El asesino que masticaba aspirinas
La primera vez que fui solo a la Feria del Libro me compré las memorias del asesino norteamericano Caryl Chesman, al que llamaban el asesino del farolillo rojo porque actuaba de noche, en las autopistas, con una linterna como las de la policía, con la que obligaba a detenerse a sus víctimas. Se trataba de un analfabeto que, para encargarse de su propia defensa, se hizo abogado en la cárcel con la naturalidad con la que Freud aprendió castellano para leer el Quijote. Las memorias las escribió ya en el pasillo de la muerte, donde, entre apelaciones y demás, pasó varios años. Finalmente se lo cargaron en la cámara de gas, donde al principio contuvo un poco la respiración para decir adiós con la mirada a todos los testigos. Algunos no habrían podido testificar porque no miraron.Leí el libro a escondidas, para no hacer sufrir a mis padres, y envidié mucho a Chesman: con autopistas como las norteamericanas y un sistema penitenciario tan limpio, también yo podría haber llegado a ser un hombre de bien, con titulación superior y todo. Además, habría muerto como un héroe, sonriendo a mi novia a través del ojo de buey de la cámara de gas. Pero este país, por no tener, no tenía ni cámara de gas. Aquí usaban una - cosa llamada garrote vil, que servía para ajusticiar con vileza, y que a mí me daba mucha grima porque consistía en romperte la nuez, o bocado de Adán, con un tornillo. Creo que por eso no asesiné a nadie, ni me titulé, ni escribí unas memorias, ni nada. Mala suerte.
Años más tarde, también en la Feria del Libro, me compré A sangre fría, de Truman Capote. ¡Qué novela! Había un asesino que masticaba aspirinas todo el rato porque le dolía una rodilla. Este que digo de las aspirinas era el mismo que, frente al patíbulo, cuando le preguntaban si quería añadir algo, decía:
-Supongo que tendría que pedir perdón, pero no sé a quién. Es lo que me pasa a mi, que, si mañana me mataran, tampoco sabría a quién pedir perdón; por eso me gustó tanto el libro de Truman Capote, porque el asesino principal masticaba aspirinas y no sabía a quién pedir perdón.
Pasaron los años y llegué, un poco más mayor, a otra Feria del Libro, de la que volví a casa con La canción del verdugo, de Norman Mailer. ¡Dios mío, cómo era! Contaba la historia de Gary Gilmore, un asesino que, tras ser condenado a muerte, exige que se cumpla de inmediato la sentencia. Los jueces, claro, se quedan perplejos y hacen como que no han oído. Entonces, Gilmore les llama cobardes morales (era un tipo redundante; también mataba de dos en dos) por no atreverse a ejecutar las leyes que defienden.
En esta novela realista hay una chica, Nicole, que se enamora del condenado y le pasa venenos en la vagina para que se suicide. Luego, entre Nicole y Gary se establece una comunicación paranormal, aparte de la de la vagina, que te tiene jadeando hasta que cierras el libro y, cuando lo cierras, eres otro. Y en eso se nota que una novela es una gran novela: en que cuando la terminas, durante un rato al menos, no sabes dónde estás, ni quién eres.
Bueno, y en sucesivas ferias del libro di con El diário de Edith, de Patricia Higsmith, que no se puede ni contar, es mejor que la leas; y con El espía que surgió del frío, de Le Carré, al que un Richard Burton cansado le prestó un rostro inolvidable para el cine; y con tantas otras novelas, en fin, que me han compensado de no matar a nadie, que es mi verdadera obsesión. Lo que quería decir es que la Feria del Libro, aunque parece que está en el Retiro, donde sucede de verdad es dentro de ti, como la gripe. o sea, que vayas.
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