Yvonne
Yvonne Barral es una mujer admirable. La conozco sólo de vista: alguna vez me condujo hasta el poeta, ocupado en atizar los leños de la chimenea de su casa de Calafell o bien oscurecido por la penumbra libresca de su atestado gabinete de Barcelona. Sospecho, además, que su relación de 40 años con Barral pudo ser intensa y riquísima, pero nada fácil, y que su vida última se ha visto atravesada por una suerte muy diversa de precariedades. Eso es todo. Por tanto, no hay nada personal en un juicio estrictamente basado en la decisión de Yvonne de no poner trabas a la publicación de Los diarios 1957-1989, esos cuadernos de la vida y de la escritura que Barral fue anotando a lo largo de tres décadas. Es más, no sólo no puso trabas, sino que estipuló una condición taxativa: que no se tocara una coma de lo escrito. La condición tiene valor porque en esos diarios Barral se expresa sobre el mundo con la máxima libertad de que fue capaz y no rehúye los aspectos de ese mundo que afectan a su matrimonio.En el supuesto de que la voluntad última de su autor no esté clara y sellada, la edición póstuma de cualquier papel íntimo topa con frecuencia con dos problemas insolubles: la resistencia de los albaceas literarios ante la posibilidad de que esos documentos informen con demasiado detalle y crudeza sobre el proceso de creación de una obra supuestamente oracular e intocable; o bien el pudor de sus albaceas familiares, temerosos de que la imagen del escritor -y la suya propia- se vuelque al exterior con la fuerza candente de un río de lava. Las dos actitudes tienen un punto de coincidencia: el hurto de un autor ante sus contemporáneos o ante las generaciones futuras; el hurto, en fin, de la memoria.
Por eso Yvorme merece la admiración de todos los que consideramos a Carlos Barral como un asunto propio. Entre ellos, obviamente, el propio poeta.
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