La apuesta de Yeltsin
El pasado sábado por la tarde, Borís Yeltsin reveló finalmente en qué consistía esa "opción final" con la que había amenazado a menudo al Congreso de los Diputados del Pueblo. Haciendo caso omiso de la opinión de los cuerpos constituidos -tanto del legislativo como del judicial-, ha convocado para el 25 de abril un referéndum-plebiscito. Semejante opción corre el riesgo de ser la sentencia de muerte de la joven democracia rusa, al conducir a un poder personal del presidente-hombre providencial.En ninguna democracia, presidencial o parlamentaria, un presidente puede organizar plebiscitos a su antojo. La única vía democrática para confirmar su mandato es la dimisión y la convocatoria de nuevas elecciones. Cualquier otro procedimiento se inscribe en esa tradición latinoamericana de la que Perú ofrece el ejemplo más reciente. No obstante, los dirigentes occidentales se han puesto de parte de Yeltsin porque consideran que es el único que puede garantizar la estabilidad en Rusia y "la prosecución de la política de reformas". El primer argumento parece derivarse de un malentendido: la última sesión del Congreso de los Diputados no sólo no "paralizó el funcionamiento del Ejecutivo", sino que, por el contrario, incrementó los poderes del Gobierno, al poner bajo su control la banca nacional y los institutos que gestionan los fondos de las pensiones y la seguridad social. Por consiguiente, es dificil creer que a Borís Yeltsin, que dirige el conjunto del Ejecutivo, le resultara imposible gobernar por el mero hecho de que se le hubiera privado del derecho de legislar por decreto.
La habilidad del presidente ruso es haber sabido presentar indiscriminadamente a sus adversarios como unos rojos cuyo único sueno seria un regreso del régimen bolchevique. Agitando este abanico ha podido seducir a los occidentales, para quienes la introducción del capitalismo en Rusia cuenta más que la búsqueda de libertad y democracia de ese país. "0 yo o una nueva Revolución de Octubre", ha venido a decir Yeltsin. Sin embargo, basta con echar un vistazo a sus adversarios para darse cuenta del engaño. En efecto, todos estos hombres han sido colaboradores próximos a él: el general Rutskói, vicepresidente de la República, le ayudó decisivamente a triunfar en las elecciones presidenciales de junio de 1991 y Yeltsin ha intentado recuperarlo esta vez también, pidiendo a los electores que el 25 de abril vuelvan a depositar su confianza en él y en su compañero de candidatura. Rutskói se ha negado de antemano a prestarse a ese juego, pero el presidente no lo tuvo en cuenta en su 1lamamiento al pueblo", pujando, al parecer, por un efecto a corto plazo. También fue Yeltsin quien impulsó al checheno Ruslán Jasbulátov, al frente del Parlamento, creyendo que sería el dócil ejecutor de su política y sin perdonarle su conducta independiente. Por último, el tercer enemigo, Valer¡ Zorkin, de 48 años, destacó en agosto de 1991 por su refutación de los argumentos jurídicos de los golpistas de entonces, lo que le valió ser elegido, en la quinta sesión del Congreso de los Diputados, presidente del Tribunal Constitucional, renovado según el modelo del Consejo Constitucional francés. Él también pasaba por ser un "yeltsiniano cien por cien", hasta el día en que declaró que incluso un presidente elegido por sufragio universal no recibe más que un mandato y no está por encima de las leyes. Los otros 12 miembros del tribunal comparten visiblemente esta convicción, y sus veredictos han defraudado al Kremlin en más de una ocasión. Por eso el Sóviet Supremo se dirigió al tribunal para que se pronunciara sobre la legalidad del proyecto plebiscitario de Borís Yeltsin, sin dudar demasiado de su veredicto. Pero hay que tener mucha fantasía para ver en Zorkin y sus jueces, junto con Rutskói y Jasbulátov, a ¡los autores de una nueva Revolución de Octubre de 1917!
De hecho, la reacción más bien moderada de los diputados demuestra por sí sola que los estereotipos que se les han atribuido no corresponden a la realidad. Se insiste en el hecho de que en el Congreso elegido en marzo de 1990, bajo el antiguo régimen, el 90% de los diputados procedía del PCUS.
Efectivamente, pero Borís Yeltsin, Mijaíl Poltaranin, Guennadi Búrbulis y todos los demás "hombres del presidente" formaban parte de él. La actual clase política rusa está casi exclusivamente compuesta por antiguos miembros del partido, por la sencilla razón de que éste constituía el único ámbito en el que "se podía hacer algo". A diferencia de Polonia, por ejemplo, donde existía una oposición estructurada desde hacía por lo menos una década, en Rusia el movimiento de disidentes se encontraba apenas en estado embrionario y nunca tuvo una organización propia. En marzo de 1990, cuatro meses después de la caída del muro de Berlín, los electores rusos optaron sobre todo por los comunistas demócratas, miembros más o menos explícitos de la posición, lo que explica que ese Congreso de los Diputados supuestamente comunista eligiera a Borís Yeltsin como presidente del Sóviet Supremo y presentara a continuación una enmienda a la Constitución, con una mayoría de dos tercios de los votos, para permitirle aspirar al puesto de presidente de la República mediante sufragio universal. También le dio luz verde para legislar por decreto hasta 1993. Si el idilio entre el líder carismático y los diputados se ha acabado en esta fecha ha sido debido al fracaso de su política económica.
