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La revancha de 'Dancing Brave'

Fernando Savater

Para José Antonio Gabriel y Galán

¿Te acuerdas, querido José Antonio, de cómo me convenciste para que fuese por primera vez al Derby de Epsom? Fue en 1975, cuando tú aún frecuentabas, el hipódromo madrileño, que luego abandonaste para dedicarte a apostar en juegos más audaces y apostarte tú mismo en el más audaz de todos los juegos, la literatura. A finales del franquismo, la afición a las carreras de caballos en España tenía algo de pasión clandestina para quienes no pertenecíamos ni a la aristocracia ni a la oligarquía. Un poco como ahora mismo, si quieres, aunque al menos entonces los resultados de las pruebas aparecían en casi todos los periódicos: hoy, por más gente que asista cada domingo, el hipódromo sólo es noticia si estalla un conflicto laboral o hay peste equina...

Volvamos al 75. En la revista hípica de entonces apareció la oferta de un viaje a Londres para presenciar el Derby y el Oaks. Vuelo, estancia en un buen hotel, autobús a Epsom, entradas al hipódromo, todo por 40.000 pesetas: ¡40.000 pesetas! A mí, salvo los libros, nada suele parecerme barato. Al revés de quienes necesitan gastar mucho para estar seguros de si lo que quieren vale de veras algo, a mí me humilla que los gustos siempre tengan precio. Viéndome tan tentado y tan remiso, supiste decidirme con tres preguntas: "¿Tienes 40.000 pesetas?". Admití que así era, en efecto. "¿Hay algo en el mundo que te haga más ilusión que ver el Derby? ". Nada, por más que esforzase libidinalmente la imaginación. "¿Entonces ... ?", concluiste irrefutable.

Y me fui. Nos fuimos, porque tú decidiste venirte conmigo. Comentando el día en que corripró su primer libro de Borges, dice Emir Rodríguez Monegal: "Entonces acabó para mí la literatura y empezó Borges". Pues bien, aquel mes de junio, hace 18 años, acabaron para mí las carreras de caballos y empezó Epsom. Descubrimos juntos el literario Londres, comimos en el pub Sherlock Holmes de la calle Northumberland, presidido por su maniquí sellado por el balazo de Moriarty, y nos quejamos de la escasa ración de whisky que podía obtenerse por libra y media. Vimos triunfar a Grundy en el gran día y, la tarde de Oaks, aplaudimos la victoria de Lester sobre Juliette Marny. A codazos, a empujones entre la multitud, porque todos los ingleses resultaban demasiado altos y aún no conocíamos lo suficiente el hipódromo como para encontrar el observatorio ideal.

A ti lo que más te interesaba eran los bookmakers; a mí, el estilo de los grandes jinetes: Lester, Joe Mercer, Pat Eddery, Willie Carson, Geoff Lewis, Ives Saint-Martin... En la afición al juego no podíamos ponemos de acuerdo: a ti te gustaban las carreras porque también en ellas se podía apostar, y yo consiento también en apostar porque me gusta todo de las carreras, hasta el juego. Trataste de explicarme la bulimia febril del jugador, que yo sólo he conocido por tu testimonio y por Dostoievski. No la comparto y apenas la comprendo, pero todas las pasiones que no me aquejan cuentan con mi aliviada simpatía.

Tras el hipódromo, charlábamos y charlábamos durante la cena, entre copas, hasta las tantas. ¿Cuánto franquismo tendríamos aún por delante? ¿Qué vendría después? ¿Seríamos alguna vez un país normal, miserable y aburridamente democrático, pero ya invulnerablemente democrático, como mi envidiada Inglaterra o tu añorada Francia? ¿Podríamos decir alguna vez en política "sí, deténte" aunque fuese escépticamente, después de tanto tiempo de gritar "no, vete" con plena convicción? A menudo nuestras perspectivas diferían, pero coindidíamos plenamente en algo: queríamos mejorar, no vengarnos ni salvar nuestra alma proclamando que todo es igualmente malo salvo lo perfecto, que es imposible. En una palabra, éramos dos bobos ilustrados. Quizá en recuerdo de aquellas charlas londinenses me pediste, pocos años después, ya en democracia, que prologase tu libro de poemas Un país como éste no es el mío. Compartíamos la falta de país a nuestra medida y el robusto empeño de conseguirlo.

