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Don Juan y Mario Soares

El Gobierno portugués decretó, como se sabe, un día de luto nacional por el fallecimiento de Su Alteza Real el conde de Barcelona. Ha sido el único entre nuestros amigos y aliados, que yo sepa, que ha otorgado este honor al egregio desaparecido. Se le han tributado en el país hermano los honores no ya de soberano, sino, sobre todo, a un gran amigo. El Consejo Municipal de Cascais ha manifestado también su pesar por el que fue presidente por más de treinta años -de 1946 a la restauración de la democracia en España- en Estoril. En Villa Giralda apareció prendido en aquella verja cargada de nostalgia un ramo con los colores de nuestra enseña. El presidente de la República Portuguesa fue el único jefe de Estado no monárquico que asistió al funeral de Estado en la basílica de El Escorial el pasado miércoles 7 de abril. El presidente Soares quiso así rendir tributo a un fiel de su país y también a un amigo personal, y me atrevería a decir que a un compañero de lucha por las libertades. Quiero hoy, modestamente, prestar testimonio de un episodio de esta amistad.De 1964 a 1968 residí como funcionario diplomático en Lisboa. En ese periodo trabé una entrañable relación con el entonces abogado y líder de la oposición Mario Soares. Y me honré con el trato asiduo con don Juan. En cierto modo, con Raúl Morodo, serví de contacto entre él y el grupo en que yo militaba, el de Tierno Galván, primero PSI, luego PSP. Fueron innumerables las tardes en que le acompañé en su modesto despacho del primer piso en Vila Giralda o en las que paseamos por los alrededores del Puerto de Cascais contemplando cómo caía el sol sobre las aguas de un Atlántico que tanto le atraía. Tierno, protagonista de los intentos de Unión Española con Satrústegui, Miralles y el grupo de monárquicos liberales, fue desarrollando una línea de acción y una explicación de la situación que le llevó del accidentalismo en las formas de Estado a la admisión de la monarquía como salida de la situación y como instrumento para la reconciliación nacional.

En 1968 y en 1969, en declaraciones que tuvieron un eco importante, adelantó la aceptación de la monarquía en la persona de don Juan de Borbón y Battenberg. Tengo entre mis papeles el texto de una de estas declaraciones aparecidas en The New York Times. De esto hay noticia, no siempre exacta pero suficiente, en las obras de quienes han estudiado el curso de la oposición y los jalones de la transición. No es, pues, necesario que me detenga yo ahora en ello y que complete algún dato. Me mueve simplemente recordar un episodio que sitúa en su verdadero cuadro, el de la amistad y compañerismo, a don Juan y a Soares, y del que se desprende la común grandeza de carácter y análoga altura de miras.

Con Soares trabé relación en 1964, nada más llegar a Portugal. Luego Tierno le ayudó -y yo cooperé en alguna medida- durante el ejercicio de su función de letrado de la familia en el caso del asesinato del general Umberto Delgado.

Con él y con sus compañeros asistiría yo a la refundición del Partido Socialista Portugués. Cuando se produjo la revolución de los claveles, Soares estaba en París. Había viajado días antes a Londres, donde yo era cónsul, y en un restaurante de South Kensington analizamos la situación, que entonces iba a pasar por la eventual acción de Antonio Spinola y por el grupo, del que no sabíamos mucho, de jóvenes capitanes. El 20 de abril, Soares me llamó desde París anunciándome que partía para Lisboa sin visado. El 2 de mayo nos reunimos en la sede londinense del Labour Party y allí me presentó a Callagham, entonces secretario del Foreign Office, recomendándome como una de las personas de su confianza en el Reino Unido.

La revolución portuguesa atravesó luego por la época tensa y azarosa del gonçalvismo. Desde Londres viajó a Lisboa un par de veces: una de ellas, requerido por el embajador de España Antonio Poch, quien, tras el asalto a la Embajada por los comandos radicales, me pidió si podía contactarle con los sectores equilibrados de la revolución; otra, motivada por una situación que podía tener repercusiones en la opinión internacional, disminuyendo el crédito de Portugal. He narrado este episodio una vez (España en su sitio). La seguridad del conde de Barcelona, y sobre todo de su residencia, podía estar en peligro.

Raúl Morodo ya había realizado una gestión cerca de nuestros amigos portugueses y con Mario Soares, entonces miembro del Gobierno. Por mi parte, llegado a Lisboa, tomé contacto con Mario Soares y concerté una cita entre él y don Juan. Almorzamos juntos los tres en un restaurante, el Bar Inglés, que frecuentaba el conde de Barcelona, en la marginal entre Estoril y Cascais. Don Juan expresó sin vacilación que era consciente que de abandonar su residencia portuguesa, aunque fuese por unos días, y trasladarse a París o a Londres, como le aconsejaban, el hecho no podría menos de ser explotado por los enemigos de la situación portuguesa. El daño era difícil de evaluar, pero podría ser importante. "Tanto le debo a Portugal, que prefiero la inseguridad y el riesgo a dañarle lo más mínimo".

Soares salió garante de su seguridad. La protección fue discreta pero eficaz. Don Juan no salió de Portugal mientras la situación fue difícil. Superada la crisis del gonçalvismo, la restauración de la democracia lusa siguió su curso.

Con motivo de la firma de la accesión de España y de Portugal a la Comunidad Europea -por la mañana del 12 de junio. de 1985 en los Jerónimos lisboeta, por la tarde en el Palacio Real de Madrid-, me comentó Mario Soares, entonces jefe de Gobierno, que la actitud del conde de Barcelona fue para él un estímulo para mantener la serenidad y la firmeza. No sé si en El Escorial el jefe de Estado luso recordaría aquellos días, pero sin duda evocaría a su amigo como a un compañero de lucha.

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