Mítines borrascosos
Desde ahora, cuando llega, el fin de semana, los candidatos preparan sus ropas de sport y se dirigen en coche a las provincias. Algunos, como Aznar, se llevan incluso a la mujer y a los niños y los sientan en primera fila no sólo para que lo vean mejor, sino para dirigirles palabras de amor ante la concurrencia enfervorizada. La emoción, el fogaje, el insulto, la embestida y el dislate son los cometidos de la salida al mitin. El público exige sangre. ¡Dales caña! fue el grito con que se jaleaba a Guerra, y se lanzó también, en Jaén, sobre José Mari. La gente quiere pasárselo bien; soltar adrenalina. Unos llegan en autobús desde lugares distantes, otros suspenden sus hábitos dominicales y rinden excusas a la familia para acudir a la concentración. Lo que esperan todos de un palacio de deportes es que el partido salga caliente, y, en un coso, que el torero se la juegue hasta el filo de la inguinal. El mitin es el vestigio de la violencia política, pero, también, una vez adquirida una visión cínica de la política, el espectáculo de la horda. De ahí que el público acuda en proporción a la dinamita que se atribuya al candidato. Y de ahí también que la gleba juzgue bien o mal al orador en función del cianuro que ha notado discurrir por sus venas.Por una temporada, la vida cotidiana encuentra esta compensación electrovoltaica para su desorden secreto. El éxito de los políticos mitineros tiene menos que ver con su potencial capacidad para gestionar la cosa pública que con su habilidad para producir estímulos. Toda intervención sensata o infantilizada, como sugiere la voz guisante de Garzón, tiende al fracaso. El público no acude a un mitin para escuchar alusiones a Disneylandia, pese a presentarse el juez al costado de Rosa Conde, con sus blusas despertadas y blandas. Lo que la concurrencia espera, sobre todo, son actuaciones a lo Schwarzenegger que se alistan con la patada en los morros. Los enemigos se lo merecen. Toda la maleza que rodea el argumento del día vulgar, repetido o parado, se conmuta por esta función que escenifica la explosión de lo real. Los políticos deben ser nitrocelulosa en el acto superreal del mitin. Predicadores, profetas, vendedores de belladona, justicieros, taumaturgos, flamígeros, redentores de la frustración menor. Llega el lunes y el martes, sin embargo, y, desde los primeros debates en televisión, aquellos cimarrones aparecen transmutados en seres pulidos. Aznar vuelve a ajustarse la corbata sobre la camisa a rayas; Felipe cambia la cazadora por la chaqueta de Yusty; Rosa Conde se abrocha un botón; aparece Narcís Serra, cuya máxima calaverada es tocar el piano al atardecer, o Julio Anguita, que ha aprendido a lacarse el peinado con Elnett Satin.
Cada semana, desde ahora, se suceden las cúspides y depresiones de esta larga campaña convertida en un telefilme en el que las cumbres borrascosas de sus mítines pervivirán como una romántica ensoñación de lo imposible y lo mejor.
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