Aun así, la columna vertebral del Parlamento la constituye la Unión Cívica, muy centrista, que reúne a los tres partidos demócratas de Rutskói, Travkin y Volski, respectivamente. Hay que recordar que ya el 1 de marzo Yeltsin compareció ante ellos para prometer un reajuste de su política, incluidos los asuntos exteriores. Pero no convenció. "Es demasiado tarde para corregir la trayectoria económica", le respondió Alexandr Rutskói; "hay que cambiarla radicalmente". ¿En qué sentido? Simplificando mucho, podría decirse que la Unión Cívica defiende los intereses de la gran industria, incluida la militar, que, al no poder reconvertirse de la noche a la mañana ni integrarse en el mercado mundial, corre el riesgo de quedar sumergida por el avance hacia el capitalismo del equipo de Yeltsin. Pero, como la economía rusa se constituyó en torno al polo de estas fábricas gigantes, su hundimiento se vería inevitablemente acompañado de una explosión social.
Si el complejo metalúrgico de Magnitogorsk, por ejemplo, cierra sus puertas, todo el Ural saltará. Las nociones de rentabilidad preconizadas por el Fondo Monetario Internacional no pueden ignorar este dato crucial ni siquiera en la lógica puramente capitalista. De manera que es comprensible que el cuerpo directivo de los empresarios rusos, dirigido por Arkadi Volski, defienda la prudencia y un ritmo de reformas lento. "Tienen miedo de que sus obreros les corten la cabeza", me dijo con algo de desprecio un amigo escritor de San Petersburgo. Pero no se ve por qué ese miedo debería ser vergonzoso.
Es mucho más dificil entender con qué cuentan los que siguen pensando que este país tragará tranquilamente cualquier tipo de medicina neoliberal.
En el último número de la Revista Sociológica Rusa, el filósofo Anatoli Butienko sostiene que la lucha por el poder en Moscú enfrenta desde ahora a dos clases dominantes: la vieja burocracia estatal y la nueva burguesía. Su tesis es sólo aproximada, porque una buena parte de la burguesía rusa viene también de la nomenklatura y sus intereses no siempre difieren de los de ésta. A pesar de todo, es probable que Anatoli Butienko no se equivoque al pensar que los reformadores radicales del entorno de Borís Yeltsin ven su base social en los nuevos ricos del sector privado y hacen lo imposible por garantizar su crecimiento numérico y su impunidad. De ahí su voluntad de integrarse en la economía occidental a cualquier precio y su lucha por la privatización de todo, incluido el suelo, en unos plazos ultrarrápidos. El propio Yeltsin parece tambalearse entre
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estas dos clases dominantes, lo que explica sus aperturas a la Unión Cívica y sus elogios periódicos al modelo chino -que no contempla, dicho sea de paso, la propiedad privada de la tierra-. Pero, al final, el sábado por la noche acabó eligiendo el ala radical del bando burgués. Sin embargo, como sabe que ésta no goza de gran popularidad y no podría asegurarle una mayoría en el próximo referéndum-plebiscito, ha multiplicado además SUS promesas al pueblo ruso. Si triunfa el 25 de abril estabilizará la moneda nacional, totalmente devaluada respecto al dólar; compensará a los que se vieron despojados de sus ahorros por una inflación galopante, y emprenderá una política de grandes obras públicas para reducir el paro. Pero las víctimas de su actual política podrían preguntar por qué no ha puesto en práctica ese programa si tiene libertad para hacerlo desde hace casi dos años.
No es éste el único punto flaco de su apuesta plebiscitaria. La Federación Rusa tiene, 20 repúblicas y regiones autónomas que se pronunciaron en contra del referéndum durante la sesión del Congreso. Sus dirigentes cuentan con medios para rechazar el escrutinio del 25 de abril. Por otra parte, lo mismo ocurre con los responsables de las provincias rusas que practican últimamente la huida de Moscú y quieren dirigir sus asuntos sin pasar por la capital. Un consejero de Borís Veltsin, al que la BBC preguntó el lunes si en esas condiciones el presidente puede efectivamente organizar el referéndum y obtener una mayoría, respondió: "Si los antiguos comunistas sabotean el escrutinio, no tendremos en consideración su resultado". Es una forma de decir que Borís Yeltsin, pase lo que pase, no tiene ninguna intención de abandonar el poder, si no es por la fuerza. No es una perspectiva agradable, aunque el Ejército esté demasiado dividido como para ser utilizado por uno u otro bando. El ministro de Defensa, Pável Grachev, no ha ocultado ante el Sóviet Supremo que este precario equilibrio en el Ejército le inspira una gran inquietud. No es un misterio para nadie que las simpatías de los militares se inclinan claramente hacia el ala nacionalista del Congreso, antioccidental y nostálgico de la grandeza nacional perdida. Los diputados de ese sector sufrieron una gran decepción tras el último discurso del ministro de Defensa, pero saben que cuantos más problemas haya en el país más aumentarán sus oportunidades, mínimas en la actualidad. Al salirse del marco constitucional, Borís Yeltsin ha creado un precedente que corre el peligro de animar a otros aprendices de dictador; esto también debería hacer reflexionar a los que, en Rusia y en el extranjero, no han hecho nada para impedir que emprendiera esta peligrosa aventura antiparlamentaria.
K. S. Karol es periodista francés especializado en cuestiones del Este.
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