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El pórtico de la Gloria

Pasados 500 años desde el descubrimiento de América, pasados los 400 del nacimiento de Montaigne, pasados los cinco mil y pico desde que se inventó la escritura, se abre ante nosotros el verano jacobeo, lo que me induce a pensar que si la vida es breve al menos no faltan los festejos, lo cual siempre resulta de agradecer. Se tiene la grata sensación de que el tiempo transcurre cargado de conmemoraciones, y algo hay en esa actitud que refleja un estado de ánimo colectivo cercano al exorcismo. Se acude a la convocatoria del pasado, a la exaltación de la fecha aniversario y a la contemplación retrospectiva en un presente dolorosamente incierto. Se considera con ojos cautelosos lo que en tiempos optimistas se llamaba el porvenir. (A nadie se le ocurre a estas alturas celebrar el futuro. Pasó el tiempo del progreso indefinido, dicen las mentes lúcidas, sólo nos queda la nostalgia de admirar a aquellos ingenuos poetas llamados futuristas que rendían homenaje a unas locomotoras que desarrollaban 60 kilómetros por hora de velocidad).Se ha dicho del Año Jacobeo que es la olimpiada de Fraga, la Expo gallega del 93, la fascinación astronómica de la Vía Láctea, el triunfo del peregrino de palo y mochila frente a la práctica diabólica del aeróbic. Todos los caminos llevan a Compostela. Surgen rutas del apóstol hasta en Extremadura. Y mientras se templan las gaitas y en los mesones se planchan los manteles, cunde la expectativa. La concurrencia se espera numerosa. La catedral de Santiago corre el riesgo de convertirse en un atolladero. Cuando la Pietà de Miguel Ángel fue exhibida en Nueva York, el público la contemplaba pasando sobre una cinta transportadora. Aun considerando el Año Jacobeo como un deporte, y la peregrinación un sano ejercicio, la cinta transportadora frente al pórtico de la Gloria puede ser la solución.

Las conmemoraciones colectivas dejan un sedimento difícilmente evaluable. Atrás quedan los grandes festejos del 92, que cerraron sus cuentas con. perímetro variable. Lo indeciso de la estación política me recuerda una frase de Montaigne. ("Pour faire de la politique il faut savoir trahir", decía aquel escéptico alcalde de Burdeos). En cuanto a la improbable celebración de los cinco milenios transcurridos desde que un intermediario babilonio grabó el símbolo de alguna mercancía inventando la escritura, no nos queda otro remedio que asombrarnos. Antes de ser mágica o poética, la escritura fue un hallazgo de comerciantes. A menos que se considere que nunca lo ha dejado de ser.

(Las elecciones generales pueden considerarse como un gran acontecimiento de conmemoración institucional. Los conservadores vieron llegada la hora de la revancha, el asalto a La Moncloa por huestes bien enfundadas en trajes oscuros, ostentando corbatas azules, avanzando con modales aprendidos en academias de expresión corporal. El acontecimiento era histórico. Todo empezó con la batalla de las Navas de Tolosa, prosiguió en los reñidos combates del Ebro y concluía en la batalla de Aznar. Nunca sobre un líder tan estrecho de hombros había descansado tanta responsabilidad. Los moderados, esto es, los socialistas, vieron llegar las espesas formaciones precedidas por el pájaro augural de los sondeos. Se respiraba un ambiente de tragedia audiovisual, y de nuevo la Península se hallaba dividida, como en los viejos tiempos, como cediendo a exigencias de la historia, como si en un debate o en unas elecciones se jugaran destinos, en vez de considerar, conservadora o moderadamente, que la administración del Estado es asunto que no pide patetismo ni posturas de carácter trascendental. Es posible que todos estemos impregnados de aquellas actitudes heroicas que iniciaron aqueos y troyanos; los segundos, pasados a cuchillo, despeñados del cargo, precipitados al infierno, que, como es bien sabido, en las actuales circunstancias de trabajo se halla fuera de la Administración; los primeros, ufanándose sobre las ruinas de la ciudad amurallada, prometiéndose volver a edificarla sin recurrir al gasto público ni al procedimiento de la subvención. Por favor, dejemos de ser clásicos. Nunca Madrid se encontrará en la alternativa de ser corte o checa. La continuidad o la alternancia en el poder no exige la descalificación o destrucción sistemática y total del adversario. Con esto, ningún bando nos tendrá por sospechosos, porque la victoria no exige cadáveres políticos ni exhibición de banderas adecuadamente ensangrentadas, y admiramos a los generales derrotados, como Aníbal, como Rommel, como el general Lee. En la calle de Génova se respiraba un ambiente de escaparates rotos. En torno al hotel Palace aplaudían multitudes tanto más aliviadas cuanto que el temor al desahucio se sintió más cercano. Nuestro país es una entidad políticamente apasionada; y en el norte, hasta el asesinato. Aconsejan que seamos discretos, estoicos, y concretos, que diría don Mendo. El vertedero de la historia se reserva para casos de fuerza mayor).

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Llegada la catarsis y el límite nocturno y numérico del que surgieron diputados en un ámbito provisionalmente vacío, la ocupación del poder tras la victoria no se logra sin luchas intestinas (luchas intestinales, comentaba un débil ingenioso, desbrozando el camino de lo que queda por venir). Acaso no trasciendan los avisos, y el ciudadano sólo advierta el destello en la hoja de los cuchillos. La política es así, pugna y pacto a todos los niveles. A las tareas de gobierno se añaden las más difíciles, aquellas que consisten en mantener una apariencia de orden sobre un cuadro de oficiales en discordia, o en revocar los galones de antiguos compañeros, o aceptar que el general en jefe se encuentre prisionero de su estado mayor. Los derrotados no verán ese problema, porque su fracaso no ha sido fuerza perturbadora, sino ingrediente de cohesión. Imaginando el territorio del futuro como un incierto campo de batalla, la pelea del jefe de Gobierno no ha concluido. Se verán caras nuevas, rostros viejos, el cambio dentro del cambio y, como primera medida, apretarse el cinturón. Porque más influyen en política los tipos de interés que aplica el Bundesbank que las discordias del partido. Y cuando una familia está en quiebra, amén de las disputas conyugales, importa pagar las letras del televisor.

Los caminos del verano llevan a Compostela, donde probablemente irá la madre Teresa de Calcuta (¿por qué casi nunca está en Calcuta?, ¿o acaso existen varias madres Teresas de Calcuta o es una sola con don de ubicuidad?). En las noches previsibles, bajo la inmutable tentación de la galaxia, tendremos que echar cuentas. Tanto nos han costado las alforjas, tanto la calabaza, tanto se ha gastado en suelas de zapatos, tanto el palo bien pulido que sirve de recuerdo y ha servido de bordón. No queda ni para gambas. El verano jacobeo será escueto, esperando otras conmemoraciones bajo la mirada atenta, interesada, digna, cauta y algo remostada que tiene la oposición.

Manuel de Lope es escritor.

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