Nostálgicos
No sé quién ha acuñado el término, pero las palabras tienen dueño, decía Lewis Carroll, y el dueño de la palabra nostálgicos aplicada a los antagonistas de Boris Yeltsin no es otro que el Gran Hermano democratista, ese gran anteojeador con una capacidad de producción de anteojos en régimen de monopolio que llega a copar todo el mercado uno, grande y libre. Reducir la oposición a Yeltsin a una caterva de nostálgicos del comunismo y el nacionalismo de Iván el Terrible es un objetivo estratégico de los flecos de la guerra fría, esa fase de limpieza de policía de todo foco de resistencia. Y si se atiende el mensaje que envían esos nostálgicos de Stalin y de Iván el Terrible se percibe que no hay tanta nostalgia como evidencia de que ni la vida ni la historia han sido como las esperaban ni como se las merecían. Más que nostálgicos habría que llamarles desesperados ante la evidencia de todas las miserias añadidas que se les han caído encima y de que los yuppies poscomunistas tipo Yeltsin no han hecho otra cosa que salvarse como casta política, y tan gestores de su voluntad de clase dominante eran en los tiempos de la nomenklatura como en los tiempos actuales, en los que se recompone y homologa una sociedad de clases.Algunos nuevos kremlinólogos asumen el vocabulario de El Gran Hermano y sólo tienen reproches para los nostálgicos y carantoñas para Yeltsin, esa mezcla de topo de novela de Le Carré y de ex ministro de Información y Turismo de la época franquista. Por ejemplo, el otro día, los culpables del combate callejero entre manifestantes y policías fueron esos nostálgicos, empeñados en llegar a la plaza Roja, decolorada por el detergente del pensamiento uno y trino. Hubo palos porque los nostálgicos se empeñaron en llegar a la plaza ahora prohibida y presumo que detrás de esta corcuerización del lenguaje informativo hay una corcuerización de la retina del analista.
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