La lectura de los labios
Seguramente las generaciones cuya cultura del ocio se asocia con la televisión reinterpretarán los debates mano a mano de esta campaña electoral como reñidos partidos de tenis que concluyen siempre con un vencedor. Los aficionados al cine negro, sin embargo, sentirán más bien la tentación de echar mano de metáforas tomadas de las películas clásicas de boxeo; los combates pugilísticos y las disputas políticas tienen en común que las peleas en el ring o en los estudios -excepto si se produce el KO o el abandonose suelen resolver por puntos, según los discrepantes criterios de varios jueces que están habitualmente en franco desacuerdo.Rodrigo Rato -con el albornoz del PP- saltó al debate del pasado lunes para cruzar los guántes con Solchaga, tal vez el más temible de los polemistas con que cuenta el PSOE. El aspirante popular se marcó la estrategia de machacar sin piedad la ceja del ministro de Economía en sus zonas más delicadas: el paro, los tipos de interés, el déficit presupuestario, la deuda pública, la balanza comercial, la estabilidad de la peseta. En un cuerpo a cuerpo agotador, Rato martilleó una y otra vez los puntos débiles de un contrincante trabado en sus réplicas por la contundencia de algunos datos eficazmente sesgados; el diputado popular también se permitió el golpe bajo de exhibir la carta del director general de Transacciones Exteriores sobre la que se pretende basar la eventual querella penal -con la que el PP amaga desde hace meses- contra las hipotéticas irregularidades a&ninistrativas del Gobierno al autorizar las inversiones de KIO.
Solchaga se defendió lo mejor posible del acoso, pero los ministros de Economía de cualquier país en recesión siempre acuden a esos debates con un bagaje incómodo: a la oposición le basta con levantar acta de las desgracias y endosarlas a la ineficacia del Gobierno (sobre todo, si lleva 10 años en el poder). Los logros obtenidos durante el auge del ciclo -entre 1986 y 1990- quedan relegados al olvido o son imputados a la bonanza internacional; y las mejoras cuantificables de diversas áreas -educación, sanidad, pensiones o infraestructuras- reciben el roce abrasivo del razonamiento contrafáctico según el cual las cosas hubiesen ido mucho mejor con otro Gobierno.
Aunque Solchaga intentó llevar la discusión hacia el programa electoral del PP con ánimo de probar su inconsistencia, demagogia e irresponsabilidad, Rato mantuvo hábilmente las distancias; el ministro socialista descargó la artillería sobre la propuesta popular de congelar primero los impuestos y rebajarlos después, manteniendo o aumentando al tiempo las prestaciones sociales y la inversión pública. Desde que George Bush pidió a los norteamericanos que leyesen en sus labios ("read my lips") la promesa de no subirles los impuestos, la experiencia debería aconsejar mayor prudencia a los candidatos que ofrecen programas de imposible cumplimiento; baste con recordar que el conservador Balladur acaba de subir la presión fiscal y recortar los gastos sociales en Francia. Pero al PP no parece importarle demasiado que le echen un galgo en 1997 con tal de ganar las elecciones en 1993.
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