¿Por qué perderán los socialistas?
No es probable que se derrame mucha tinta identificando las razones de la previsible victoria del Partido Popular. Los factores decisivos del resultado electoral que se avecina hay que buscarlos en el campo del adversario. De manera que la cuestión correcta es: ¿por qué perderán los socialistas? Y la respuesta, de entrada, es: porque se han quedado solos.Un partido político que aglutina a menos de 300.000 afiliados recibió en 1982 más de 10 millones de votos. Es decir, un 0,8% de la población se hizo, en el sentido literal de la palabra, con la voluntad del 48% de los votantes.
La forma más acientífica de interpretar ese resultado consistiría en, sacar la conclusión de que la concepción del mundo que tenían los 10 millones de votantes coincidía con la de los 300.000 militantes. O lo que es todavía, peor: que la concepción del mundo de los vencedores era un reflejo fiel del interés general de los 40 millones de españoles.
Así ocurrió, no obstante, en la práctica. Cada vez que algún observador despistado se atrevía a cuestionar la validez de esa hipótesis descabellada, se le restregaban por las narices los 10 millones de votantes que habían coincidido en favor de la opción socialista. Sin parar mientes en que la coincidencia en el sentido del voto por parte de 10 millones de ciudadanos no significaba que estos votantes también coincidían en todo lo demás; y menos todavía los 11 millones que votaron en contra.
Lo importante no es tanto la patrimonialización partidista del interés general como las contradicciones que estallan cuando se aplican comportamientos heredados del pasado -característicos de partidos políticos que defienden, como su nombre indica, intereses de parte- a una sociedad nueva que ya no se estructura en función de las divisiones que configuraron el nacimiento de tales partidos.
La pura, azarosa, transitoria, coyuntural coincidencia en el sentido del voto por parte de 10 millones de personas, por razones muy dispares en cada caso (afinidad cultural, fidelidad electoral, ganas de castigar a la propia alternativa política, encariñamiento con una determinada persona o componente del programa ofertado, la coyuntura internacional, la meteorología, el estado de ánimo, la intimidación, el dispositivo material del acto de votar, con o sin protección de la intimidad personal), conduce al sorprendente resultado de que la secta de los 300.000 se sienta legitimada para convertir al país en su santuario durante cuatro años.
La magnitud de ese despropósito es de tal calibre que las mentes más lógicas y menos ideológicas de la opción vencedora se sienten moralmente, que no políticamente, obligadas a recordar que el partido es sólo el partido, por muy ganador que fuere, y que otra cosa bien distinta es el Gobierno de la nación, el cual no debe ignorar ni a los que votaron en contra, ni a los que, habiéndole votado, lo hicieron casi por casualidad o por razones efímeras.
El choque entre legitimidad y racionalidad está servido, particularmente si el partido político en cuestión no comparte la concepción de la democracia que Stuart-Mill expuso en su Ensayo sobre la libertad: "Tan absurdo sería que la mayoría intentara silenciar a la persona que no comulga con la opinión generalizada como que el disidente intentase imponer su criterio a la mayoría".
Al analizar la situación española, probablemente el lector saturado de las querellas entre felipistas y guerristas incluirá a Felipe González entre las mentes más lógicas y menos ideológicas de su propio partido. Seguramente es cierto, pero no totalmente. A Felipe González le ha faltado dar el siguiente paso en su rebelión moral contra la política. No ha querido asumir públicamente que los partidos políticos son los que se aprovechan de las elecciones, pero no son, en el mundo moderno, los que las ganan. Los vencedores son los millones de electores que se confabulan temporalmente en favor de una opción política. La secta de los 300.000 puede hacer windsurfing en la cresta de la ola que supo anticipar pero no apropiársela.
Tan es así que la opinión pública exige símbolos claros de que la secta no se ha quedado con la ola. No basta decir que el nuevo Gobierno hace suya toda la diversidad de corrientes y sectores que la llevó al poder. El Gobierno socialista se cansó de repetir que, además de sus propias señas de identidad socialista, en la casa común tenían cobijo comunistas, verdes, liberales, centristas y regeneracionistas. El único símbolo de esta supuesta apertura fue Francisco Fernández Ordóñez, y por eso fue también el ministro más querido. Paco era la única prueba para los votantes de que los windsurfistas no se habían apropiado de la ola. Cuando él se fue, los demás se quedaron solos.
Para seguir justificando la previsión del resultado negativo para los socialistas que aquí se les anticipa en la próxima contienda electoral, bastará con añadir ahora los pecados pequeños. Se reducen a tres:
Primero, una lectura presidencialista de la Constitución que ha generado todos los efectos devastadores que son característicos del cesarismo: problemas de sucesión, problemas de cohortes y problemas de concentración del poder.
Segundo, una falta de respeto prodigiosa hacia la necesaria separación de poderes en que se fundamenta el Estado de derecho. Ya es hora, sin levantar la voz, de describir lo que aquí de verdad ha ocurrido, un intento por parte de la mayoría que salió de las urnas para cooptar no sólo el poder ejecutivo, sino también el legislativo y el judicial.
Por último, se abandonó el propio concepto de política que había cristalizado en el inicio de la transición. La política en los primeros años de la transición a la democracia se entendió como cauce para la experimentacion y búsqueda de esquemas de convivencia superiores a los heredados del pasado. Vale la pena traer a colación una reflexión de Mahatma Ghandi: "Yo no podría ser religioso si no estuviera conectado con toda la humanidad. Y la única manera de estar conectado con ella es participando en política". En el inicio de la transición, la idea de la política en España -es bueno recordarlo en medio del fragor de comportamientos anómicos- tuvo el contenido ghandiano de solidaridad y servicio que ahora no tiene.
Alguien, tal vez inconscientemente, transformó aquella noción de la política en un puro instrumento para la perpetuación en el poder.
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