Luces y sombras
LA SENTENCIA dictada por la Audiencia Provincial de Bilbao en el caso Brouard no deja de constituir, al mismo tiempo, un triunfo y un fracaso de la justicia, como suele ocurrir siempre que tiene que enfrentarse a procesos en que aparecen dudas, sospechas o indicios que relacionan los hechos con el turbio mundo de los servicios. Triunfo por cuanto que, aun con retrasos y dificultades, siempre llega a tiempo de juzgar y de aplicar la ley; y fracaso por cuanto que es incapaz de someter a su veredicto todas las ramificaciones del hecho criminal. Buen número de indicios y de sospechas queda difuminado en los folios del sumario sin posibilidad de convertirlos en pruebas y certezas.En el caso Brouard, este escenario ambivalente es más visible que en otros casos semejantes. La sentencia es una confesión de la impotencia de los jueces para investigar en toda su extensión una realidad que intuyen, pero que finalmente se ha hurtado a su conocimiento. Los 5.000 folios del sumario y los casi nueve años de instrucción se han materializado en una sola condena: la de Rafael López Ocaña, un antiguo confidente policial, como autor material -junto a otra persona de la que se desconocen todos los datos- del asesinato del médico y dirigente de Herri Batasuna Santiago Brouard, el 20 de noviembre de 1984, en Bilbao. Un "escaso y menguado resultado", según los jueces, sobre todo si el crimen tuvo un móvil político, como afirman.
De ahí que el tribunal deduzca la existencia de otras piezas del rompecabezas que, aunque no hayan alcanzado el carácter de material probatorio, le dan verosimilitud: un plan preconcebido y acordado por terceras personas no identificadas, otros protagonistas con identidad y papeles desconocidos para el tribunal y, en definitiva, una historia más completa que la que consta en el sumario. Sólo a un cuadro de tales características podrían corresponder las pinceladas judicialmente probadas: que los autores materiales del asesinato actuaron como simples ejecutores y que el móvil del crimen fue político.
No es, en todo caso, un balance pobre el conseguido por la justicia en el caso Brouard. El que casi nueve anos después de cometido aquel asesinato alguien haya respondido penalmente de él es un éxito indudable. Sobre todo cuando es fruto de una investigación que ha estado sometida a numerosas vicisitudes entre los encargados de llevarla a cabo: el fiscal Valerio, primer representante del ministerio público que actuó en el proceso, fue sustituido de manera poco clara cuando dirigió sus pesquisas hacia determinados servicios de información del Estado, civiles y militares; la colaboración policial en la instrucción judicial no ha sido fácil, y el sumario ha pasado por las manos de ocho jueces antes de darlo por concluido en 1991.
Ello explicaría, fundamentalmente, el claroscuro de su desarrollo. En primer lugar, una exasperante lentitud que tiene un efecto distorsionador sobre el pronunciamiento judicial: el tiempo de la justicia nada o poco tiene que ver con el de los hechos, de modo que se hace necesario un considerable esfuerzo para comprenderlos desde unas coordenadas temporales muy distintas a las de entonces (los tensos y oscuros años de la batalla contra el terrorismo y de la guerra sucia de los GAL). Y en segundo lugar, que sólo uno de los posibles implicados haya respondido de sus actos y que el resto de la trama haya quedado embozado entre indicios y conjeturas. Pero, en cualquier caso, el juicio por el asesinato del dirigente de HB Santiago Brouard muestra una vez más que la justicia no distingue entre las diversas formas de criminalidad por móviles políticos. Retrospectivamente, el caso Brouard ha puesto también de manifiesto algo muy importante: la criminalidad que amenazó con articularse como respuesta a ETA no acabó con el terrorismo, pero tampoco pudo truncar el imparable proceso de pacificación de la sociedad vasca impulsado en los años siguientes desde sus sectores más responsables y dinámicos.
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