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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La bisectriz, Sihanuk

HACE APENAS unos días, la situación camboyana parecía que iba a completar uno de esos curiosos círculos perfectos de la historia. A los 23 años del derrocamiento de Norodom Sihanuk, manipulado por unos Estados Unidos que creían ver en su caída la clave de la victoria en la guerra de Vietnam, el antiguo jefe de Estado de Camboya parecía el candidato más seguro para gobernar de nuevo en Phnom Penh. Hoy, esa política de democracia y reconciliación nacional auspiciada por las Naciones Unidas yace en ruinas.Tras la derrota de Saigón y de su padrino norteamericano por la infatigable presión militar de Vietnam del Norte, en mayo de 1975, parecía inevitable una reordenación del espacio político indochino. Camboya había sido ocupada por los comunistas de Pol Pot apenas unas semanas antes de que lo fuera la propia capital survietnamita. Alguien pudo creer entonces que los diferentes comunismos del sureste asiático -junto con Laos- serían capaces de cooperar como una gran avanzadilla del marxismo en el flanco este del subcontinente asiático. La realidad demostraría pronto que las controversias nacionales eran más importantes que cualquier visión ideológica del mundo.

Tras una breve guerra en 1979, Vietnam impuso un Gobierno vastamente calificado de colaboracionista en Phnom Penh, y los vencedores de la anterior guerra civil -los jemeres rojos de Pol Pot- iniciaban una inagotable guerra de guerrillas contra los subrogados de Vietnam.El agotamiento de los contendientes, el alejamiento de China de sus patrocinados jemeres, la liquidación de la Unión Soviética, que sostenía el esfuerzo de guerra vietnamita, y la propia desaparición del concepto Este-Oeste en las relaciones internacionales crearon una oportunidad, aparentemente aceptada por las partes, para que la ONU, en la cresta de la ola de una serie de éxitos en la pacificación de guerras en el Tercer Mundo, tomara a su cargo una operación que comportaba el envío de miles de observadores y cascos azules para auspiciar por la vía electoral. una nueva Camboya democrática.

Las elecciones, razonablemente limpias, concluyeron a fines de mayo con una precaria victoria de la coalición abanderada por Sihanuk sobre el partido, del Gobierno, que encabeza el provietnamita Hun Sen. Las recriminaciones por ambas partes no han cesado desde entonces, y la posibilidad de un Gobierno de coalición dirigido por el voluble pero incombustible Sihanuk se vio bloqueada por la enemistad entre dos de sus hijos, Ranarid, de la formación sihanukista, y Charapong, del Gobierno de Phnom Penh, cuyas fuerzas políticas respectivas debían integrarse en el Ejecutivo.

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Camboya está hoy a punto de partirse en dos entre provincias que sólo reconocen a los vencedores en las elecciones o al Gobierno provietnamita. La ONU ve una de sus mayores ilusiones a punto de evaporarse en una prolongación de la eterna guerra civil, y el sacrificado pueblo camboyano se halla ante la pavorosa realidad de que el ejercicio democrático puede no haber servido para nada.

De poco sirven las invocaciones a la cordura desde tantos miles de kilómetros de distancia, pero lo más terrible es, sin embargo, que no hay en Camboya un acuerdo para la paz cuando, a pesar de todo, las partes en conflicto no dudan de que Sihanuk sigue siendo hoy, como hace 23 años, la única bisectriz posible de la gobernación en Phnom Penh.

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