La izquierda y sus rubores
En el próximo noviembre se cumplirán cuatro años de la caída del muro de Berlín. Si bien hemos asumido los reajustes de fronteras, los trapicheos de mercado y las guerras intestinas ocurridas en Europa tras ese acontecimiento casi paradigmático, tal vez no hayamos tomado aún conciencia cabal de las transformaciones que, paralelamente, se han producido en el talante y los comportamientos de la clase política. "En la política lo real es lo que no se ve", sugirió alguna vez José Martí.Por lo pronto, una vez extinguido, por razones obvias, el áspero y dilatado encaramiento Este-Oeste (las relaciones ruso-norteamericanas se han vuelto casi empalagosas), la vacante dejada por el ex inconciliable enemigo no llegó a ser aceptablemente llenada por Sadam Husein. Tal vez a causa de sus excentricidades, y a pesar de los ingentes esfuerzos de George Bush, el imprudente invasor de Kuwait no pudo cumplir el papel de Anticristo que le fuera generosamente asignado.
La guerra del Golfo sirvió al menos para demostrar que lo único verdaderamente internacional que posee la ONU es su desprestigio. Los viajes, carrerillas y otras misiones cumplidas en su momento por Pérez de Cuéllar en su papel de diligente recadero de EE UU no contribuyeron, por cierto, a consolidar la autoridad de las Naciones Unidas. Como derivación de aquella chapuza, actitudes posteriores del organismo internacional (verbigracia, las severas resoluciones sobre la situación yugoslava y el informe de la Comisión de la Verdad sobre El Salvador) fueron olímpicamente ignoradas por sus destinatarios.
De todos modos, está visto que la guerra depende cada vez menos de la iniciativa y el afán de los Estados como tales, y, en la actual pandemia neoliberal, hasta corre el riesgo de ser privatizada. Después de todo, no es tan sorprendente que la McDonnell Douglas o la General Dynamics tengan a veces más poder que el Departamento de Estado. Ya lo tuvo la ITT en el derrocamiento y muerte de Salvador Allende. (Si el fundamentalismo privatizador sigue invadiendo finanzas y fronteras, no es descartable que el Estado, a breve plazo, vea reducidas sus funciones a las de subinspector de tráfico o covachuelista de segunda. Pocos parecen advertir que quedarnos paulatinamente sin Estado equivale a quedamos también sin democracia).
Decía Palmiro Togliatti: "Hacer política significa actuar para transformar el mundo". No está mal. Pero siempre ha habido transformaciones que llevaron el mundo hacia adelante y otras que lo empujaron hacia atrás. Hoy, a pesar de los espectaculares adelantos científicos y técnicos, a pesar de que las máquinas nos apabullen y hasta nos sustituyan, es probable que estemos viviendo, en el plano espiritual, la etapa más regresiva de este siglo. Las relaciones humanas están cada vez más enrarecidas; cada soledad habla (como en Babel) un idioma distinto; la enajenación y el pasmo ante el televisor nos convierten en afásicos, irascibles o tacitumos. El sexo era uno de los pocos desempeños compartibles que aún le quedaban al ser humano, pero vino el sida y metió su cuña de recelos entre los cuerpos y, de paso, entre las almas. Y, por si eso fuera poco, la Iglesia halló un nuevo pretexto para apuntalar su Inquisición contra el goce, ese pecado de los célibes.
¿Qué ocurre mientras tanto en la galaxia política, cada vez más alejada de nosotros pecadores? Como ironiza Vázquez Montalbán, "algunos liberales, cuando consiguen morderse la propia cola, les sabe a neofascista". ¿Será que la solidaridad murió de inanición? ¿Dónde se ha escondido la humanidad progresista? Ya que al parecer Marx. se equivocó con aquello de que los proletarios serían los enterradores de la burguesía, ¿no convendría hacer algo para que al menos la burguesía no sea la enterradora del proletariado? Hace mucho, los gremios conseguían santos patronos; luego decidieron cambiarlos por partidos profanos, de raigambre popular, pero los partidos a veces se abstraen, o se consumen en escisiones, omisiones y comisiones. Y los trabajadores quedan al garete, sin patronos pero con patrones. No obstante, es notorio que hoy día los factores de progreso están casi siempre mejor defendidos y representados por los sindicatos que por los partidos.
