicia. En este punto, Breton advierte, como curiosa y lógica, defensa, que el autor puede argüir que el libro no le pertenece, al ser el resultado del fluir del inconsciente desatado merced a la escritura automática; que él no es su autor, que nada tiene que ver con el mérito o el demérito de la obra, sino que se ha limitado "a copiar un documento sin dar su opinión, de forma que el texto incriminado le es tan extraño como pueda serlo para el presidente del tribunal que juzga el caso". Y un día llegará en el que los métodos surrealistas se impondrán. Para. ese momento será necesaria una nueva moral que sustituya a la moral vigente. La ética clásica, la levantada con el esfuerzo cognoscitivo de la humanidad, ésa es Ia causa de todos nuestros males".

Está claro el propósito conceptual: dar forma inteligible a lo más recóndito e inconfesable del alma humana. Soltar las pasiones, sin reservas de ningún género y, por ende, sin servidumbre a ningún límite. Pero más allá del límite en la calidad moral, la realidad, como advierte la filosofía, se transmuta y cambia de naturaleza. Esa nueva forma de lo real es, por descontado, defendible. Defendible, ¿en nombre de qué? En nombre de la liberación de los instintos, pero no en nombre de la razón que recorta e impone muros no superables. La razón, al menos la razón tal y como la entendemos desde hace más de 2.500 años, aquí no entra para nada. Pues una cosa es investigar en los fondos abisales de la criatura humana, en sus más feroces pulsiones, y otra muy distinta el exhibirlos con despreocupada, y yo diría que cínica, provocación. Lo que se muestra como anómalo pertenece a los laboratorios. O al fino cuchillo de las psicologías analíticas. Y también, cómo no, al territorio de la creación literaria o artística.

Esto cumple entenderlo bien. No postulo ninguna pacata cerrazón individual o estética. Niego la anárquica impudicia que desmoraliza y destruye la convivencia. Nada de pegar tiros por pegar tiros. Nada de alardes eróticos por puro y escueto exhibicionismo. Y, sobre todo, nada de justificaciones intelectuales. Nada de refugiarse en la energía suscitadora del inconsciente para, desde allí, elaborar argumentos conforme a razón. La razón da cuenta de realidades a las que es menester rendirse.O lo que viene siendo lo mismo: a las que es necesario conceder privilegio ético. Hay mucha sabiduría en la sentencia popular según la cual los que lo razonan todo, esto es, lo posible y lo imposible, son los que más tardan en rendirse a la razón. La razón fanatizada es, en rigor, la razón corrompida. Es la no razón.

Las pasiones no dejan de ser pasiones porque se las someta a una especie demostración lógica. En ellas mismas radica su propio enigma, su insoluble enigma, y su poder de seducción. Pero a esos extraños paisajes, a esa tierra de nadie, no llega el intelecto discursivo. Esas cosas, una de dos: o se les da forma entendible merced al arte, o hay que relegarlas al desván de lo inservible. Un poeta, Alfred Edward Housman, sostenía en uno de sus magníficos Last poems que el pensar que dos y dos son cuatro, y que no pueden ser ni tres ni cinco, ha herido de siempre el corazón del hombre, y probablemente seguirá lastimándolo mucho tiempo más ("The hear of man has long been sore / And long'tis like to be"). Conocer el propio límite, en sentido trascendente, significa saber sacrificarse, afirmaba Hegel.

Así son las prerrogativas de la razón, por más que nos lastimen, o nos incomoden. Dos y dos son cuatro. Frente a esto, también Dostoievski luchó en vano. El resultado fue una obra genial. Pero, con todo, sometida al logos pensante. O bien a la muda mostración de lo que hay.

Y lo que hay es que dos y dos son cuatro.

Domingo García-Sabell es miembro del Colegio Libre de Eméritos y delegado del Gobierno en Galicia.

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