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Supuesto bipartidismo

Durante la reciente campaña electoral han resucitado las voces que hablaban de bipartidismo en nuestro país. En la mayoría de los casos lo que se temía es perder protagonismo político y, por supuesto, las acusaciones hacia un sistema en que dos grandes partidos monopolizan el juego político, turnándose pacíficamente en el desempeño del poder, al estilo británico o norteamericano, no iban acompañadas de la pertinente reflexión científica. Anticipemos que nuestra tesis, igualmente contraria a que nuestro sistema de partidos pueda concebirse como bipartidismo, se basa en tres afirmaciones. Acaso parezcan demasiado contundentes, por aquello de que la historia acaba sedimentando la validez o el fracaso de las aseveraciones, por lo demás tan sujetas al relativismo en un contexto de ausencia de verdades absolutas como es la democracia. Pero allá van.En primer lugar, en España nunca ha existido un sistema de auténtico bipartidismo. Durante el largo periodo de la restauración se produjo, y hasta podríamos decir que se padeció, un turno más o menos pacífico en el desempeño del gobierno. Sería obvio negarlo, como lo sería olvidar el binomio Cánovas-Sagasta, que definió en su casi totalidad este tracto histórico con el que nuestro país cierra el siglo XIX y comienza el XX.

Pero ocurre que, en realidad, lo que se turnaba no eran auténticos partidos políticos. Se trataba de grupos de notables, de reducidos clanes de familias agrupados en tomo a dos figuras políticas. El famoso turnismo de la restauración estuvo, desde el comienzo y hasta el final, lastrado por el caciquismo, esa "hidra enroscada de mil cabezas" que envilecía el cuerpo de la nación y enviciaba su sangre, como trágicamente denunciara Lucas Mallada el repasar los "males de la patria". Aquellas agrupaciones personalistas y de clientelismo nada tenían que ver con los modernos partidos políticos. La sentencia de

Ortega sobre la época no es menos deprimente: "La España oficial consiste, pues, en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos ministerios de alucinación". Cuando el profesor Linz se empeñaba hace unos años en buscar causas para el fracaso de este sedicente bipartidismo y llegaba a hablar hasta de la común responsabilidad de ambos partidos en la falta de preparación militar y diplomática para la guerra, bien pudo ahorrarse tan minucioso detalle. Porque bastaba con decir que no eran partidos. La política y sus protagonistas nada tenían que ver con el bipartidismo. Se trató, al decir de Madariaga en su semblanza de Santiago Alba, de "una era de tramoya y bastidores, de máscaras y barbas postizas". Ni hubo bipartidismo ni aquel tinglado fue capaz de asimilar a quienes pronto se negaron a jugar el juego de la mentira y la corrupción. Por más vueltas que le demos, nuestra carencia de precedentes en este punto resulta evidente.

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En segundo término, ocurre que en la España de nuestros días no se dan los que podemos llamar prerrequisitos del bipartidismo. Ni perfecto, ni imperfecto, ni pluscuamperfecto. Una situación de bipartidismo requiere dos sólidos supuestos de partida. En primer lugar, una larga trayectoria de limpia competencia electoral en democracia, que haya ido asentando una pacífica competencia por el poder que no pueda resultar afectada por ningún otro tipo de competencia. Resulta obvio que nuestra actual democracia es todavía lo suficientemente joven como para que pueda hablarse de que ese proceso se ha producido. Sobre todo viniendo del pluripartidismo excesivo de la II República y de la famosa sopa de siglas de los años de la transición. No precipitemos el curso de la historia. Pero es que, en segundo lugar, el bipartidismo requiere un contexto sociopolítico muy diferente al español. Un contexto de sociedad plenamente consensual, sin grandes escisiones, con ausencia de grandes problemas, capaz de dividir a los ciudadanos y originar aristas del corte que sea. Diríamos que un tipo de sociedad específico, no exportable. Propio de la cultura anglosajona y, como bien apuntara Neumann, con una cierta tendencia al conformismo. ¿Es posible pregonar este cuadro de un país como el nuestro, con un grave problema regional no resuelto, con notables diferencias socioeconómicas y hasta con residuos de salpicaduras del tema religioso, como hemos visto al tratar legislativamente el tema de la enseñanza de la religión católica? Olvidarse de todo esto y creer que estamos en el feliz mundo integrado del american way of life es, sencillamente, cerrar los ojos a la realidad. Entre nosotros subsisten problemas y aristas que tensionan nuestra sociedad.