No volviste al Derby; yo ya nunca he faltado. Hace no mucho, pero demasiado, rememoramos aquella primera aventura iniciática y me preguntaste cuál es el mejor caballo al que he visto ganar la gran carrera. Contesté que al mejor caballo no le vi ganar el Derby, sino perderlo. Me refería a Dancing Brave. Había triunfado en la milla de Newmarket de forma tan fulgurante que la distancia del Derby parecía ir a resultarle demasiado larga. Por eso su jinete, el veterano Greville Starkey, le llevó a la zaga del pelotón durante el recorrido, en conserva, esperando el momento final para lanzarse al ataque. Midió mal la distancia, aunque por poco. Sólo faltaban 200 metros para la llegada y aún seguía atrás Dancing Brave, mientras el sólido Sahrastani se estiraba en cabeza hacia el poste. Les separaban prácticamente todos los caballos de la carrera. Por fin Starkey sacó hacia la derecha a Dancing Brave y atacó por el exterior de la gran pista ondulada de Epson. Nunca se ha visto carga semejante: tranco a tranco rebasó a todos los participantes como si fuesen lentos percherones y no los mejores purasangres de su generación. La meta estaba ya demasiado cerca, pues le faltó menos de medio cuerpo para alcanzar a Sahrastani. Después, Dancing Brave lo ganó todo, el Eclipse, el King George, el Arco del Triunfo...,. pero había perdido para siempre el Derby, porque sólo hay un día en la vida de un caballo para ganarlo.

Después, Dancing Brave pasó a cumplir sus gratas tareas de semental. Tuvo problemas de salud, y sus dos primeras potradas no fueron tan buenas como se esperaba. Su impaciente propietario, el sheik Abdulla, se lo vendió a un japonés, y el viejo campeón marchó a Extremo Oriente. Pero Abdulla conservó a varios de sus hijos e hijas, entre ellos Commander in Chief al que, tras ciertas vacilaciones, hizo este año de 1993 participar en Epsom. Las dudas provenían de la inexperiencia de Commander, que no había corrido a dos años y que hasta febrero no efectuó sus primeros galopes serios. Tarea casi imposible ganar un Derby siendo tan bisoño. Además, el sheik tenía también en la prueba a Tenby, vencedor el año pasado en el Criterium y favorito unánime ahora. Casi desde la salida Tenby encabezó con decisión la marcha, danto impresión de claro dominio. Pero al abordar la recta final se le acabó el fuelle y fue rebasado por otros participantes: en ese momento, por el exterior de la pista y desde atrás, apareció rematando en tromba Commander in Chief Cuando el estupendo bebé derrotó sin apelación a sus coetáneos más expertos, algunos creímos ver otra imagen superpuesta a la suya: la del gran Dancing Brave que, a despecho del tiempo y de los mares, volvía a por su Derby.

Seis de junio. En el avión madrugador que me trae de Londres para votar en las elecciones, repaso la prensa de esos días polémicos. Un semanario nos reconviene a Julián Marías y a mí por "haber tomado partido", ya que un intelectual "no debe servir a causas ajenas" (se refiere a la gestión democrática de la cosa pública en nuestro país). Tomo nota de esa necedad para repetírsela al próximo que me espete la opuesta y más común, sobre lo calladitos que estamos los intelectuales en cuestiones políticas. Un columnista del diario troglodita vaticina el fin de todas las libertades públicas si vuelven a ganar los socialistas; el director de otro asegura que cualquier voto es progresista, incluso el que vaya a Ruiz-Mateos, si no es para Felipe González. Un país como éste es el nuestro, querido José Antonio. Por eso no tenemos que esperar ningún hermoso desquite como el de Dancing Brave. Baste la alegría de seguir resultando molestos para mentecatos y bribones. Por lo demás, hay que hacerse un hipódromo en el alma, un Epsom psíquico: en su pista seguiremos viendo por siempre esforzarse a los campeones más ilustres y en sus gradas charlaremos, sin olvido ni lástima, con los buenos amigos que se fueron.

es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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