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La hoguera de las banalidades

Todo el mundo sabe que los Oscar de Hollywood dejaron de pertenecer hace tiempo a los dominios del cine, tal como lo entendíamos, tal como los amábamos. En la última cachupinada, justo anteayer, sólo un homenaje a la maravillosa Audrey Hepburn me recordó una época en que el cine era más habitable. ¿Lo recuerdan? Se podía vivir en él y en sus seres, y así lo hicimos. Se estaba muy bien en aquel. mundo de sombras entrañables. Por más que los ortodoxos lo calificasen de soborno, no era nada comparado con la televisión. Al cine lo elegíamos, aun en el peor de los casos. La televisión nos elige, siempre. Y como ella está en el poder de elegirlo todo, de disponer de todo, ha elegido incluso al cine como una de sus propiedades. Se entiende que sin el impresionante reclamo que supone esta noche de vanidades transmitida a una audiencia de no sé cuántos millones de noctámbulos, el cine americano perdería parte de su formidable promoción al servicio de productos ínfimos. (De los que tienen calidad no hace falta hablar: se defienden solos).Dos poderosos medios de difusión se alían para estrechar un mismo pacto de penetración ideológica. Ni siquiera Rambo, que lo puede todo, confiaría ya en un frente único. Emprende primeramente el asalto a las salas de exhibición sabiendo que a los pocos meses ganará la batalla de los videoclubes, donde sus hazañas serán recibidas como agua de mayo. Y antes de dos años recurrirá a uno o varios pases televisivos para atrapar a las víctimas que quedaron libres de su influjo. Es, pues, el fascista con mayor influencia de la historia moderna. Tanto que incluso le impuso una medalla el Gobierno socialista francés por medio de su frivolón ministro de Cultura, ese chico de los ricitos.

Está claro que las cosas han cambiado y mucho. Cuando hoy hablamos de cine solemos exclamar: "Ya no se hacen películas como las de antes", evidencia no tan dramática si pensamos que ya no se escriben novelas como las de antes ni tampoco hay obras de teatro que sean recordadas después de tres temporadas o cuando pase la moda que las aúpa o dejen de recibir subvenciones los teatros que las encargan. Todas las artes sufren de una crisis interna de la que no sería razonable culpar a la televisión. Nadie piensa que El precio justo sea un serio rival para Thomas Mann ni que los estridentes colorines que rodean a nuestros pizpiretos presentadores televisivos nos quiten las ganas de ver una exposición de Miró. Los límites están bien marcados cuando se trata de artes serias: pueden defenderse por su propia dinámica, que incluye el derecho a la crisis. Todas pueden presumir de madurez mientras que la televisión es el parvulillo que ha salido respondón y que, además, tiene la mala costumbre de cagarse en el comedor o en el salón, que es donde normalmente tienen el aparato las familias honestas.

Si de todas las formas de expresión la cinematográfica ha sido la más perjudicada por el enemigo es porque también fue la que en mayor número de ocasiones tendió las trampas que la televisión ha adoptado como sistema. Durante años se dijo que el cine amenazaba con terminar con todas las demás artes, pero la televisión terminó con el cine tal como lo entendíamos. Quiere decir que la televisión es el más peligroso de todos los asesinos culturales conocidos y ha conseguido fagocitar a una industria que, en sus casi cien años, tuvo agallas para pactar con el diablo. Aunque no siempre fue así, como recordarán los más viejos de la pocilga. Todavía en los primeros años cincuenta, cuando en Hollywood sonó la voz de alarma, la industria se defendió encarnizadamente buscando elementos espectaculares que el público no pudiese encontrar en la pequeña pantalla. Surgieron las películas colosales que, años después, en sus pases televisivos, hacen que en la batalla de Azzio no sepamos si luchan romanos contra egipcios o falleras valencianas contra lagarteranas. Surgieron los sistemas de proyección "más grandes que la vida" con el cine en relieve, que nos ponía un león en el regazo o el inmortal cinemascope gracias a cuya amplitud mi generación aprendió a confundir la realidad con un circo de tres pistas. Adaptado el cinemascope a la televisión, en forma de ranura, resulta que el circo era de pulgas.

Estas consideraciones vienen a cuento para recordar que el cine plantó cara al enemigo cagón hasta que comprendió que, en el fondo, defecaban lo mismo. Todavía el cine se permitió pactar con la inteligencia, aunque no siempre lo reflejó la historia de los Oscar. Podría aquí esgrimir el tópico preferido de los detractores de oficio: jamás fueron premiados la Garbo o Chaplin y en cambio recibió dos recompensas una actriz pesadísima como Louise Rainer; pero esto no es un razonamiento válido, pues el historial de cualquier premio no se caracteriza sólo por lo que elige: también por lo que omite. Para los cinéfilos de mi generación, el juego favorito no era discutir sobre los ganadores de los Oscar, sino descubrir cuántas buenas películas se habían quedado fuera. Recuerdo que mi desinterés coincidió con mi ingreso en los cineclubes. La Academia esa de Hollywood apoyó mi decisión: acababan de conceder 11 estatuillas a Ben-Hur, el disparate histórico que cometió el imperdonable error de no ser lo bastante disparatado para ser divertido.

