Ciudadanía
No es fácil explicar el giro de los años ochenta hacia el neoliberalismo de una economía de la oferta. Dudo que sus eminentes protagonistas, desde Felipe González en España hasta Bob Hawke y David Lange en Australia y Nueva Zelanda, y el François Mitterrand posterior al periodo 1982-1983, hayan leído nunca a Friedrich von Hayeck, Milton Friedman, los teóricos de public choice de la Universidad de Virginia, o a los autores y redactores de la revista Commentary. El cambio estaba en el aire, y este cambio dio señales claras. El fardo del Estado de bienestar oprimía a muchos con su peso. A fin de cuentas, muchas personas estaban recuperando del Estado lo que habían pagado a la Hacienda pública a través de sus impuestos -descontado el coste de la burocracia estatal- .Esta situación era frustrante para muchísimas personas y, sobre todo, echaba a perder su espíritu empresarial, entendido en el sentido chumpeteriano del término. Había que hacer algo. Era necesario recortar el gasto público y, con ello, los impuestos. Había que ayudar a todo el mundo a volver a caminar y después a correr.Algún día se escribirá la historia económica de los años ochenta. Entonces se recordará a ese predecesor de la señora Thatcher, François Guiant, primer ministro francés durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, que acuñó la frase "enrichissez-vous, messieurs". Haceos ricos deprisa, y si no lo lográis, ¡pedid una subvención, conseguid un préstamo! El arriesgado capitalismo de los años ochenta también fue un capitalismo a crédito. Por lo demás, generó siete años de crecimiento sin precedentes en el mundo de la OCDE.
Generó también una relajación general de las estructuras, incluso de las económicas, que se habían vuelto rígidas. Este proceso no se limitó únicamente a los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), sino que se extendió también a los del mundo del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME). Como señalé en mis Reflexiones sobre la revolución en Europa, los años ochenta también fueron diferentes de los cincuenta y sesenta, en algunos aspectos importantes, para lo que era por entonces el segundo mundo comunista. En esos años, el primer mundo había crecido rápidamente y el segundo lentamente, pero en ambos había crecido la economía. A lo largo de los años ochenta, por el contrario, uno creció y el otro se estancó o empezó incluso a declinar. Una nomenklatura cada vez más ávida se aprovechaba de los súbditos, que partían ya de una posición de desventaja y que, además, no podían dejar de ver lo que estaba sucediendo entre sus vecinos de Occidente. El complejo de ancien régime se acusaba más profundamente con los viajes y la televisión. Sólo hacía falta una chispa para hacer explotar el polvorín. Y la chispa tenía un nombre: Gorbachov. La revolución de 1989 fue el resultado.
¿Era el final de la historia? Quien lo haya anunciado se ha equivocado de medio a medio. Al contrario, muchos de nosotros pensamos que la historia avanza a zancadas; su velocidad casi nos hace sentir vértigo. La historia, dice Popper, no tiene significado, pero nosotros tenemos que esforzarnos en atribuirle uno. Podemos hacerlo en nuestra calidad de seres morales y también en la de estudiosos. La comprensión de los acontecimientos de la última década se hace más fácil si pensamos en la política moderna en términos de dos grandes temas. El primero tiene que ver con el crecimiento, con la mayor gama de elección, con el lado de la oferta, o mejor, para usar mi término preferido, con las provisíons, es decir, los bienes y los servicios producidos. El otro tema se refiere a la posibilidad de aprovechar las muchas elecciones que se nos ofrecen en cuanto a oportunidades, invitaciones a entrar, demanda efectiva, los entitlements, o sea, la atribución de títulos de acceso.
Los dos términos no tienen por qué estar necesariamente en conflicto entre sí. Grandes movimientos políticos, como el de la burguesía liberal en sus orígenes, y grandes pensadores, como John Maynard Keynes, acertaron a combinarlos en su tiempo. Pero, en la teoría, la tensión entre economía y política no se resolverá nunca, cualesquiera que sean las esperanzas con que invoquemos la noción de economía política, y, en la práctica, provisions y entitlements constituyen normalmente las preocupaciones principales de los diversos partidos políticos, a menudo en posiciones antagonistas. Ciertamente, los años ochenta fueron una década en la que se crearon cada vez más bienes y servicios, precisamente mientras se perdían muchos títulos de acceso (entitlements) .
Antes de proseguir con mi exposición, permítanme afirmar que, en este ámbito, la ciudadanía corresponde íntegramente a la vertiente de la titularidad de los derechos de acceso. La cuestión es importante. Es, sin duda, un signo de los tiempos -es decir, de las preguntas planteadas al final del boom de los años ochenta- que la ciudadanía se haya convertido en un concepto de moda en todos los sectores de la política. Es una sensación generalizada la de que en la ciudadanía coinciden ciertos elementos capaces de definir las necesidades del futuro (y es obligado estar de acuerdo con ello), pero después cada uno puede darle al término el sentido que le venga bien para cumplir con sus inclinacíones personales. La derecha prefiere hablar de "ciudadanía activa" a fin de subrayar los deberes de los ciudadanos. La izquierda intenta elaborar una noción de "ciudadanía comunitaria", con lo que pretende combinar la solidaridad con los derechos sociales y las prestaciones (welfare rights). El centro transforma el concepto de una etiqueta más o menos carente de contenido para apropiarse de todo aquello que no debe ser considerado ni de derechas ni de izquierdas. A veces nos dejamos llevar por la desesperación ante los usos aberrantes de este gran concepto del pensamiento político y social, y hay que preguntarse si no será imposible a estas alturas librarlo de los abusos ideológicos que ha tenido que sufrir. Pero hay que hacerlo.
Muchos, incluyéndome a mí, sostienen que la obra de T. H. Marshall Ciudadanía y clase social es un texto fundamental para llegar a comprender este concepto. Marshall define la ciudadanía como ese conjunto de derechos y deberes -la condición- que va unido a la pertenencia plena a una sociedad. Esta condición está, por definición, separada de las contingencias del mercado.
La ciudadanía es un concepto no económico que define la posición de los individuos independientemente del valor particular que se atribuya a la aportación ofrecida por cada uno al proceso económico. Y eso vale tanto para los derechos como para los deberes. El derecho al voto, por ejemplo, no depende del pago de los impuestos, aunque pagarlos sea una obligación ligada a la condición de ciudadanía.
La cuestión aquí abordada es importante y de actualidad. Por ejemplo, el concepto americano de workfare (que ya ha llegado también a Europa) relaciona los derechos sociales y las prestaciones con la disponibilidad a trabajar por parte de los beneficiarios. Este es un ejemplo de los excesos en que se ha caído en la década de las provisions. Los derechos se convierten en mercancía negociable en el mercado; se ponen a la venta. En su libro Beyond entitlements, Lawrence Mead ha transformado esta aproximación en una especie de teoría, lo que no la hace más plausible. Puede ser legítimo sostener que hay que dar a los deberes el mismo relieve que a los derechos, e incluso proponer una definición más restringida de los derechos de ciudadanía, pero una vez que estos últimos pierden su incondicionalidad, se abre la puerta no sólo a la mano invisible del mercado (que puede ser incluso benévola), sino también, y sobre todo, a la mano visible de gobernantes que digan a la gente lo que cada uno debe hacer y cuándo. Antes de que podamos oponemos, el workfare se traduce en nuevas formas de trabajo a la fuerza.
es decano del St. Antony's College de Oxford y presidente del diario británico The Independent.
Extracto del discurso del autor al recibir el título de doctor honoris causa por la Universidad de Urbino (Italia).
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