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Energía, ecología y racionalidad

El articulista afirma que la política energética en Europa tiene que basarse más en intensificar los esfuerzos tecnológicos por disminuir contaminaciones y conocer mejor el ciclo del CO2 Y sus efectos que en la introducción de impuestos arbitrarios.También hay que asumir, agrega, un necesario incremento del consumo de energía eléctrica y del transporte, al mismo tiempo que se debería poner en marcha una política de mantenimiento de las masas boscosas del planeta.

Yo creo que si los ecosistemas no existieran, habría que inventarlos; me parece, en efecto, que los daños cada vez mayores que la actividad humana, provoca en el medio ambiente en que vivimos exigen una toma de conciencia de la opinión pública que obligue a adoptar las medidas correctoras adecuadas. Es de temer, en efecto, que éstas no se llevarán a cabo si los intereses colectivos no prevalecen sobre los intereses privados y sobre las famosas leyes del mercado.Esta afirmación no quiere decir, sin embargo, que los ecologistas tengan siempre razón; más bien su razón está en la propia necesidad de sus gritos de alarma, pero a menudo se equivocan en los problemas que plantean. Esto ocurre de un modo patente en la polémica que se mantiene en torno al desarrolló futuro del sector energético, que me parece paradigmática acerca de las contradicciones en que puede caer el llamado movimiento ecologista cuando intenta conseguir objetivos legítimos sin preocuparse por los métodos y la veracidad de los argumentos necesarios para su logro.

De un modo esquemático y huyendo de toda clase de tecnicismos, pueden afirmarse algunas cosas sencillas e importantes sobre las perspectivas del desarrollo de la producción y el consumo mundial de energía en los próximos decenios.

En primer lugar, es cierto que evitar el despilfarro es una primera necesidad, tanto en la producción como, sobre todo, en el consumo final de la energía; si este despilfarro se corrige, se puede frenar sensiblemente la tasa de incremento de dicho consumo en los países desarrollados, que ya lo tienen bastante elevado. Es, sin embargo, totalmente falso pensar que ese aumento pueda detenerse para la gran masa de la humanidad, que vive en condiciones precarias y que lo necesita para llegar a formas de vida aceptables. Hay que afirmar, por tanto, que el consumo mundial de energía se va a incrementar fuertemente en los próximos 50 años, y ello como consecuencia de un deber ineludible de justicia.

En esos próximos decenios no hay otras opciones para suministrar la producción necesaria que el uso del agua, del carbón, de los hidrocarburos y del uranio. Cada tipo de materia prima tiene su pasivo ecológico; con él hay que enfrentarse reduciéndolo en lo posible, pero sin falacias respecto a una creencia utópica en un ahorro desmesurado o en el desarrollo de energías alternativas. Éstas son aún caras, y lo serán por mucho tiempo, aunque sea cierto que haya que intensificar los esfuerzos tecnológicos para abaratarlas; por otra parte, estas energías son también altamente contaminantes en ciertos casos, como, por ejemplo, la enorme ocupación del territorio que representaría un desarrollo a gran escala del uso de la energía solar o de la eólica.

Fantasmas

En relación con los efectos negativos para el medio ambiente de las energías tradicionales, hay también que ahuyentar algunos fantasmas. Es perfectamente posible, aunque no gratuito, limitar las emisiones de gases nocivos como los óxidos de azufre y nitrógeno. Poco a poco, las tecnologías correspondientes se van abaratando relativamente e, igualmente, se incrementa la seguridad de las centrales nucleares y se avanza en el dominio de las tecnologías para tratar sus residuos.

En todo caso, parece razonable pensar que en los primeros decenios del próximo siglo será necesario seguir produciendo energía, tanto hidráulica y nuclear como basada en la combustión del carbón, el petróleo y el gas natural. En esta perspectiva, están cargados de razón los ministros europeos, en especial Aranzadi y Borrell, cuando rechazan la aplicación inmediata de la llamada eurotasa, que gravaría con un impuesto la producción de la energía con el argumento de los daños que puedan causar al planeta las supuestas concentraciones de CO2 en la alta atmósfera.

Lo primero que convendría recordar al respecto es que aún se sabe muy poco acerca de la producción de CO2 en los últimos 100 años. Parece, en efecto, que el contenido de este gas ha aumentado un tanto en la atmósfera, pero ello ha ocurrido ciertamente en muchas otras épocas geológicas, y sus consecuencias sobre el llamado efecto invernadero son más que dudosas. El supuesto incremento de CO2, por otro lado, sólo puede imputarse en una pequeña parte a la energía, ya que en el ciclo global de producción y consumo de este gas tiene mucha mayor importancia su consumo por las masas boscosas y el efecto de su disolución en los océanos. Puede afirmarse la necesidad de tomar conciencia del riesgo que ciertamente existe y de profundizar en el conocimiento del fenómeno concernido, pero sin tomar medidas que encarezcan arbitrariamente la energía causando daños serios al bienestar de la humanidad a corto plazo.

Hay que tener en cuenta, además, que un impuesto de este tipo discriminaría a unos países frente a otros, como sería su aplicación exclusiva en la Comunidad Europea frente a Japón y Estados Unidos. Tiene también toda la razón el ministro Borrell cuando afirma que España no puede limitar su producción de CO2 sin graves daños para su desarrollo. Como puede verse en el cuadro, es, después de Portugal, el país que menos CO2 emite per cápita y lo será en el año 2000, aun sin limitación de su producción, llegando a cifras del orden de la mitad que Alemania, Bélgica o Dinamarca.

La 'ecotasa'

En dicho cuadro puede verse, asimismo, la poca influencia que tendría la aplicación de la ecotasa, ya que conduciría tan sólo a una reducción del orden del 3,5% de la producción de CO2, respecto a las estimaciones sin ella. Algunos grupos ecologistas caen en contradicción al atacar al ministro de Obras Públicas por su supuesto desprecio al aumento de las emisiones de CO2 de las centrales térmicas españolas, al mismo tiempo que propugnan el cierre de las centrales nucleares e, incluso, combaten la construcción de nuevos embalses hidroeléctricos. Se cierra así un ciclo de falta de coherencia que la población no está dispuesta a aceptar, ya que, si es preciso luchar contra la contaminación provocada por la energía que necesitemos, esta lucha no puede basarse en escenarios que impidan un aumento del bienestar, ni tampoco en utopías totalmente irreales.

De un modo esquemático, la política energética en Europa tiene. que basarse más en intensificar los esfuerzos tecnológicos por disminuir contaminaciones y conocer mejor el ciclo del CO2 Y sus efectos, que en la introducción de impuestos arbitrarios poco coherentes con los objetivos que se buscan. También hay que asumir un necesario incremento del consumo de energía eléctrica y del transporte, al mismo tiempo que se debería poner en marcha una política global de mantenimiento de las masas boscosas del planeta. Ésta debería ser una preocupación fundamental del movimiento ecologista, con el matiz de que la mayor parte de dichas masas se encuentran en países subdesarrollados que no las mantendrán sin un decisivo apoyo económico de los más avanzados.

Juan Manuel Kindelán es ingeniero de minas.

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