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Los españoles y sus partidos

FRANCISCO RUBIO LLORENTE

Para las gentes de mi generación, la posibilidad de votar (o la de no hacerlo pero por decisión propia) produce siempre un cierto gozo. Como hemos vivido casi toda nuestra vida bajo el poder de un hombre que no se sintió jamás obligado a ofrecernos tal posibilidad, seguimos viendo en las elecciones la ceremonia obligada de la democracia y teniendo presente la idea de que ésta es la única forma legítima de gobierno; la única forma de dominación de unos hombres sobre otros compatible con la libertad y la dignidad de éstos. O dicho más brevemente: la única estructura de poder en la que los que han de obedecer pueden seguir considerándose hombre y no corderos.Desde luego, para mucha gente la condición de cordero no es nada desdeñable, y hasta preferible a la de hombre si el cordero en cuestión está bien alimentado y protegido, o aún sin estarlo goza de las preferencias del pastor. También en mi generación se pueden encontrar seguramente personas que sientan así (que sientan digo, no que piensen; lo de pensar es otra cosa, incluso tratándose de pensamiento débil). Eso no es de preocupar, puesto que demográficamente sólo somos ya minoría.

Lo que sí puede causar alguna preocupación es el hecho de que las críticas contra nuestro sistema electoral o contra los partidos que compiten por el poder puedan engendrar, en los muchos españoles para los que el franquismo, es sólo historia, este sentimiento borreguil, la idea, o sospecha, o creencia de que existe alguna alternativa, pues es claro que no la hay. Por ineficaz que sea, un gobierno democrático es siempre Mejor que cualquiera que no lo es. Permítaseme por una vez que para no contribuir a hacer mayor ; ese riesgo, en lugar de expresar reservas frente al sistema electoral y los partidos que dentro de él se mueven, rompa una lanza en favor del uno y de los otros.

El sistema electoral no es probablemente el mejor de los posibles y sin duda la inclusión en la Constitución de algunos de sus elementos básicos resulta hoy inconveniente. Ni es tan malo, sin embargo, como frecuentemente se afirma, ni es fácil encontrar uno que, en nuestras circunstancias, sea claramente superior, ni por último es ese sistema el origen único o principal de los defectos de nuestro sistema de partidos.

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Es cierto que el sistema d'Hondt distorsiona algo la proporcionalidad en favor de los partidos mayores, pero la proporcionalidad pura es generalmente considerada, en Italia como en Israel, uno de los principales defectos de los respectivos sistemas. Es cierto que las listas cerradas y bloqueadas disminuyen la libertad del elector y fortalecen el control que las cúpulas de los partidos tienen sobre éstos, pero en Irlanda se hacen frecuentes críticas a su sistema de listas abiertas y en Italia se suele dar por cierto que el desbloqueo de las listas es uno de los factores que más han favorecido el control de la Mafia o sus afines sobre el proceso político en las regiones del Sur.

Es cierto que un sistema puro de pequeños distritos uninominales favorece o puede favorecer la relación directa entre electores y elegidos y por consiguiente hacer a éstos más sensibles a los deseos de aquéllos, pero prescindiendo de otras consideraciones, a la vista de las reacciones que frecuentemente se producen frente a situaciones de este género en Cantabria o en otras partes de nuestra geografía, tampoco estoy muy seguro de que sea ese dominio de la representación política por intereses caciquiles o lugareños el remedio para nuestros males. Seguramente el sistema, como todo lo humano, es perfectible, pero no habiendo graves males, tampoco hay grandes remedios.

El mayor mal que al sistema se imputa es el de crear o favorecer los defectos de los que adolece nuestro sistema de partidos y, como reflejo de ellos, nuestra vida parlamentaria: la estructura oligárquica de los partidos, la pobreza del debate parlamentario y la pérdida de poder del Parlamento frente al Gobierno. Como sabe cualquiera que se haya acercado a los estudios sobre el tema, esta influencia del sistema electoral sobre el sistema de partidos es objeto, sin embargo, de un interminable debate del que es difícil obtener ninguna conclusión clara, y desde luego absolutamente ninguna de validez general.

Pero además de ello, ni este sistema es tan malo (tener a la derecha y a la izquierda del centro, dos partidos relativamente moderados y con la fuerza suficiente para gobernar por sí mismos o encabezando una coalición, no es una mala estructura), ni los defectos que reprochamos a nuestros partidos son otra cosa que los defectos de nuestra propia sociedad. Como sociedad, es decir, prescindiendo de individuos aislados, ésta no, es, ni en lo intelectual ni en lo moral, muy distinta de los partidos que padecemos. Si lo fuera ¿qué le impediría cambiarlos?

El otro día me ha parecido leer en alguno de los periódicos españoles que llegan por aquí la insigne estupidez, propuesta por algún dirigente político, de que la sociedad civil (es decir, la única sociedad que tenemos) debería constituirse como poder fáctico, o grupo de presión o algo así. Naturalmente que no. La sociedad civil no tiene que constituirse en nada porque ya está constituida. Su aparato de poder es el Estado y el control que sobre él ejerce no es ningún poder fáctico, sino todo 10 legítimo que cabe imaginar. Quizá para mejorarlo habría que atribuir también directamente a la sociedad, la financiación de los partidos políticos, que ahora se nutren de la sociedad, pero por intermedio del Estado; de las aportaciones de los ciudadanos, pero no de las que éstos determinan en cuanto tales, sino de las que se les imponen como contribuyentes.

Pese a todos sus inconvenientes, que no desconozco, soy muy partidario de la financiación privada de los partidos políticos. Pero aun sin disponer de este eficaz medio de control, la famosa sociedad civil es en último término la única responsable del modo de ser y de actuar de los partidos que han surgido de ella y son sus instrumentos. Los partidos son lo que son porque los españoles somos lo que somos, y no es serio descargarse en ellos de nuestras propias culpas.

Y en último término, ni ellos ni nosotros somos tan malos. Simplemente mediocres y por eso entre mediocres hay que elegir. En España, como en cualquier otro país civilizado, no se puede creer en remedios milagrosos ni en salvadores carismáticos. El bien absoluto es el mayor enemigo de la democracia. No se vota nunca en favor del bien absoluto, sino de lo relativamente mejor.

es catedrático de Derecho Constitucional.

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