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Votar a tres bandas

"ME GUSTARÍA que ganara el partido X, pero voy a votar al partido Y". He aquí una aseveración frecuente en estos días de campaña. electoral. Todos hemos oído, incluso leído en este diario, frases por el estilo, pronunciadas además con evidente satisfacción por un cierto número de astutos ciudadanos. La actuación de un tal votante es similar a la del jugador de billar a tres bandas que para embocar la bola en un agujero que se encuentra en una dirección la impulsa en otra distinta, tras haber calculado la trayectoria, sin duda más incierta, pero menos aburrida que la rectilínea. Ya sólo por eso las próximas elecciones merecerían el análisis científico detallado de unos resultados en los que ha mediado tan portentosa técnica.Los partidos deberían estudiar cuidadosamente sus resultados, junto con los de los competidores, puesto que serán receptores de votos despechados, procedentes de ciudadanos que en realidad no quieren que gobiernen, mientras que una parte de los que sí desean que gane estarán engrosando la cosecha electoral del vecino. La situación no es airosa para ninguno.

La razón de dicho comportamiento, al parecer bastante extendido en estas elecciones, puede ser un ejercicio de exquisita estrategia, en el que tras un análisis cuidadoso de las conductas electorales de los otros, que conducirían al resultado desea-, do por el propio votante a tras bandas, se llegaría a la conclusión de que la propia conducta debe diferenciarse, a fin de matizar, o corregir, dicho resultado. 0 puede responder, simplemente, a la propia exquisitez electoral, consistente en pensar que proceder como casi todo el mundo, es decir, votar a quien se desea que gane las elecciones, es una ordinariez.

Sospecho que esa ordinariez era la prevista como norma por los primeros teóricos y fundadores de la democracia representativa, y se hubieran sorprendido bastante ante la proliferación de una tan indirecta relación, o falta de relación, entre resultado deseado y voto emitido.

Se trata de conductas que son posibles únicamente en el supuesto de que los demás no procedan del mismo modo, algo bastante extendido en otros ámbitos de la vida social, y que subyace en fenómenos que van desde el parasitismo agudo a formas benignas de conductas aprovechadas. En general, este tipo de actitudes se basan en la hipótesis de que los otros, con su comportamiento, digamos más convencional, permiten que el propio sea original e imaginativo, pero serían imposibles, o conducirían a resultados imprevisibles, si todo el mundo se produjera con la misma originalidad. Responden a una forma de elitismo implícito que presupone la existencia de una mayoría que realiza la brega, en este caso electoral, necesaria para mantener, o llegar, a una situación que se entiende como deseable, pero que libera a la minoría chic de participar en esa brega, normalmente vulgar y sin chispa.

En todo caso, la imagen que se me viene a la cabeza cuando intento visualizar el proceso electoral, con ayuda de la metáfora del billar, no es la de un jugador que afina con cuidado su jugada de lujo, sino la de varios millones de jugadores a tres bandas tirando simultáneamente, seguramente porque tengo tendencia a pensar que si un cierto comportamiento electoral es inteligente y apropiado lo lógico es que sea adoptado con carácter general, y no sea exclusivo de una minoría selecta. Por lo demás, la previsión de lo que pueda deparar la confluencia de tal cantidad de tiradas de lujo, aun en el caso de que cada jugador individual sea certero, requeriría ciertamente el concurso de una legión de expertos en una clase de sistemas físicos, de gran complejidad, que reciben el nombre de caóticos.

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es rector de la Universidad Autónoma de Madrid.

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