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Sobre la unidad simple

"Los clasificadores de cosas", escribe Pessoa, poeta que fue amigo, de pintores, amigo de pintores-escritores como el extraordinario Almada Negreiros, quien lo pintó en un retrato memorable sobre un suelo que recuerda un tablero de ajedrez y él, Pessoa, igual que Orfeo, come, Orfeo segundo o dos, diríamos, jugando igual que Orfeo una larga partida con la vida y la muerte, "los clasificadores de cosas" ' digo, dice, "son aquellos hombres de ciencia cuya ciencia consiste sólo en clasificar; ignoran, en general, que lo clasificable es infinito y, por tanto, no se puede clasificar. Pero en lo que consiste mi pasmo es en que ignoren la existencia de clasificables desconocidos, cosas del alma y de la conciencia que se encuentran en los intersticios del conocimiento".Tal es el lugar. Ahí, precisamente, en ese espacio intersticial, en los intersticios del conocer, está el poema, está la obra de arte, un "clasificable desconocido" o ignorado o esencialmente ignoto, que irrumpe en Ios lugares intermedios, en los lugares de la mediación, lugares de alto riesgo, donde se trata o entra en pugna abierta con los dioses y con los demonios. Es ése el territorio de la obra: no lo visible ni lo invisible, sino el espacie, sutil contiguo a ambos espacio intersticial donde sitúa a Dios el anónimo inglés de La nube de la insipiencia.

En ese espacio dificil es donde, al decir de un crítico (Ulrich Look, 1991), el sentido de los trabajos de esa joven, inquietante escultora, Cristina Iglesias, encuentra su lugar. A nuestro entender, en cambio, lo que la obra de Cristina Iglesias parece crear es, precisamente, el lugar de la posibilidad del sentido. Lugar que no está hecho para que el sentido -¿cuál?- lo encuentre, sino para que el sentido nazca de él, para que él haga así posible no un sentido, sino la radical infinitud del sentido y -¿por qué no?- del sentir.

En esos espacios intersticiales que tanto abundan en las obras de Cristina Iglesias es frecuente que no sea posible entrar. Sólo permiten la mirada. Absoluta limpieza y sencillez de las formas, del inaudible -pero cierto- diálogo o susurro entre dos elementos. El lenguaje es sólo un leve, transparente rumor que el ojo sorprende, no el oído -¿estamos ante un oír de la mirada?-

Formas que no tienen funcionalidad, aunque vagamente recuerden -impregnadas como están de memoria- una funcionalidad posible, al igual que se recuerdan o aluden, a veces, en la obra de Cristina Iglesias las formas de lo orgánico, de la vegetación o del paisaje, del mundo natural. Formas que no están para, sino que simplemente están. Y lo que engendran o suscitan es el espacio como criatura, como respiración de su estar.

Para Patrick Frey (1986), la última referencia de una obra como Window o Wall sign, de Bruce Nauman estaría, en Meister Eckhart. En la obra de Cristina Iglesias habría, a mi entender, una fuerte referencia última al lenguaje y al silencio, al espacio abierto -fondo, grund o ungrund- entre esas dos caras de la misma realidad que se calla y se dice a la vez o que, a la vez, se manifiesta y se esconde.

La escultura había colonizado el espacio con una forma; el espacio rodeaba la forma, freestanding sculpture; ahora el giro ha sido total. Ahora el espacio es la forma. El espacio vacío es el lugar donde todo sucede. La obra es el espacio.

No hay duda de que, como ha escrito Jean-Claude Marcadé (1992), después de todas las experiencias del siglo XX, el arte sigue teniendo la misma finalidad del icono de Malevitch, el Cuadrángulo negro, expuesto en Petrogrado a comienzos de 1916, al que él llamaba "el icono de nuestro tiempo": ser el lugar donde se manifiesta lo que sigue residiendo en la no manifestación, el lugar del deus absconditus.

