Encuestas y verdades virtuales
Que la publicación de encuestas preelectorales tiene efectos sobre la realidad que describen parece fuera de duda. Se discute ampliamente acerca de cuántos y cuáles son tales efectos, pero no sobre su existencia. Por ser susceptibles de influir sobre cuestión tan trascendental como los resultados electorales, es comprensible que la publicación de tales encuestas sea considerada en muchos países una materia delicada, digna de ser regulada jurídicamente. En algunos países existe incluso un debate no concluido acerca de la conveniencia o no de permitir la publicación de encuestas de este tipo, y en todo caso sobre las condiciones en que dicha publicación debe realizarse.No son frecuentes las legislaciones parcialmente restrictivas en la materia, y desde luego la publicación de resultados falsificados o manipulados está, por lo general, tipificada penalmente. En nuestro caso, la vigente Ley Electoral se ha hecho eco de la misma preocupación, encomendando a la Junta Electoral Central, en su artículo 69.2, que vele "porque los datos e informaciones de los sondeos publicados no contengan falsificaciones, ocultaciones o modificaciones deliberadas ( ... )". No tengo noticia de que la tutela establecida por la ley haya dado lugar hasta la fecha a actuación sancionadora alguna o de si es presumible que en el futuro pueda resultar en alguna acción correctora de abusos. Pero es indudable que abusos se producen.
En el corto espacio de tiempo transcurrido desde la reciente convocatoria de elecciones generales y el día de la fecha, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) se ha visto involuntariamente implicado en dos lamentables incidentes relacionados con la publicación incorrecta de resultados (supuestos) de sondeos preelectorales. En ambos casos se trataba de la forma posiblemente más grave de incorrección, que es la falsificación o invención de los datos, en un caso en forma total y en otro de forma parcial. El más grave de los dos ha consistido en la divulgación de datos ficticios, atribuidos a una encuesta del CIS, de estimación de voto y de distribución de escaños -estos últimos no sólo inciertos, sino además imposibles, por derivar supuestamente de una encuesta cuyo tamaño muestral no permite estadísticamente la asignación de escaños-. En el otro caso se trató de la atribución a "técnicos del CIS" de una no menos ficticia e imposible -por las mismas razones de tamaño muestral- distribución de escaños, aunque esta vez los datos de estimación de voto eran los verdaderos. Que en ambos casos el partido más beneficiado por los datos ficticios fuera el mismo no hace al caso.
Hechos como los que anteceden hacen necesaria la existencia de mecanismos eficaces que impidan tales abusos, cuyas consecuencias son, por lo general, irreparables. Es preciso que su efectividad sea tal que todos los medios de comunicación se cercioren, antes de proceder a la publicación de datos no encargados por ellos mismos, de su veracidad. Es indudable que cualquier informador puede ser objeto de una intoxicación informativa, y que, tratándose de materia tan cotizada como los pronósticos electorales, se sienta inclinado a publicarla sin más comprobaciones. Desgraciadamente, hay muchas ocasiones en que el interés informativo prima sobre la veracidad.
La irreparabilidad de las consecuencias de estas prácticas no precisa de reiteración. En efecto, en casos como los descritos es muy probable que otros medios de comunicación, desconociendo el ilegítimo origen de los datos, se hagan eco de la noticia y contribuyan a su plena difusión. La falsa información comienza entonces a convertirse en una realidad virtual, de las que tan de moda están hoy. Pronto la carga de la prueba ya no reposará sobre quien ha divulgado la información incierta: habrá pasado al organismo al que se imputa la producción de esos falsos datos. Y a tal organismo puede que incluso le resulte difícil probar que los datos ciertos sean suyos y no los espurios.
Para gravar las cosas, es muy posible que la historia no termine aquí. Por el contrario, lo que ocurre después puede tener incluso valor paradigmático. A quien se siente maltratado en casos así -en este caso el CIS- le queda el famoso derecho de rectificación. Supongamos que trata de ejercerlo, venciendo el temor que suelen sentir los ciudadanos a entrar en polémica con los medios de comunicación. Quiérase o no, existe una idea muy difundida entre los particulares, y es la de que en el caso de que alguna información afecte injustamente a su honor o se sientan heridos por ella, lo mejor es no hacer nada, porque en pugnas con medios de comunicación siempre se sale perdiendo. Se trata, seguramente, de una versión contemporánea del ancestral temor a meterse en pleitos.
Si se decide a rectificar la información incorrecta es posible que entre en una dinámica perversa que tiene que ver con la naturaleza asimétrica de las relaciones entre ciudadanos y medios de comunicación, y que finalmente el éxito no le acompañe. Las notas de prensa que envié a los distintos medios informativos desmintiendo la información incorrecta probablemente no sean recogidas, y no sólo por la sencilla razón de que la noticia falsa tiene mucho más interés informativo que el gris desmentido. Lo más seguro es que otros medios, los no concernidos, no querrán mezclarse en la posible polémica. Por lo que hace al medio que publicó la información incorrecta, cabe la posibilidad de que publique la rectificación, o puede que no. Si lo hace, es casi seguro que lo hará en un pequeño espacio, normalmente recóndito e ignoto, y quizás en forma mutilada. Si alguna regla general hay en la materia, es la de que las rectificaciones siempre tienen mucho menos eco que las informaciones que las han motivado. Desde luego, el rectificante tiene la opción de acogerse a la legislación que regula el derecho de réplica, pero eso le creará importantes molestias y quebraderos de cabeza, y en todo caso tiene que aceptar la posibilidad de tener que terminar en los tribunales. Sea como sea, el replicante casi siempre sale perdiendo. Porque además es muy posible que sea objeto de adicionales insultos y descalificaciones por parte del medio que publicó la información incierta, a veces en un sostenido ejercicio de saña vindicativa que también cumple funciones de intimidación. Algunos medios siempre tienen la última palabra.
Al final, lo más probable es que la noticia incierta prevalezca sobre la verdadera, y que el rectificante, apaleado e intimidado, decida aceptar el pesimista consejo de renunciar en el futuro a ejercer el derecho de rectificación.
es presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas.
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