Algo bien diferente es que, desde la transición y en mi parecer, andemos asentados en una bipolaridad de opciones (así la he llamado en algunos de mis trabajos científicos). Y que esa bipolaridad pueda ser la de centro derecha y centro izquierda. Es lo que antes ocurrió con la dicotomía UCD-PSOE y ahora vemos en la pugna PSOE-PP. Pero bipolaridad de opciones no es igual a bipartidismo. Más aún, y como señalara Sartori, sin duda la mayor autoridad en estos temas hasta el momento, se puede seguir hablando de esa bipolaridad a pesar de que compitan cuatro o cinco grandes partidos. Partidos que cuentan, siguiendo su expresión. Es decir, fuerzas necesarias para formar Gobiernos o para sostener coaliciones estables. Precisamente porque bipolaridad de. opciones no es igual a bipartidismo es por lo que, buscando dos ejemplos radicalmente distintos, la alternancia en Italia o Alemania se produce entre dos grandes fuerzas-tendencias y no son sistemas bipartidistas. O, por contra, en Estados Unidos hay bipartidismo a pesar de que, en la realidad, haya hasta un partido socialista. No confundamos las cosas según convenga a nuestros intereses. Al servicio de un poder es perfectamente legítimo poner la militancia. Pero no la ciencia. También se ha olvidado esto recientemente.

Y por último. No es solamente que en España no haya habido ni haya bipartidismo. Es que estimo que no debe haberlo. Comprendo que aquí las afirmaciones resultan más discutibles y qué alguien me podría acusar de forzar el futuro, el decurso de la historia política, según mis deseos. O, a mejor decir, según mi peculiar visión de la misma, ciertamente no muy optimista por haber estudiado a fondo nuestro pasado político-constitucional. Asumo el riesgo.

Tras confesar que, por desgracia (?), me considero incapaz de asumir esa especie de frenesí o hemorragia de seguridades e ilusiones que ahora tanto se predica en nuestro pueblo, me reitero en que para España no es conveniente el bipartidismo. Para nosotros, tristemente, dos partidos acaban siendo dos partes radicales e inmisericordemente enfrentadas. No creo que haya que acudir tan lejos como al final de la Segunda República. Frente Nacional y Frente Popular. Lo que comenzó como agregación de fuerzas para ganar las elecciones. de febrero de 1936 acabó en la enorme tragedia de unos meses más tarde. No. No hay que ir tan lejos. El componente cainita que sigue acompañando a nuestra política continúa convirtiendo al adversario en enemigo. Cuando algunos creían que todo esto estaba superado, la fuerte radicalización de las últimas elecciones lo ha vuelto a poner sobre el tapete. No estamos ante el galante respeto que el votante republicano tiene hacia el votante demócrata norteamericano. No nos engañemos. Votar derecha ha vuelto a ser votar pasado, votar miedo, hasta votar facha. Exactamente igual que votar PSOE ha resultado hacer algo que suponía contaminación, desprestigio, ruina para España. Por desdicha, así ha sido. Por eso casi nadie confesaba previamente la opción que iba a votar. Y quizá por eso fallaron estrepitosamente los sondeos. O la gente mentía sobre lo que había votado o la abstención se rompe para que no ganen los otros. Tengo para mí que para un español el peor enemigo sigue siendo el vecino, el compañero, el colega. Precisamente el que tiene más cerca. Y todo esto junto ha hecho removerse de unos sepulcros que creíamos cerrados y bien cerrados el elenco de filias y fobias que pensábamos enterrado para siempre. Mientras todo esto no se supere, lo que equivale a decir mientras no seamos capaces de asimilar el ingrediente de relatividad y sosiego que la política en democracia debe tener siempre, me asusta la imagen del bipartidismo. Porque dos partidos pueden convertirse, casi sin darnos cuenta, nada más y nada menos que en dos Españas. Por favor, ¡otra vez no!

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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