La ceremonia de los Oscar, tal como se nos ofrece en la actualidad, es un espectáculo planeado para la televisión, y lo es en la misma medida que se dijo lo era la guerra del Golfo -"la primera guerra televisiva"- o los más recientes Juegos Olímpicos. Si el oscar como recompensa siempre tuvo un valor cultural sospechoso, su ceremonia, su ceremonial, son meras coartadas para disfrazar un vulgar concurso-espectáculo donde, en lugar de rifar coches a cambio de preguntas idiotas, se concediesen premios a unos profesionales y permitiese a otros efectuar algunas actuaciones no más meritorias que las que pueden verse en cualquier local de Las Vegas. Es la ceremonia donde cualquier cowboy puede citar a Shakespeare en passant, mientras alguna matrona tipo Zsa Zsa Gabor asegura que el repollo que lleva en lo alto del crepado es de París, Francia, Europa. Es una clamorosa ostentación de pésimo gusto amenizada por un presentador mediocre que va escupiendo incesantemente los peores chistes del mercado. En este caso, se trata de un insoportable cómico llamado Billy Cristal, cuya fama procede de la televisión. No podía ser de otra manera.

La televisión ha conseguido llevar al mundo del espectáculo su mensaje principal: todo está permitido puesto que todo va a durar poco. Es la negación total de la exigencia, y el cine, pensado ya en función de su futura explotación televisiva, se limita a dorar píldoras que, de otro modo, nadie tomaría. En el presente año, una de las canciones seleccionadas -la del filme Aladino- presentaba una escenificación propia de dramático televisivo y una coreografía debida a la profesora negra de aquella serie que se llamó Fama. Una visión tan kitsch del orientalismo no la habría aceptado ni la mismísima María Montez. Y la canción aladinesca la habría rechazado hasta Camilo Sesto, por cursi. En cuanto a la canción Bella María, de Los reyes del mambo, es banal en relación a todo el repertorio salsero -gran repertorio-, y la coreografía, una reducción de la estética de West Side story a los límites de un talk-show televisivo (nuevamente). Pero todo esto, que es lo que en otro tiempo llamábamos horterada, aparece tan bien promocionado bajo un aspecto técnico irreprochable, que incluso gentes muy formales del cine español suelen exclamar: "¡Qué bien saben hacer estas cosas los americanos!".

Uno añadiría que saben hacer a la perfección esas cosas que sería preferible no hacer. Entre la gran tradición del musical Metro y esas ilustraciones musicales existe un abismo que informa sobre un alarmante descenso en la concepción del cine como espectáculo y del espectáculo como entretenimiento. Gene Kelly y Cyd Charisse eran grandes. La señorita de Fama es una hortera con estudios.

No importa. El modelo está servido para que otras cinematografías, económicamente inferiores, lo asuman o intenten copiarlo con extraordinaria, ingenuidad. Así sale en nuestro país la noche de los Goya, respuesta bananera a lo que ya es, en su origen, puro banana-split. También lo vimos por televisión, naturalmente; también fue calculado plano a plano para este fin. Como fatalmente somos europeos, faltaba la desfachatez con que los yanquis saben abordar el ridículo: alguien salpicó el asunto con algunas gotas de intelectualismo propio de manual Que sais je? A falta de grandes alardes coreográficos salía Imanol Arias exponiendo una muy pedante divagación sobre el cine. El improvisado narrador, muy imbuido en su trascendente encargo, parecía dispuesto a demostrar en todo momento que un actor español es capaz de hacerlo tan bien como uno extranjero. Es ésta una vieja obsesión de los cómicos nacionales, según leo en las entrevistas que les hacen. Desde los años setenta, en que montaron su famosa y elogiable huelga, algunos actores españoles han vivido empeñados en demostrarnos que hall leído a Heiddeger y que conocen todas las respuestas para la crisis política de Ghana, Uganda y Zaire. Otros declaran que trabajar con Almodóvar les ha provocado convulsiones espirituales muy parecidas al sufismo, y ciertas actrices supuestamente geniales aseguran que ya nunca volverán a ser las mismas que antes, de lo cual debemos alegrarnos.

Pero los Goya españoles son una tómbola de caridad que permite mirarse el ombligo a una profesión muy castigada, mientras que los Oscar obligan a que todo el mundo esté pendiente del ombligo de Hollywood, tantas veces operado. No es que esto interese demasiado a la audiencia, pero es que a la audiencia no le interesa nada que no sea su ensimismamiento y el secreto placer de ser dirigido. Lo que importa es la ceremonia, el fasto, la desproporcionada exhibición de talento (?) puesto al servicio de la vulgaridad, e importa en la mis ma medida que esos increíbles espectáculos llamados press-catching donde, en clave de trogloditas, se muestran los aspectos más nefastos del imperio que nos domina. En cuanto al cine, ¡pobre abuelito! Ha puesto su destino en manos del medio que fue su enemigo, y el medio pasa factura imponiendo una estética que complazca en todo momento los bajos instintos de su clientela permanente. Que nadie dude que entre la gala de los Oscar y un especial de Tele 5 no existe la menor diferencia. Si acaso faltan los encantadores gazapos de Carmen Sevilla, fruto de un primitivismo milagrosamente preservado y que nunca se permitiría una de esas se ñoritas hollywoodenses que llegan con sus réplicas escritas por guionistas de prestigio. Guionistas de shows televisivos, seguramente.

En los últimos tiempos, ninguna meditación sobre el kitsch sería completa sin la inestimable colaboración de Plácido Domingo, que salió a cantar lo de Los reyes del mambo demostrando que puede pasar del Parsifal más sublime al ridículo más espantoso sin reparar en gastos. A fuerza de practicar, pronto estará plenamente capacitado para cantar a coro con las Mama-Chicho en la próxima gala de los Goya. Bastará con que a alguno de nuestros dirigentes culturales -del PSOE o de los otros, da igual- se le ocurra exclamar: "¡Qué bien saben montar esas cosas los americanos!".

Terenci Moix es escritor.

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