El holandés Van Poppel repite en Albacete
CARLOS ARRIBAS, Jean Paul Van Poppel (Lotus) aprovecha sus oportunidades como pocos. Pocas etapas quedan que puedan terminar en llegada masiva, pero el holandés, de 30 años, apenas las deja escapar. Ayer, en Albacete, logró su segundo triunfo en esta Vuelta, después de una etapa sedante en la que el viento de cara marcó el destino. Los corredores llegaron con casi una hora de retraso sobre el horario marcado por la organización. Alex Zülle (ONCE) sigue de líder, pero levantó una pequeña duda. Un despiste suyo abortó un ataque de su equipo en un momento de viento lateral. Fue la gran anécdota de una jornada gris.
Giuseppe Saronni, manager del Lampre, llegó a la Vuelta. El, ex campeón del Mundo, experto en trucos, ha enseñado a su pupilo Maurizio Fondriest a ganar clásicas, pero, no metió la cordura necesaria a Yamolidín Abduyapárov para que el uzbeko se estrenara, por fin, en esta Vuelta. El velocista del Lampre, muy bien llevado por su equipo hasta los últimos 700 metros, atacó demasiado pronto. "No está al 100 por 100", explicaba Saronni, "pero tenía que haber atacado en los últimos 200 metros". Sus lanzadores no cumplieron con la segunda parte de su función: reducir la velocidad y cerrar el paso a los potenciales rivales. Por el portón que dejaron abierto se colaron los más peligrosos. Y sobre todo uno: Van Poppel. Abduyapárov hizo de lanzador del holandés ganador. Cuando se le acabó el oxígeno al uzbeko, el holandés salió de su rueda y cómodamente ganó. Tanto trabajo para nada.Porque la etapa fue opiácea pero con algunos ramalazos anfetamínicos. Taquicardias y temblor de manos. Y gran agudeza mental. La culpa fue del viento y de las rectas manchegas. Contra el viento, cuando venía de cara, se lanzó solo durante más de 140 kilómetros Erwin Nijboer (Artiach) sin éxito.
Las pocas curvas también quisieron, como estrellas invitadas, participar en el culebrón. Y pidieron permiso al viento. Si venía de cara, al girar, lógicamente, tendría que dar de lado. Los directores, que habían lanzado a sus segundos como exploradores armados con un transmisor, conocían las veleidades. Manolo Sáiz, experto estratega, planificó. En una curva de 90 grados, en Quintanar de la Orden, sus corredores recibieron el mandato: poco antes, delante, y al girar, a tirar como locos. Obedecieron los Díaz Zabala, Hodge y compañía. Perfecta la jugada: viento lateral, abanico y corte logrado. Se vaciaron en pocos segundos y, entonces se miraron unos a otros y se dieron cuenta de que faltaba el protagonista. El líder, Alex Zülle no había podido colarse. Frenazo y, a dormitar. Y llegada masiva al canto.
La programación y el destino
C. A., Un ordenador depende de un programa. Y un programa sólo acepta lo planificado. Los datos que se sabe se van a producir. Tony Rominger está atado a un ibeeme, pero en él no pude introducir todo lo que desea. Sobre todo, lo imprevisto.
El ganador de la última Vuelta, por ejemplo, tiene una cita dolorosa con Ávila. El año pasado se cayó, golpeado por un espectador. Esta edición, en la misma ciudad, se dio con un cámara de televisión y se hizo daño en la clavícula. Si no gana este año otra vez será, seguro, por un factor en el que no haya podido influir.
No es metáfora. El segundo suizo de la Vuelta, está enganchado a una computadora. Desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre. El hombre es puro método. Todos los días se sienta un rato delante del teclado. Y empieza a introducir datos. Los días que no hay carrera confía a la máquina los kilómetros y la intensidad del entrenamiento. Como usa un pulsómetro -un aparato como un reloj que mide la frecuencia cardiaca- le vacía la memoria en el ordenador. Así sabe las pulsaciones a las que ha funcionado su corazón en cada kilómetro.
Rominger es serio y distante. Cuando tiene la cabeza metida en un asunto, nadie puede acercarse. Sería una molestia para él. Y en la Vuelta siempre tiene el cerebro ocupado en asuntos de ruedas. Ni antes de que comience una etapa, ni después es accesible. En el hotel, nada más llegar a la meta, el suizo, de 32 años, saca del bolsillo el perfil de la etapa recorrida, los kilómetros, el gráfico, incluso el resultado y el tiempo empleado. También los datos del pulsómetro. El programa trabaja y rinde sus resultados. Sobre ellos, Rominger extrae sus consecuencias.
El meticuloso suizo no se queda solo con sus datos. Benjamín Fernández, médico de su equipo, el Clas, tiene un programa similar. Y estudia los datos. Lejos, en Italia, queda el médico personal de Rominger, el doctor Ferrari. Con él Rominger habla frecuentemente. Le cuenta sus sensaciones y lo que le dice la máquina, y recibe un plan. Sea de entrenamiento o de carrera. Es su oráculo. El ordenador, el intermediario.
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