Frente a esa simplicidad extrema o difícil o frente a lo que ha sido el silencio de Duchamp, no tan sobrevaluado como Beuys pensaba, resulta particularmente hiriente la deriva locuaz de la crítica de arte. Cuanto mayor desparpajo parece tener el discurso crítico, mayor es en el fondo su dispersión o su absoluta trivialidad. Cierto es que también son triviales las experiencias reiteradas, los repetidos gestos, las múltiples piruetas que ese discurso trata de racionalizar.

La implicación biográfica de ciertos artistas en su obra (Klein, Warhol) remite a un mundo de fáciles evaporaciones. "Los recuerdos de su vida de espectáculo", dice a propósito de Yves Klein la crítica americana Dora Ashton, citada por Benjamin Buchloh (1977), "son pobres cosas muertas. Desaparecido el prestidigitador, la vida se retira de su arte". La reiteración innecesaria de ciertos gestos -y tal sería el sentido del silencio de Duchamp- no puede dar más que prestidigitadores, circo, con todo el encanto -efímero- que el circo puede tener o no tener.

Sin embargo, la modernidad encuentra sólido fundamento en la reflexión del artista sobre su arte. Tal vez el hecho resulta particularmente visible desde la perspectiva de otras formas de creación. Es mucho lo que un escritor puede haber recibido no sólo de la obra de arte, sino de la reflexión que sobre su propia obra creadora han hecho pintores como Kandinsky, Klee o Malevitch.

En cuanto a la pintura peninsular -que, desde luego, no había esperado para despertar la muerte de Franco, según todavía repite mecánicamente un manual francés de aparición reciente-, hace ya tiempo que, en ese sentido, me referí (1979) a Antoni Tápies, a la gravitación que sobre mi escritura han tenido no sólo su pintura, sino ciertas manifestaciones teóricas que su propia creación ha sugerido a Tápies y son también, en buena medida, elemento sustancial de ella. Tal es el caso del breve e iluminador ensayo Comunicación sobre el muro (1969).

No había en ese momento español nada o muy pocas cosas que se aproximaran desde la órbita de la escritura -y en particular desde la escritura poética, cosa que todavía me parece más grave- al nivel de reflexión creadora en que el texto de Tápies se sitúa.

De su reflexión -meditación- sobre la materia, de su tratamiento de la materia, en el que convergen muchas formas o muchas estéticas determinantes de la modernidad, nace mi propio sentimiento de la materia única que subyace en todas las artes, el sentimiento de la reducción de la palabra o del entero lenguaje a la plástica neutralidad de la arcilla, a la germinal rugosidad de la tierra, a la imprevista manifestación de la luz. Vacío de la palabra: matriz-materia. En la obra de Tápies hay una continua referencia a ese vacío, a ese silencio.

La palabra poética, para ser, ha de hacerse igual a la materia, tener la misma libertad, el mismo descondicionamiento. "Tal vez, todo lo que llamamos espíritu es el movimiento de la materia", escribía Malevitch en 1922. Tal espiritualidad de la materia es, a la vez, el secreto y la transparencia de la obra de Antoni Tápies. Su más pura lección.

Una tarde de París, hacia 1987, en la galería Lelong, solo ante un cuadro de Tápies escribí un poema, que sería así una copia del natural, entendiendo por natural la materia contaminante, multiplicadora, generadora del cuadro mismo. Por eso el poema se llama igual que el cuadro: Escriptura sobre cos. Quisiera cerrar con él este texto, como homenaje cierto y testimonio de una antigua complicidad: "Cuerpo volcado / sobre sombra. / Toma forma de sí. / Se abre hacia su vértice. / Tendido. / Escribo sobre cuerpo. / Número, / fracción. / Graffito el siete. / Escribo, / escribes sobre sombra, sobre cuerpo, donde / viene la luz a requerirte oscura".

José Ángel Valante es escritor. (Texto escrito para el catálogo del pabellón de España en la Bienal que hoy se inaugura al público en Venecia)

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