Las izquierdas (comunistas, socialistas y hasta socialdemócratas) fueron perdiendo sus respectivas identidades a medida que les aumentaba el rubor por su propio izquierdismo. Quizá convenga recordar que el socialismo, por ejemplo, no es un mero apellido, usable con cualquier norma de conducta. Significa ante todo una ejecutoria que no admite demasiados maquillajes. Es cierto que los nuevos profetas recomiendan poner el socialismo al día. Pero ¿a qué Día? ¿Al de Inocentes? ¿Al de Trabajadores? ¿Al de Difuntos? ¿Al del Perdón?
El reciente fracaso electoral de la izquierda francesa no es matemáticamente transferible a otros países, pero de cualquier manera es aleccionante. Una de las más frecuentes e infaustas tentaciones de los partidos de izquierda en cualquier parte del mundo es ir haciendo progresivos movimientos hacia la derecha, con el inconfesado propósito de conquistar el voto de los sectores conservadores. La experiencia francesa demuestra una vez más que si esos conservadores se ven conminados a elegir entre un partido definidamente de derechas y otro que simula serlo, siempre se decidirán por aquel que mantiene una coherencia con su propio pasado. O sea, que la astuta maniobra no sólo no atrae votos de la derecha, sino que probablemente pierda buena parte de los de la izquierda. ¿Qué ocurrirá ahora en Francia? Hace exactamente 200 años, Georg Christoph Lichtenberg escribió un aforismo que parece concebido anteanoche: "Algo está fermentando en Francia: no se sabe si es vino o vinagre". Mi impresión personal es que es vinagre.
El desconcierto de la izquierda es evidente, no sólo en Francia, pero ello no autoriza a suponer que la derecha esté muy concertada. Tras el desmembramiento de la Unión Soviética y la disolución del Pacto de Varsovia, Occidente invadió esos inermes mercados con su aplanadora consumista. Para aquilatar los resultados de semejante maniobra envolvente alcanza con ver los noticieros: en el ex Este (u Oeste bis) no abundan las viviendas ni los alimentos, pero en cambio proliferan las mafias, los secuestros, las violaciones, el narcotráfico, la corrupción, la violencia, la xenofobia, los neonazis, el crimen. O sea, igualito que en Occidente. Dominus vobiscum. Vale decir: sálvese quien pueda. ¿Hacia dónde irá esa derecha triunfante y ensoberbecida? En realidad, el rumbo ya lo sabemos. La pregunta sería más bien: ¿hasta dónde podrá llegar? En Italia, Alemania, España, Chile, hubo en su momento partidos y movimientos de derecha que se creyeron vanguardias del conservadurismo o del nacionalismo; cuando se dieron cuenta de que apenas eran retaguardias de Mussolini, Hitler, Franco, Pinochet, ya era tarde. Y ahí sus adeptos se bifurcaron: unos se convirtieron a la ignominia, otros sufrieron prisión y tortura, otros más murieron en el exilio. Ojalá que esta vez lo adviertan a tiempo.
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La izquierda y sus rubores
Viene de la página anteriorAlgo que las derechas, y menos aún los conversos al neoliberalismo, rara vez entienden, es que por debajo del poder y su concupiscencia hay estamentos sociales (antes se decía pueblo) que tienen necesidades, aspiraciones, urgencias; y también que viejos conceptos como justicia social o la famosa égalité no son sustituibles con los de limosna o caridad, tan frecuentados por encíclicas y homilías. "Los tiempos de la filantropía", decía Cesare Pavese, "son los tiempos en que se encarcela a los mendigos".
Derivación justificada o mera coincidencia, lo cierto es que a partir de la guerra del Golfo algo huele a podrido en Occidente. Desde Collor de Mello hasta Giulio Andreotti, y viceversa, las nubes tóxicas de la corrupción atraviesan océanos y continentes. Aun los célebres milagros económicos suelen acabar en paro laboral, recesión, insolvencia, cohecho. Aquí y allá, conspicuos personajes se reconocen en el pudridero de lo venal. Pero lo grave, lo gravísimo para la sociedad en su conjunto, es que aquellos otros (todavía los hay y en buen número) que consideran la política como Ia sustancia de su vida moral" (Togliatti dixit), van quedando como el idiota de la familia.
Quizá la opción más honesta para quien siga considerándose de izquierda sea afirmarse en lo que es y quiere ser. Los rubores posmodernos están de más. Quien se avergüence de sus viejas convicciones y su pasada militancia mejor será que ahueque el ala, cambie de apellido ideológico y no nos venda más gato por liebre. Y quién sabe, puede que le queden bríos y maleabilidad para integrar, en un futuro mediato, el ala progresista de la ultraderecha.
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